Las canciones tristes cuentan casi siempre una historia de espera por un amor que no regresa. Ese género de melancolía padeció la izquierda socialdemócrata española tras su hundimiento en la Gran Recesión: con la derecha en el gobierno y su hegemonía como partido de la alternativa progresista amenazada por Podemos, muchos votantes del PSOE creyeron que los mejores días de su partido pertenecían al pasado. Hasta que una sentencia por corrupción y una moción de censura dieron la vuelta al tablero político: el viejo amor había retornado.
Hay, sin embargo, un tipo de canción triste para el que no cabe amparo ni consuelo. Es aquel en el que el amor extraviado vuelve, pero lo hace irreconocible, transformado en otro que ya no puede ser el del recuerdo. “Tú no eres quien yo espero”, le dirá Penélope, por boca de Serrat, al amante reencontrado. Las canciones más tristes son las que te arrancan la esperanza. Y eso es lo que pasó con Sánchez: el PSOE había regresado, pero resultaba imposible reconocer en él al partido que había sido clave en la democratización y la modernización de la España contemporánea.
Una España que se forjó sobre tres pilares: la reconciliación entre compatriotas que exorcizara los fantasmas de la guerra civil, la restauración de la monarquía parlamentaria como institución estabilizadora y la redacción de una nueva Constitución que permitiera la consolidación democrática. Aquellos acuerdos marcaron el paso de los mejores años de nuestra historia, sin necesidad de caer en la exageración romántica o la caricatura hagiográfica. España también tenía problemas, desde luego, algunos de ellos enquistados, fruto de un mal diseño que apremiaba enmendar o bien de un proceso físico de meteorización: el simple desgaste.
En cualquier caso, la anterior crisis económica catalizó un cambio en las conciencias, las de los españoles, que renegaron del viejo bipartidismo, y las de los técnicos, que aconsejaron, en Madrid y en Bruselas, reformas de calado que apuntalaran y remozaran la casa común. Pero, pudiendo escoger la regeneración, Sánchez prefirió la revancha. En lugar de afanarse en los cambios estructurales se azacanó en la demolición de la estructura misma, no tanto por convicción programática cuanto por neutralizar a su competencia por la izquierda y dar contento a unos socios de los que depende su longevidad en el cargo.
Y produce un cierto vértigo pensar que, en ese despacho de usuras que es la coalición de gobierno y sus satélites de investidura, vayan a empeñarle a Sánchez cuatro décadas de nuestra mejor historia a cambio del presupuesto de un solo ejercicio. La revancha comenzó en Cataluña, donde la Generalitat pretendió dejar fuera de la Constitución y su ciudadanía a millones de personas, en justificación de un “derecho a decidir” que no por muy cacareado puede avalarse como democrático. Ahora, el Gobierno pone a los jueces a los pies de los caballos, anunciando la tramitación de indultos, sin mediar arrepentimiento, para aquellos mismos forajidos, que es tanto como dar carta de naturaleza a los doctrinarios de la voluntad (de la suya) en menoscabo de las leyes que nos igualan a todos.
Que la amnistía se consume o termine antes desbaratada no dependerá de ningún criterio de justicia, sino de la mera oportunidad electoral. En realidad, poco importa que el resultado sea uno u otro: lo relevante es que el ejecutivo ha ungido la propuesta de verosimilitud y viabilidad. Un pilar fundamental del 78 se horada cuando se relativiza la importancia de atentar contra la Constitución.
La “oportunidad” ha sido también la razón esgrimida por el Gobierno para apartar al rey del acto de la Escuela Judicial de Barcelona, donde, desde hace veinte años, el monarca preside la ceremonia de acogida de cada nueva promoción de jueces. La corona forma parte del plan de ajuste de cuentas de la coalición gobernante con el 78, tal como aclaró recientemente el vicepresidente Iglesias. En su opinión, una “nueva república” de corte “plurinacional” permitiría superar el “centralismo de la monarquía” y, con él, la “crisis territorial”. No es un anuncio que pueda sorprender en labios del líder de Podemos, aunque sí produzca cierta estupefacción bajo un mandato del PSOE.
Felipe González suscribió en la Transición el compromiso de los socialistas con la monarquía parlamentaria. Un compromiso que no les obligaba a renegar de su alma republicana y que, en el fondo, denotaba el accidentalismo con que los españoles recibieron al rey. No avalaban la monarquía, sino “esta” monarquía. Parecía una solución vistosa: al fin y al cabo, como ha observado el profesor Varela, la república es la forma de Estado “más coherente para una democracia -otra cosa es que a muchos países europeos con historias complicadas nos haya ido bien la fórmula contradictoria de caminar con las muletas de una monarquía parlamentaria y democrática”.
Así, el “juancarlismo” se acuñó como una tercera vía que permitió integrar a los republicanos en el nuevo orden constitucional y durante décadas gozó de popularidad. Sin embargo, andando el tiempo sobrevinieron los inconvenientes de atar la legitimidad de una institución al desempeño de una sola persona. De Platón a Bobbio, eran incontables los avisos al respecto: mejor el gobierno de las leyes que el de los hombres. Ahora, Sánchez está dispuesto a aprovechar los escándalos del rey emérito para esperanzar al milenarismo republicano, de nuevo por puro tacticismo y sin un verdadero interés en que la causa prospere.
Finalmente, el proyecto de ley de “memoria democrática” amenaza el logro más reseñable de la ley de Amnistía del 77, aquel “nosotros”, precario y contestado si se quiere, pero un “nosotros” imprescindible para enterrar el relato de las dos Españas. Tampoco hay aquí obcecación ideológica de Sánchez, sino pura aritmética: un país dividido es un país más fácil de gobernar.
El corolario: reconciliación nacional, Constitución del 78 y monarquía parlamentaria son las divisas de Sánchez en la negociación presupuestaria. Pero a los jugadores no se los mide por lo que conservan al llegar a casa, sino por aquello que han puesto sobre el tapete de la timba. Y Sánchez ha apostado la mejor España.
El PSOE no merece ya lágrimas de ninguna Penélope y el mejor retrato de Sánchez lo compuso Luis Aguilé hace más de medio siglo. Fue en esa canción, ‘El tío Calambres’: “Había un peligro en la carretera. No me importaba porque era yo”.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.