La semana pasada, el anuncio de las nominaciones a los premios Oscar dejó atónita a la prensa española, cuando distintos medios consideraron a Antonio Banderas como un actor de color.
En El País, por ejemplo, al periodista Guillermo Alonso le pareció grave que dos revistas especializadas, Vanity Fair, y el portal de cine Deadline, definieran a Banderas como no blanco, y se preguntó por qué a otros actores europeos, como Jonathan Price, Anthony Hopkins o incluso a Penelope Cruz no se les definía igual que a Banderas.
La pregunta es válida, pero en el Estados Unidos actual, donde hace tiempo vivimos el caos de la proliferación de clasificaciones étnicas, raciales y de género, y donde el lenguaje políticamente correcto sigue su marcha implacable, no hay respuesta coherente.
En 1977, recién llegado a Los Ángeles para hacer mi posgrado, me tocó vivir una experiencia semejante cuando la empleada que recibía mi solicitud para inscribirme en la Universidad me informó que racialmente yo no era blanco sino “latino”.
Sorprendido, le pregunté qué significaba eso de “ser latino” y me contestó que las personas como yo, de nombre español, éramos latinos. Le contesté que la palabra latino era una invención semántica y que, desde luego, no designaba una raza; le expliqué que toda mi vida, correcta o incorrectamente, me habían clasificado como blanco; le dije que si nos poníamos muy exigentes quizá podríamos coincidir en que yo era mestizo. Ya un poco fastidiada, me contestó que ni mestizo ni mulato eran palabras aceptables. De nada valieron mis argumentos, porque el Censo y las reglas de la institución dictaban que alguien con nombre en castellano no podía ser blanco. Punto.
Unos días después del incidente, escuchando al dramaturgo rumano Eugene Ionesco, entendí la naturaleza surrealista de mi experiencia cuando dijo este genial aforismo: “tomad un círculo, acariciadlo y se volverá vicioso”. Ahí está la clave, me dije, la cuestión racial en Estados Unidos es un misterio tremendo y fascinante porque presenta un sinnúmero de variantes.
Eso sí, hay que ser justos y aceptar que ni Hollywood ni la prensa norteamericana tienen la culpa del enredo. Si hubiera que señalar algún culpable del embrollo, ese sería el gobierno norteamericano, que ha venido estableciendo y cambiando las clasificaciones raciales del Censo con base en consideraciones políticas.
En Estados Unidos la clasificación racial empezó a finales del siglo XVIII para distinguir a los blancos de los negros esclavos. Al señalar las diferencias entre ambos, intentaba resolver la contradicción entre el derecho natural de los seres humanos a ser libres y la esclavitud. La división de la gente en base a su origen geográfico, a sus facciones, al color de su piel obedeció a razones políticas del grupo dominante y sirvió para justificar que se diera un mejor trato a unos que a otros.
A principios del siglo XX, los inmigrantes españoles, italianos, griegos, irlandeses o alemanes eran considerados menos blancos que los ingleses; hasta 1930, el Censo en Estados Unidos consideraba blancos a los mexicanos y a los japoneses.
En los años 70 y 80 el Censo incorporó algunas recomendaciones de los grupos pro-derechos civiles, y a partir de 2000 el gobierno decidió que los estadounidenses podían ser de varias razas. Hoy, aunque el racismo persiste, la idea de la raza como concepto biológico está completamente desacreditada, entre otras causas por la movilidad de las personas y los procesos de mestizaje.
Me imagino que a Banderas, que ya ha representado al Zorro, el Che Guevara o Pedro Almodóvar, la controversia le ha causado gracia, porque según mis fuentes él se define como latino/hispano/blanco/español/europeo.
Escribe sobre temas políticos en varios periódicos en las Américas.