Casa Rorty XXII. Europa(s)

La sola existencia de la UE es poco menos que un milagro político, hecho posible por medio de la agregación sucesiva de naciones que se subían a una nave ya en marcha.
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Yo nací, perdonadme, con Delors. O sea: bajo los auspicios de aquel brillante tecnócrata que presidió la Comisión Europea durante el decisivo periodo que va de 1985 a 1992 y cuyo mandato desembocó en la aprobación de aquel Tratado de Maastricht cuya importancia para el proceso de construcción europea no puede ser exagerada. Allí se contemplaban ya, sin ir más lejos, la Unión Monetaria y la introducción del euro, moneda única –o casi– que me dispuse a estrenar con entusiasmo en la Nochevieja de 2001: cosas que se hacen antes de cumplir treinta años. Porque decir que nací con Delors es inexacto; los que vinimos al mundo durante la década de los 70 lo hicimos en una España extracomunitaria que soñaba con integrarse algún día en la entonces llamada Comunidad Económica Europea. Pero nuestra primera adolescencia se desarrolló durante los años de Delors; en el primer año de mis estudios de Derecho me apunté a un seminario sobre el Tratado de Maastricht que impartía un profesor de Ciencia Política entre tanto ya fallecido. Y así fue como nuestro difuso fervor europeísta –sinónimo de vocación modernizadora en un mundo que había visto caer el Muro y donde se anunciaba el fin de la Historia– se dio entonces de bruces con la prosa laberíntica de aquel tratado para nosotros apenas inteligible.

Pareciera que todo aquello ha desaparecido ya, como lo ha hecho nuestra propia juventud: la Historia ha empezado de nuevo –entiéndaseme bien– y la mayoría de los comentaristas dicen que el proyecto europeo se encuentra en una peligrosa encrucijada; el ascenso de los partidos nacionalpopulistas que quisieran frenarlo o dinamitarlo desde dentro en las elecciones del pasado domingo así lo atestiguaría. En una pieza publicada por The Economist antes de que se abrieran las urnas, el anónimo autor identificaba el año 1999 como el momento de mayor éxito de la UE, el canto del cisne que ignora su mala salud y confía en su propio futuro. Eran los tiempos en que se gestionaba con razonable competencia la posguerra yugoslava, se preparaba el lanzamiento del euro y se confiaba en Putin como aliado; después llegarían los desequilibrios generados por la burbuja crediticia, la crisis monetaria, la guerra de Ucrania, el Brexit. Si a eso sumamos el desasosiego causado por la pandemia y su gestión política, el declive demográfico y económico, la sensación de amenaza cultural derivada de la inmigración, el rechazo a una rápida transición energética cuyos costes tendrían que asumir los grupos sociales más desfavorecidos y el gradual olvido de las razones históricas que dan sentido a la integración europea, los resultados del pasado domingo pueden explicarse con relativa facilidad. Es más, quizá convendría celebrarlos: tiene su mérito que conservadores, socialistas y liberales (sumemos a los verdes) mantengan la mayoría en una coyuntura semejante.

Señalaba Ramón González Férriz hace unos días, después de que se anunciase un posible acuerdo entre los conservadores franceses y la ultraderecha para concurrir juntos a las próximas legislativas francesas, que nos encontramos ante el fin del pacto europeo implícito forjado en la segunda posguerra mundial. Aunque la coalición entre los conservadores franceses y la extrema derecha de Marine Le Pen no se ha confirmado todavía y es probable que no llegue a hacerlo, tantas son las voces dentro de Los Republicanos que se han opuesto a él, la advertencia de González Férriz no va desencaminada. Porque el tiempo no pasa en balde y poco se gana relatando a los nacidos en los últimos treinta años que los europeos fueron a la guerra en dos ocasiones durante la primera mitad de siglo o recordándoles que la mitad del continente se mantuvo separada del resto por un telón de acero hasta comienzos de los años 80. Alguien habrá que lea la Posguerra de Tony Judt, se atreva con Europa Central de William Vollmann o se ponga en casa al primer Rossellini o la Europa de Lars von Trier y saque las conclusiones adecuadas. Pero la continuidad del proyecto comunitario no puede depender de un puñado de epifanías privadas: los ciudadanos deben sentir que la UE mejora sus vidas o que al menos –esto es más difícil demostrarlo– no las empeora. Y eso debe sentirlo un número de ciudadanos que baste para preservar la legitimidad de las instituciones europeas.

Hay que contemplar la posibilidad de que el crecimiento de los partidos que quisieran detener la integración europea –reforzando la soberanía nacional y limitando el alcance de los poderes que se ejercen en Bruselas– no sea más que una consecuencia de su gradual democratización. Se trata de un asunto interesante, ya que la sola formulación de la tesis según la cual la Unión Europea es un proyecto de élites conduce a la protesta inmediata de muchos europeístas: ¿cómo va a ser eso? Suelen ser los mismos que lamentan la distancia entre los ciudadanos y Europa y piden que la segunda se “acerque” a los primeros. Pero es un hecho histórico que la UE nace de una decisión de las élites europeas, porque no podía nacer de otra manera: imaginemos el resultado que hubiera tenido un referéndum que, celebrado en Francia y Alemania allá por 1952, hubiera preguntado a los ciudadanos de esos dos países si deseaban unir su destino político a aquellos con los que acababan de combatir a sangre y fuego por tercera vez –contando la guerra franco-prusiana de 1870– en menos de 75 años. Europa tampoco podía hacerse de golpe, al ritmo molto vivace del segundo movimiento de la Novena de Beethoven: en ausencia de una lengua común y en presencia de un sinnúmero de densas culturas nacionales, los padres fundadores solo podían apostar por un entretejimiento progresivo de los intereses económicos que diese lugar con el tiempo a progresos en otras esferas de la vida social. Así que primero el carbón y el acero (1951), luego la energía atómica (1957) y las bases genéricas de una “comunidad económica” (1957), todo ello reducido inicialmente a la participación de seis países; tiempo habría para generar sinergias espirituales entre los europeos. Para quienes piden hoy poco menos que un Estado del Bienestar comunitario, no está de más recordar que las prisas son malas consejeras: la tradicional cautela de los dirigentes europeos obedece al hecho de que no todo el mundo es europeísta ni lo es de la misma manera. Y al resultado de las elecciones me remito.

Téngase en cuenta que la sola existencia de la UE es poco menos que un milagro político, hecho posible por medio de la agregación sucesiva de naciones que se subían a una nave ya en marcha. Porque, ¿cómo si no hubiera podido darse forma a la unión política de un continente formado por incontables sensibilidades nacionales y grupales? De ahí también que las grandes crisis hayan sido oportunidades para el reformismo; como si en ellas se replicase la lógica original de una idea que nace en las ruinas del continente. Que los miembros que han ido entrando en la UE hubieran de hacer reformas previas para asimilar el denominado acervo comunitario no ha evitado, sin embargo, que la falta de fidelidad a los valores europeos se haya convertido en un problema insoslayable. Porque una vez que una nación es admitida en el club, existen pocos mecanismos coercitivos que permitan exigirle una conducta recta. Y no me refiero solamente a los resonantes casos de Hungría o Polonia, sino a toda clase de incumplimientos: España, sin ir más lejos, acumula una cantidad exorbitante de procedimientos de infracción, juega a la ruleta rusa con la deuda y se niega a trasponer la Directiva que condiciona la entrada en el Parlamento Europeo a la obtención de al menos un 5% de los votos en cada circunscripción nacional. Por lo demás, hay países miembros que no adoptaron el euro (Suecia entre ellos), y otros que han hecho del opt-out o negativa a adoptar las políticas comunitarias a la carta una práctica frecuente (ahí destaca Dinamarca).

¿Y cuándo se decidió que la UE debe seguir avanzando en su proceso de integración en el camino hacia los Estados Unidos de Europa? La verdad es que no está escrito en ninguna parte; recordemos que los votantes holandeses y alemanes cortaron el paso a aquella Constitución Europea diseñada por el expresidente francés Giscard d’Estaing –conforme a la mejor tradición gaullista– allá por el año 2005. Cuestionar el sentido o la dirección de la UE es, por lo tanto, legítimo; hay que aceptar con naturalidad que haya quien crea que la actual versión del proyecto europeo es indeseable o disfuncional. En todo caso, habrá que demostrarles lo contrario, arguyendo de manera coherente en favor de la conveniencia de delegar parcialmente el ejercicio de la soberanía nacional para lograr con ello mejores resultados en un marco geopolítico desfavorable. Por añadidura, habrá que discutir los detalles y dejar de fingir que Europa es algo distinto a lo que decidan en cada momento los gobiernos nacionales, entre quienes se reparte a su vez el poder de manera inevitablemente desigual: Malta no puede mandar más que Alemania.

Ahora bien: cuanto más amplio sea el campo de decisión de la UE, más necesaria se hace su democratización y más difícil será también alcanzar un entendimiento que permita su buen gobierno. Dando la vuelta a la célebre fórmula que está en el origen del gobierno representativo, aquel “no taxation without representation” que da el salto de Inglaterra a la América colonial, bien podríamos hablar de “no debt-sharing without representation” en referencia a la mutualización de deuda que reclaman los que piden un “momento hamiltoniano” para la Unión Europea. Si no es el caso, se alega con razón, no habrá dinero para pagar todo aquello que habría que hacer: transición energética, control de fronteras, política social, proceso de reindustrialización, rearme colectivo, etc. De qué manera pueden los Estados miembros endeudarse más si al tiempo no se impulsa el crecimiento económico de todo el continente, no está nada claro; máxime cuando los partidarios de la mutualización de deuda y demás políticas neokeynesianas son también los más reticentes al control del gasto o a aprobar las reformas encaminadas a la liberalización de mercados y el aumento de la competitividad. Así que no le faltará razón al ahorrador alemán o al burócrata holandés que se queje de la pobre voluntad reformista de los países meridionales y quiera garantías más potentes que la promesa de un Pedro Sánchez.

En ese mismo sentido, el problema de las ampliaciones al Este y los Balcanes –de Turquía nos hemos olvidado todos y Turquía también– aguarda resolución. El caso es que nadie parece ya quererlas; tal vez se considera que no es buena idea aumentar el número de primeros ministros sentados a la mesa del Consejo ni el número de países que pueden enviar eurodiputados extremistas a Bruselas y Estrasburgo. ¿Y cuántas velocidades tendría en la práctica esa Europa ampliada? Al mismo tiempo, tampoco se ha limitado en ninguna parte el número de miembros posibles de la Unión y bien sabemos los españoles que el ingreso constituye una esperanza de modernización para quienes no son capaces de alcanzarla solos. Pero las ampliaciones contienen una ironía suplementaria: los más interesados en promoverlas deberían ser quienes quieren frenar la integración política europea, ya que cuanto mayor sea el número de sus miembros de pleno derecho más difícil se hará también hacernos más federales.

Pero decíamos que ese proyecto elitista que es Europa –en el sentido de responder al impulso de sus élites– se complica la vida a medida que se democratiza, cosa que no puede dejar de hacer cuando el catálogo de los asuntos que se deciden en Bruselas se sigue ampliando a ojos vista. La transición energética que con tanto fervor se ha impulsado durante el primer mandato de Von der Leyen ha venido a mostrárselo sin ambages a muchos ciudadanos: una cosa es acabar con el roaming y otra pagarse un flamante coche eléctrico. Por otro lado, el Parlamento Europeo cuya composición deciden los ciudadanos ha ido ganando competencias en el proceso legislativo; la correlación de fuerzas existente dentro del mismo en cada legislatura decide además el rumbo político de la Unión y es determinante en la elección del Presidente de la Comisión, así como en el reparto de los cargos ejecutivos entre las distintas familias políticas europeas. Para que hubiera verdaderas elecciones europeas, sin embargo, las listas habrían de ser transversales y únicas, de tal manera que votásemos a formaciones europeizadas para la ocasión; que no lo hagamos es una de las razones por las cuales la UE no es exactamente una democracia. Hay otras: no existe un gobierno europeo propiamente dicho, ni, por cierto, una opinión pública europea.

Sucede que si los ciudadanos imprimen con su voto un giro a la derecha, las autoridades europeas no pueden ignorarlo; aunque después logren maniobrar con éxito para excluir de los acuerdos importantes a los extremistas de derecha e izquierda. En eso, dicho sea de paso, Europa no es como España: ahí fuera se habla sin reparos de extrema derecha y de extrema izquierda. Lo que resulta más incongruente es llamar a la participación popular, resaltar la conveniencia de acercar a los ciudadanos a las instituciones europeas e incluso encomiar el funcionamiento de la llamada “iniciativa popular europea”… pero escandalizarse cuando esos mismos ciudadanos –bien que con elevados porcentajes de abstención– dan su apoyo a partidos de extrema derecha. Dicho de otra manera, si la legitimación de la UE debe ser democrática y no tecnocrática, hay que atenerse a las posibles consecuencias.

En suma: si la premisa es que Bruselas tiene que seguir ganando competencias frente a los parlamentos nacionales, el refrendo democrático se antoja imprescindible justo cuando más difícil resulta obtenerlo. Pero eso solo se conseguirá si el proyecto comunitario es percibido como una herramienta funcional para mejorar la vida de los ciudadanos; en caso contrario, sonarán todavía con más fuerza los cantos de sirena del aislacionismo nacional. Así que recae sobre los actuales dirigentes europeos la responsabilidad de acertar; tienen que hacer lo necesario para que ese sentimiento no se intensifique. Para los que nacimos con Delors y conservamos una fuerte querencia europeísta, máxime en un país que a duras penas sabe gobernarse a sí mismo, no es la situación más deseable: una Europa infalible habría sido preferible. Como ya no tenemos veinte años y sabemos que tal cosa no existe, solo queda acostumbrarse y defender –cada uno en la medida de sus posibilidades– aquello en lo que aún no hemos dejado de creer.

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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