Hoy casi nadie recuerda ya el horror que significรณ la Segunda Guerra Mundial. Todos sabemos lo que pasรณ, claro, pero se trata de un conocimiento distante. Es como si los campos de exterminio, el Holocausto, el totalitarismo, no tuvieran que ver con nosotros. Como si hubieran acontecido en un tiempo remoto y en un lugar que no se parece a nuestra pacificada Europa. Y sin embargo ocurrieron aquรญ mismo hace no tanto. Si se piensa detenidamente, es inevitable un gesto de extraรฑeza, pues nuestro discernimiento democrรกtico apenas es capaz de aprehender la barbarie. Es entonces cuando surge, desde las fosas abisales de la conciencia, una voz aterradora: ยฟPor quรฉ?
Hannah Arendt nos enseรฑรณ que lo mรกs terrible del nazismo es que sus atrocidades no las cometieron monstruos desalmados. Resulta tentador pensar asรญ, concluir que aquellos soldados uniformados no eran humanos, sino bestias. Sรญ, eso rebaja el nivel de desazรณn. Pero no. Eran personas. Como usted y como yo. La mayorรญa no presentaba signos de enfermedad o psicopatรญa, y en su vida privada se comportaba como gente corriente: respetaba las normas sociales de conducta, amaba a sus hijos y su esposa, disfrutaba de una buena sobremesa, de la mรบsica, el teatro.
Si el infierno se materializรณ en Europa es porque no se hizo presentar como un averno. Llegรณ de puntillas, ataviado de normalidad. Si en 1933 los europeos hubieran sabido dรณnde iba a desembocar aquella suma agregada de acciones aparentemente triviales que mรกs tarde nos llevรณ a las mรกs hondas vergรผenzas de nuestra especie, estas nunca habrรญan tenido lugar. Pero entre 1917 y 1939 quebraron dos tercios de las democracias continentales en un proceso que Mosse bautizรณ muy bien como la โbrutalizaciรณn de la polรญticaโ. Aquel periodo de entreguerras estuvo protagonizado por un relativismo moral que promoviรณ, disculpรณ o tolerรณ acciones que de forma incremental escalaron hasta los lรญmites superiores de la destrucciรณn.
Arendt explicรณ el nazismo como un periodo en el que los alemanes suspendieron el diรกlogo con su conciencia interior. No es que fueran malas personas, pero, en tiempos de crisis y con el concurso necesario de unas รฉlites corruptoras, las personas corrientes son capaces de desprenderse de sus viejas costumbres morales y adoptar otras nuevas, simplemente por observaciรณn e imitaciรณn de sus vecinos. Entonces se da un nuevo estatus de normalidad a lo que otrora pareciรณ injustificable.
Los alemanes se sentรญan los perdedores del mundo posterior a la Gran Guerra. El tratado de Versalles se viviรณ como una humillaciรณn y el crash del 29 golpeรณ con dureza a los trabajadores. En ese contexto, es posible que el discurso de Hitler sonara radical, pero millones de alemanes entendieron que, mรกs allรก de la vehemencia, aquel hombre defendรญa sus intereses y decรญa las verdades que los otros partidos no se atrevรญan a decir. Despuรฉs, la historia tomรณ una inercia vertiginosa, que concluirรก con Adolf Eichmann declarando en Jerusalรฉn que su papel en la โsoluciรณn finalโ no era mรกs que el de un mero funcionario, un burรณcrata que se encargaba de que los trenes de la muerte partieran con puntualidad.
Ahora sabemos que el infierno sucediรณ, pero nos negamos a aceptar que pueda volver a ocurrir. Esta negaciรณn tiene que ver con la incapacidad para reconocer el mal cuando se tiene delante. Porque el mal es sibilino, taimado, banal. Hitler no llamรณ a la puerta de los alemanes presentรกndose como un genocida. Llamรณ presentรกndose como un seductor, como un contador de verdades, como un patriota.
A pesar de que Arendt hablaba del deber de no olvidar, hemos olvidado. Occidente vive un nuevo periodo de entreguerras de los paรญses pacificados. Esto no quiere decir que la democracia estรฉ a punto de sucumbir y el mundo vaya alumbrar un nuevo Hitler. Sin embargo, hemos suspendido el diรกlogo interior con nuestra conciencia, de tal modo que somos incapaces de reconocer el mal cuando llama a nuestra puerta. Lo ilustrรณ muy bien, hace unos aรฑos, ese retrato actualizado de la banalidad del mal que es Breaking Bad.
Walter White era un brillante profesor de quรญmica que vivรญa con lo justo. Tenรญa un hijo adolescente con parรกlisis cerebral y su mujer estaba embarazada. Un dรญa le diagnostican cรกncer. Entonces decide introducirse en el negocio de la metanfetamina para poder costearse el tratamiento mรฉdico y almacenar el capital suficiente para que su familia pueda salir adelante en caso de que รฉl muera. White iniciarรก una carrera delictiva meteรณrica, pero el espectador se descubrirรก justificando su conducta durante demasiado tiempo, y solo abominarรก de รฉl cuando ya sea demasiado tarde para salir de allรญ moralmente ileso.
Aquella serie nos recordaba que el mal siempre se presenta como una contingencia anodina que no requiere de protagonistas de una maldad extraordinaria, solo de personas normales con preocupaciones normales en un momento de crisis. Tambiรฉn nos demostraba quรฉ fรกcil es hacernos empatizar, y hasta simpatizar, con el mal.
Cada vez que decimos que el ataque de un candidato a las minorรญas โno es para tantoโ. Cada vez que justificamos el discurso del odio como โuna forma de hablarโ. Cada vez que pasamos por alto la persecuciรณn a la prensa libre. Que no le damos importancia al cuestionamiento de la ciencia. Cada vez que afirmamos โcuando gobierne serรก mรกs moderadoโ. O โen realidad no piensa hacer esoโ. Cada vez que ponemos un โperoโ a la frase โyo no soy racista/machista/homรณfoboโ. Cada vez que decimos de un candidato que โal menos dice las cosas como sonโ, estamos quitando una piedra de esa torre moral e institucional que tanto nos costรณ edificar y que llamamos democracia liberal.
Si somos demasiado jรณvenes para recordar la Segunda Guerra Mundial, recordemos entonces Breaking Bad. Y estemos preparados, porque, cuando el mal llame a nuestra puerta, no descubriremos a Hitler al otro lado del umbral. En su lugar encontraremos a un hombre que se presentarรก como un trabajador. Nos dirรก que ha venido a proveer para el futuro, que su preocupaciรณn es nuestro bienestar, y tendrรก el mismo aspecto banal, la misma sonrisa cรกlida, la mirada paternal de Walter White.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politรณloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.