La teoría de las “ventanas rotas” —o “cero tolerancia”, como también se le conoce— sugiere que es posible prevenir la conducta criminal si se detecta y acota en su incidencia más pequeña. Si se le pasa por alto, el crimen más intrascendente —graffiti, una ventana rota en un acto casi travieso de vandalismo— puede derivar en otros actos peores porque, entre otras cosas, revelará la ausencia del orden y la ley. La experiencia revela, claro, que hay que irse con tiento: su aplicación a rajatabla ha derivado en abusos de autoridad tan o más peligrosos que la conducta criminal que pretende evitar. Pero es innegable que hay algo de cierto en su premisa básica: la evasión cotidiana del castigo tras cometer actos reprobables y sancionables genera un clima de impunidad que corroe la buena marcha de una sociedad. Como en el más mínimo entorno que necesita de un gobierno, donde no hay consecuencias, hay excesos.
Permítame remitirme a un contexto que, supongo, le resultará conocido al lector: el deporte amateur, específicamente las ligas de futbol de aficionados en las que algunos tenemos (o tuvimos) el gusto de jugar. Hace unos días, en una conversación telefónica con un amigo, supe de un episodio reciente que, creo, vale la pena compartir. Pero no sin antes ofrecer una comparación.
Al llegar a Estados Unidos aprendí muy rápidamente que la bravuconería mexicana no tenía espacio en la resolución de conflictos. Ocurrió en una cascarita a la que me invitó un grupo de amigos estadounidenses. En el partido había un par de rivales particularmente violentos. Bien entrado el primer tiempo, uno de ellos cometió una falta desagradable que derivó en una avalancha de gritos y provocaciones de todo tipo, a la que me uní con estridencia muy mexicana. En México, pensé, aquello hubiera degenerado inevitablemente en una bronca. Para mi sorpresa, nadie se puso ni un dedo encima. En el descanso, el amigo que me había invitado me llevó a un lado y, para mi vergüenza, me advirtió: “no se te vaya a ocurrir pegarle a nadie. Aquí llega la policía y te vas a la cárcel”. Naturalmente, me sentí apenado por dar la impresión de un tipo capaz de perder la cabeza a ese grado, pero también me resultó un episodio revelador: nadie había cedido a la tentación de los golpes porque las consecuencias serían inmediatas y clarísimas. A una acción ilegal, una reacción legal; sin importar que todo fuera por un partidito de futbol.
Volvamos a México.
En nuestra llamada telefónica, mi amigo me contó de una liga en la que juega por el rumbo del sur de la ciudad de México, cerca del Eje 10. Dice que la calidad es aceptable y que incluso de pronto se aparece por ahí algún futbolista retirado. Los equipos juegan bien uniformados y los árbitros se toman en serio su trabajo. Es, en suma, una liga competitiva y competida. Como ocurre con frecuencia en sitios así, la tensión muchas veces amenaza con desbordarse, tal y como sucedió en aquel partido amistoso en Los Ángeles. La diferencia es que, en México, la impunidad absoluta ha dado pie a lo que, en la crónica que escuché, suena como una situación absurda y peligrosa. Resulta que hay un equipo que, sin importar resultado o circunstancia, gusta de agredir a los rivales. Me dicen que hay un tipo en particular que grita, incita y tira puñetazos. Si alguien del equipo contrario se atreve a responder, otro de los jugadores, un gigante de mala pinta y vocación violenta, interviene de inmediato, soltando un remolino de golpes con la única intención de hacer daño. “La semana pasada”, me dijo mi amigo, “golpeó en la cabeza a alguien de nuestro equipo. Si le da en la cara o el cuello, lo mata”. El agredido eventualmente fue a dar al hospital. El agresor hizo algo peor: se acercó a la banca sugiriendo que alguien sacara una pistola: “ya sácala, cabrón”. De ahí a la tragedia hay un paso muy pequeño. Mi amigo quiso pedir el nombre de los agresores a los administradores de la liga pero sus compañeros de equipo le aconsejaron que no lo hiciera: “aguas: no sabemos quiénes son estos tipos”.
¿Cuál es la diferencia entre el desenlace de la tensión futbolera amateur en Estados Unidos y en México? La única variable distinta es la impunidad. En México, el agresor golpea y amaga con usar un arma porque sabe que se saldrá con la suya. En Estados Unidos, la mesura impera porque las consecuencias son de todos conocidas, y son ineludibles. No hay palancas, conocidos, mordida o escapatoria que le ahorre la justicia a un bravucón que se ha pasado de la raya. Es la diferencia entre la seguridad y la inseguridad. Y tiene consecuencias mucho, mucho más allá de las canchitas de futbol de la colonia.
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.