El Medio Oriente después de Saddam Hussein

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La rápida victoria de Estados Unidos en Iraq alteró de manera radical el mapa político del Medio Oriente. Una gran mayoría de los países de la región recibieron con un silencioso pero elocuente beneplácito la desaparición de Hussein. Sin el dictador iraquí, Egipto podrá recuperar el liderazgo del mundo árabe; Irán tendrá un margen para retrasar la carrera armamentista que buscaba la disuasión en dos frentes —ante Estados Unidos e Iraq— y consolidar un régimen moderado sin ayatolás de por medio; Jordania se deshizo de un aliado por demás incómodo, y Kuwait se libró de una amenaza directa a su soberanía.
     Turquía se mueve también en un escenario más positivo en el Medio Oriente postHussein. Los kurdos iraquíes apoyaron sin fisuras la ofensiva estadounidense: la caída de Saddam ha fortalecido ya la autonomía de su territorio dentro del nuevo Iraq y, a la vez, los ha maniatado. La presencia estadounidense evitará cualquier intento de los kurdos de Iraq por extender su lucha nacionalista a la población kurda dispersa en cinco naciones diferentes. La contención del nacionalismo kurdo, resultado indirecto de la guerra, es una bendición para Turquía, que alberga a doce millones de kurdos y que previsiblemente reforzará, como cabeza secular del mundo islámico, sus lazos con Estados Unidos, la OTAN, la Unión Europea e Israel. Arabia Saudita, por su parte, se verá pronto liberada de las bases estadounidenses que han alimentado los agravios fundamentalistas.
     Sólo un país árabe resintió la destrucción del régimen baathista en Iraq: Siria. En contra de sus propios intereses y los de su país, el presidente Bashar Assad, que heredó el poder pero no la inteligencia de su padre, apoyó a Saddam Hussein enviándole armamento, abriendo su frontera con Iraq a voluntarios proiraquíes y, probablemente, ayudando a Saddam a ocultar parte de su armamento químico y bacteriológico. Más grave aún, a los ojos del gobierno de Bush, Assad alberga en Damasco importantes oficinas de grupos terroristas palestinos, como la Jihad o Hamas, y ha mantenido el patrocinio —en una extraña alianza con los ayatolás iraníes— del grupo fundamentalista Hezbollah en el sur del Líbano, un país dominado por los sirios. Con el apoyo o bajo las órdenes de Damasco, el gobierno libanés ha pospuesto la entrada del ejército y la evacuación de Hezbollah en la frontera con Israel desde la retirada unilateral de Israel del área en mayo del año 2000. No sorprende que el gobierno estadounidense haya mandado una dura advertencia a Assad en el momento de concluir la guerra en Iraq, y que Estados Unidos haya encontrado un socio inesperado en su ofensiva verbal contra Damasco: el ministro de asuntos extranjeros francés Dominique de Villepin anunció, a principios de mayo, que había llegado elmomento de que Siria se retirara del Líbano. Sin aliados que lo apoyen, Bashar Assad aceptará tarde o temprano las demandas estadounidenses y francesas. El nuevo presidente ha hundido a Siria no sólo en una parálisis diplomática, sino también económica. Sin el petróleo que Saddam suplía a Siria a precios por debajo del internacional, Assad no tendrá otra salida que cooperar con Estados Unidos.
     Es difícil saber con exactitud qué tipo de proyecto abriga el gobierno de Bush para el Medio Oriente postSaddam. Tiene entre las manos la difícil tarea de reconstruir Iraq económica y políticamente —desde el establecimiento de instituciones y una nueva moneda hasta la formación de un nuevo gobierno federal y democrático. Lo cierto es que aplicar la teoría dominó que han diseñado los neoconservadores del Pentágono para la región (y que supone que, a partir de un Iraq democrático, las monarquías y los regímenes autoritarios que dominan el mundo islámico —con la excepción de Turquía— caerán uno tras otro como resultado del efecto de demostración de la democracia liberal que establecerán en Iraq) parece una labor imposible. Y sin una reforma política profunda, cualquier intento de modernización económica fracasará también.
     El 9 de mayo, Washington dio a conocer un proyecto para crear un área de libre comercio entre Estados Unidos y el Medio Oriente para el año 2013. El acuerdo —muy similar al fracasado intento europeo de 1995, que pretendía unir comercialmente doce países mediterráneos— presupone una amplio abanico de medidas preliminares: acuerdos bilaterales de inversión, reformas estructurales y, para muchos de los futuros miembros, la participación en la Organización Mundial de Comercio. Los beneficios para las naciones de la región serían muy altos, a juzgar por el éxito que ha tenido el tratado de libre comercio que mantiene uno solo de los países de la región con Estados Unidos: Jordania. Las exportaciones jordanas a Estados Unidos eran de apenas siete mil millones de dólares en 1987. Como resultado del acuerdo, el país exporta ahora al mercado estadounidense 420,000 millones de dólares.
     Más allá de los lastres económicos de la región y el autoritarismo que domina la mayoría de los países, el éxito de la reconstrucción nacional iraquí, de la teoría dominó en cualquiera de sus versiones y de la modernidad económica, depende de la credibilidad de Estados Unidos. Nada la ha erosionado más en los dos últimos años que la continuación del conflicto palestino-israelí. Ningún proyecto estadounidense prenderá en el Medio Oriente si no se restaura la estabilidad política en la región, y ésta pende antes que nada de la resolución al conflicto israelí-palestino. Estados Unidos perderá la credibilidad que aún conserva si los gobiernos, y sobre todo la llamada “calle árabe”, perciben a Bush como un árbitro parcial dispuesto a presionar tan sólo a los palestinos.
     Por ello, el famoso Mapa del Camino, el último de los muchos proyectos de paz que Occidente ha tratado de imponer a israelíes y palestinos, tiene una importancia fundamental para el futuro distante y cercano del Medio Oriente. El plan diseñado por el Cuarteto conformado por las cúpulas de Rusia, la ONU, la Unión Europea y Washington, es mucho más vago y ambiguo que el acuerdo de Oslo, el Plan Mitchell o el proyecto Tenet, que establecían un calendario estricto y dejaban tan sólo los problemas más intratables para la negociación final. A saber, el status futuro de Jerusalén, el destino de los refugiados palestinos, el uso de recursos acuíferos y las fronteras de un Estado palestino. La primera fase del Mapa del Camino busca tan sólo detener la violencia, congelar el crecimiento de los asentamientos ilegales israelíes en los territorios ocupados, y sentar a los contendientes ante la mesa de negociaciones.
     Aun antes de conocer los resultados de la reunión entre Bush y el primer ministro israelí Ariel Sharon, que se llevará a cabo en Washington el 20 de mayo, no es exagerado afirmar que pocas veces un plan de paz ha nacido bajo auspicios más negativos. El nuevo gobierno palestino encabezado por el primer ministro Mahmoud Abbas, mejor conocido como Abu Mazen, tendrá que luchar en varios frentes para cumplir con el alto a la violencia terrorista que exige el Mapa. Los grupos terroristas que pretenden acabar por la fuerza con la ocupación israelí —y en algunos casos, con el Estado de Israel mismo— han multiplicado sus fuentes de apoyo entre la opinión pública palestina desde el estallido de la segunda Intifada a fines del año 2000. Cuentan con los recursos y con los voluntarios para seguir asesinando civiles israelíes. Abu Mazen, por su parte, deberá actuar en un territorio fragmentado, con las limitaciones de movimiento que le impone la presencia de las tropas israelíes, una infraestructura destruida y a contracorriente de un alto porcentaje de palestinos que han caído en la trampa de la mentalidad milenarista de Hamas. Como si eso fuera poco, Abu Mazen deberá neutralizar los intentos de Arafat para erosionar su autoridad y mantener las riendas del poder efectivo, y enfrentarse con la miopía de Sharon.
     El primer ministro israelí no ha aceptado el Mapa del Camino. Desde un principio, impuso doce condiciones al plan. Entre ellas, la renuncia de los palestinos al derecho al retorno de los refugiados, que inundaría Israel con millones de palestinos. Las demandas de Sharon son innecesarias. Abu Mazen, él mismo un refugiado de la guerra de 1948, e incontables palestinos moderados saben que no se permitirá regresar a los hogares abandonados hace decenios. Sharon ha exigido asimismo que el Mapa del Camino avance de acuerdo con el desempeño de ambas partes, premisa tan evidente que era, desde un principio, innecesario explicitarla, y ha establecido que Israel no hará concesiones hasta que el nuevo gobierno palestino detenga la violencia.
     Las condiciones de Sharon son una sentencia de muerte para el Mapa del Camino. Si Abu Mazen no puede negociar con los radicales dentro de su propio campo blandiendo alguna ventaja del acuerdo, el Mapa del Camino no se aplicará jamás. Sharon parece creer que él es la excepción a la máxima que establece que nadie puede engañar a todos todo el tiempo. Apoyó verbalmente la creación de un Estado palestino y ha hablado en repetidas ocasiones de su disposición para hacer “concesiones dolorosas”. Éstas no tocarán jamás, al parecer, la premisa fundamental que le permitiría a Abu Mazen persuadir a las facciones palestinas radicales de que renuncien a la violencia, y que convencería al mundo entero de la buena voluntad de Sharon para negociar la paz: desmantelar los asentamientos ilegales en los territorios ocupados, y congelar el crecimiento de estas poblaciones. El problema de los asentamientos, que impediría en cualquier escenario el surgimiento de un Estado palestino, no está “en el horizonte” político de Sharon, y mientras el primer ministro israelí no incluya en su muy peculiar visión de la paz la necesidad de retirar a los pobladores israelíes del territorio del futuro Estado palestino, la estabilidad política del Medio Oriente y los grandiosos proyectos del Pentágono no pasarán de ser un sueño de opio. ~

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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