El chuletón de Max Weber

Si la sociedad siente que las medidas de sostenibilidad son injustas, no están explicadas y no dejan espacio a la libertad personal, el gran reto de la supervivencia del planeta será imposible de acometer.
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El miércoles 7 de julio el ministro de Consumo, Alberto Garzón, publicó en Twitter un vídeo de seis minutos en el que instaba a los españoles a comer menos carne. El actual nivel de consumo de este producto tiene un impacto ambiental nada desdeñable mientras que las dietas excesivamente basadas en la carne, sobre todo la roja, están cada vez más asociadas a problemas de salud. De ahí que el ministro afirmara que su mensaje se debía a su doble preocupación “por la salud de nuestros conciudadanos y por la salud de nuestro planeta”. En su vídeo Garzón añadía, entre otras cosas, que no es cuestión de dejar de hacer barbacoas familiares o con amigos, pero sí recomendó “no hacerlas de manera habitual”. El contenido de este vídeo prendió la polémica, que terminó de avivarse hasta el paroxismo del ridículo cuando el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, replicó un día más tarde desde Lituania, donde estaba de viaje oficial: “A mí, donde me pongan un chuletón al punto… ¡eso es imbatible!”.

Entre unas cosas y otras, el debate se disparó en diversas direcciones, según el eje ideológico que se le imprimiera al asunto. En eso que llaman las redes, no faltó quienes acusaran a la izquierda de autoritaria y casi de tendente al estalinismo al pretender dictar a los ciudadanos que hay que comer y qué no y con qué frecuencia; tampoco faltó quien interpretó el episodio como un nuevo conato de crisis de gobierno; o quien tiró de puritanismo ecologista y acusó a aquellos que comen carne como seres inmorales o malos ciudadanos puesto que si estamos en un momento crítico en el que está en juego la supervivencia misma del planeta y de la especie humana, aquellos que comen carne estarían colaborando, sean conscientes o no, con el lento exterminio.

La ética ecologista y el espíritu del capitalismo sería un libro que debería escribirse para abordar todas estas cuestiones. Pero, entretanto, lo que esta polémica y este debate en torno a la sostenibilidad del chuletón trae de forma subyacente es otro concepto del implícitamente citado Max Weber: lo que el sociólogo alemán denominó la jaula de acero de la modernidad.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, especialmente, desde la caída del Muro de Berlín, vivimos en eso que se ha dado en llamar la posmodernidad (aunque no haya una definición consensuada sobre el término; hasta hubo unos años, sobre todo los 90 y hasta probablemente la crisis de 2008, en los que parecía que se llegaba a asemejar la Posmodernidad a aquel pretencioso fin de la historia que anunció Francis Fukuyama…). En este caso, prefiero acogerme a la sencillez de Gianni Vattimo y señalar que la posmodernidad no es más que la modernidad con medios de comunicación de masas, como señaló en La sociedad transparente. Este libro fue publicado antes del auge de internet (en 1989), la telefonía inteligente y las redes sociales, fenómenos que abundan mucho más en esa posmodernidad descrita por el filósofo italiano, entonces predigital y ahora cada vez más digital y, por lo tanto, globalizada e instantánea, de ahí el fenómeno de los bulos masivamente distribuidos (fake news) y su consecuencia inmediata de la falta de credibilidad como síntoma de estos tiempos (lo que lleva, como consecuencia de un mundo cada vez más complejo, ultraconectado y, por lo tanto, cada vez más incomprensible y contraintuitivo, a las teorías de la conspiración).

La posmodernidad, como sucedía con la modernidad, se alimenta de una tensión genuina, que alcanzó su paroxismo en Auschwitz y que en estos tiempos digitales ha vuelto a renacer con fuerza: la dialéctica entre la Ilustración y el Romanticismo. Y es esta tensión la que subyace a la polémica del chuletón y del consumo de carne.

Isaiah Berlin describe en Las raíces del Romanticismo (2000: 44-45) cómo “el giro particular que le dio la Ilustración consistió en señalar que […] hay solamente un modo de descubrir [las] respuestas, y es gracias al uso correcto de la razón”. La consecuencia de esto es obvia, sigue Berlin: “No existe razón alguna por la que tales respuestas, que después de todo han producido exitosos resultados en el mundo de la física y la química, no puedan ser igualmente aplicables a aquellos campos, mucho más problemáticos, de la política, la ética y la estética”. Y, añadiríamos: y al consumo de carne.

Ésta es la base de la Ilustración de Kant y su sapere aude y contra su exceso es, precisamente, contra lo que reacciona ferozmente el Romanticismo. Rüdiger Safranski observa en su Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán (2018: 174) cómo los románticos sintieron que los postulados ilustrados habían provocado “el desencanto del mundo a causa de la racionalización”. El racionalismo ilustrado llevó, sigue el filósofo alemán (2018: 174), a que «los ámbitos de la vida y del trabajo se organizan cada vez más según la forma de una racionalidad instrumental […] Lo racional y lo instrumental juntos ―concluye Safranski― se condensan en lo que Weber llama la jaula de acero de la modernidad”.

Es por esto por lo que los escritores románticos denunciaban (Safranski, 2018: 175) que el crepúsculo misterioso ha[bía] cedido su puesto a una artificial luz del día […] Esta luz gris de la Ilustración corriente –añade Safranski– se producía para los románticos no solo en las cabezas sino también en la realidad social, que ellos experimentaron como un mecanismo cada vez más reglamentado y uniforme”.

Es justo esta reacción la que ha saltado con la polémica del consumo de carne y del imbatible chuletón. Y no es la primera vez que sucede ni será la última. Se dice, y con razón: “Hay que escuchar a la ciencia y actuar conforme a ella”. Sin embargo, por otro lado, se observa cómo cada vez más ciudadanos sienten que lo que se logra con esa actitud es una receta de cómo hay que vivir que puede acabar resultando opresiva, sobre todo para las clases populares: camine al menos 12.000 pasos diarios, no consuma más de equis calorías al día, tome cinco piezas de fruta, no beba alcohol, coma más verdura, duerma al menos ocho horas, acuéstese pronto, su coche diésel destruirá el planeta, no fume, no vea mucha televisión, ¿aún no tiene instaladas placas solares en su vivienda?, tome la menor cantidad de azúcar posible, no cene hidratos de carbono regularmente, le sobran unos kilos, aprenda a cómo sentarse correctamente para evitar lesiones de espalda, si quiere ir a tal sitio no improvise siquiera: Google le dirá la mejor ruta, intente consumir productos de temporada, evite los alimentos procesados y las grasas saturadas… y ahora, consuma poca carne y limite el número de barbacoas que hace con sus amigos.

No es extraño que, ante esto y planteado así, con toda la evidencia científica que hay tras ello en la cuestión de fondo, emerjan las mismas reacciones que aquellas que emprendieron los románticos contra el racionalismo instrumental ilustrado. La razón, con toda la razón que tenga, si se percibe como esa razón instrumental que pretende regular todas y cada una de las facetas de la vida de las personas, acaba por sentirse opresiva al no dejar espacio a la realización personal: nadie quiere tener la sensación de que toda su vida desde que se levanta hasta que se acuesta está programada, aunque ese programa esté completamente basado en argumentos racionales y científicos.

No es una reacción nueva, como decimos. La hemos visto en los últimos años muchas veces. En parte, sucedió cuando la UE optó por imponer a los países la receta alemana de la austeridad como presunto remedio para la crisis desatada en 2008. La lógica que sustentó esta decisión se basó, básicamente, en lo siguiente: “Los economistas, los técnicos, los expertos en la materia, han concluido que la única solución es que los Estados deberán adoptar la austeridad y hacer recortes”. Ése fue, más o menos, el relato, presentado en este caso como la razón de “la ciencia económica”, una especie de ecuación matemática impepinable ante cuyo resultado uno no podía revelarse del mismo modo que uno no puede rechazar el teorema de Pitágoras o una ley de la física.

La economía presentada como un mero tecnicismo tampoco es algo nuevo. También sucedió en los primeros años románticos. Safranski recuerda (2018: 176) cómo “la Ilustración práctica fue experimentada como el gobierno cada vez más poderoso de la actividad económica. ‘Desde la muerte de Federico Guillermo I ningún Estado’, escribe Novalis en tono de lamento, ‘ha sido administrado como si fuera una fábrica tanto como Prusia’”.

En parte, en respuesta a este planteamiento de la austeridad presentado fundamentalmente como racional, científico, ilustrado, ante el cual, por lo tanto, no hay oposición posible, aquel diputado británico proBrexit, Michael Gove, exclamó en 2016 aquello de: “¡La gente está harta de los expertos!”. Por supuesto, la frase de Gove tenía también mucho de negación de la verdad, de relativismo puro, de trumpismo, de fomentar la incredulidad propia de la posmodernidad del bulo. En cualquier caso, lo que sucedió es que las recetas de austeridad se acogieron con rechazo, sobre todo por las clases populares que, como siempre, acabaron llevándose la peor parte. Y esto es lo que temen ahora, lógicamente, con las recetas de la sostenibilidad.

Hay una amplia evidencia científica que indica que el excesivo consumo de carne no es sostenible para el planeta ni saludable para la salud de las personas. Pero si a un fumador le recuerdas constantemente y sin más que fumar es malo sólo consigues que le entren más ganas de fumar y que deje de escucharte. Las recetas para la sostenibilidad del planeta no funcionarán y mucho menos serán bien recibidas por las clases populares si se plantean de ese modo, simplemente apelando a una objetividad científica que ha de aceptarse sin rechistar.

Sustentar las políticas de sostenibilidad en el mero y perezoso relato de que hay que hacerlo queramos o no porque la ciencia así lo dicta y se acabó, no parece el modo más sutil de hacer estas propuestas atractivas y seductoras y, sobre todo, de que sean percibidas como justas y solidarias por la mayor parte de la ciudadanía, que siempre sospechará, no sin razón, que las clases altas se podrán saltar esas normas y ellos se llevarán la peor parte. Si la sociedad siente que las medidas de sostenibilidad que se propongan son injustas, no están explicadas y además son opresivas y no dejan espacio a la libertad personal, el gran reto de la supervivencia del planeta será imposible de acometer.

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Manuel Ruiz Rico es periodista.


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