Ilustración: Manuel Monroy

El profeta Isaiah

Con la fundación de Israel, los judíos parecían tener solo dos alternativas: emigrar de los países donde residían o asimilarse. En la resolución de ese dilema, Berlin encontró su concepto de libertad negativa, a la que elevaría como valor supremo.
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La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana1 es el resultado de las seis admirables conferencias (editadas por Henry Hardy) que Isaiah Berlin pronunció por la radio de la bbc en el otoño de 1952. Se trata de una apasionada interpretación política de lo que Berlin percibía como el legado autoritario de seis filósofos: Helvétius, Rousseau, Fichte, Hegel, Saint-Simon y De Maistre. En una carta, T. S. Eliot había elogiado maliciosamente su “elocuencia torrencial”,2 y el filósofo Michael Oakeshott lo llamó un “Paganini de las ideas”.3 Pero el público lo colmó de cartas entusiastas.

Ese mismo año, un poco antes, Berlin se había enfrascado en el trabajo de estos mismos materiales, cuando pronunció las Mary Flexner Lectures (en el Bryn Mawr College de Pensilvania), con el título de “Ideas políticas en la época romántica”. Lelia Brodersen, quien fuera su secretaria durante el breve lapso de su estancia en Bryn Mawr, estuvo presente en las conferencias y las recordaría como un “furioso flujo de palabras, en frases hermosamente redondas” emanando de aquel profesor que, en un “auténtico estado de inspiración”, exponía las distintas formas de la libertad.

Se había preparado intensamente para impartir esas conferencias. Entre 1950 y 1951 –escribe su biógrafo Michael Ignatieff– Berlin “leía furiosamente” a los enciclopedistas (Diderot, Helvétius, Holbach, Voltaire) y a los románticos alemanes (Schelling, Herder, Fichte).4 Pero quizá la “furia” a la que alude Ignatieff tenía menos que ver con sus compromisos académicos que con el hallazgo de su propia vocación personal y su voz ante la historia.

La recepción entusiasta de las conferencias fortaleció sus convicciones. Tanto el título como el subtítulo eran indicativos de la fibra moral de Berlin, una fibra que recordaba a los grandes escritores moralistas del siglo XX y a los pensadores rusos que lo ocuparían en el futuro. Aún ahora –leídas, no escuchadas–5 tienen la resonancia de un llamado solemne que no reside solo en esas largas, fluidas oraciones, en esas cascadas de adjetivos punzantes y precisos que suenan elocuentes y naturales en la prosa de Berlin. Ignatieff dice que estas conferencias son “un hito de la radio británica [y] en la propia vida de Berlin”.6 Pero ¿cómo había llegado Berlin a este punto y a esta peculiar introspección?7

La posguerra imponía esas definiciones políticas y morales. Liquidado el nazismo, quedaba el totalitarismo soviético que, por el prestigio inicial de la Revolución rusa, la filosofía marxista que lo legitimaba y los progresos –reales o imaginarios– de su economía, implicaba un desafío intelectual para los críticos. Karl Popper había respondido a ese desafío con una vasta refutación filosófica del pensamiento totalitario de Platón a Marx;8 y George Orwell, tras escribir a lo largo de la guerra varios ensayos críticos sobre el Estado soviético y sus simpatizantes occidentales, había publicado Rebelión en la granja y 1984. En el otro extremo, varios colegas de Berlin (E. H. Carr, Christopher Hill, entre otros) reafirmaron su simpatía por la Unión Soviética y escribieron sendas historias de la Revolución bolchevique. En el caso de Berlin, el accidentado viaje de 1946 a Moscú y Leningrado (en el que Pasternak y Anna Ajmátova le revelaron las entrañas de ese universo represivo) había contribuido a reavivar su interés por el pensamiento y la literatura rusas del siglo XIX y a definir, paralelamente, uno de los temas principales de su obra: la crítica del Estado soviético a partir de sus precursores intelectuales y sus profetas. Pero fijar su postura ante las realidades de la posguerra no era el único dilema de Isaiah Berlin.

Su desempeño diplomático e intelectual al servicio de la Foreign Office en Washington (1940-1946) le había ganado un amplio reconocimiento en las altas esferas de la política estadounidense y británica, pero el fin de la guerra le había impuesto una vuelta al claustro del All Souls College en Oxford que no lo entusiasmaba particularmente. Y había preocupaciones de más fondo. A pesar de su sólida posición académica, Berlin se sentía un marginal: un filósofo profesional inclinado a la historia de las ideas y la literatura, un exiliado de la cultura rusa en el corazón intelectual de Inglaterra y, sobre todo, un pensador judío dividido –por momentos desgarrado– entre la voluntad de integrarse plenamente a la historia, la cultura y la sociedad inglesas, y el llamado de la historia, la cultura y la identidad de sus ancestros.

Entre todos los dilemas de Berlin, este fue quizás el más complejo y decisivo. Situado a años luz de sus estudios talmúdicos infantiles o sus ilustres antepasados jasídicos, Berlin aceptaba su identidad judía como un hecho biológico irreversible, una herencia cultural en la que se reconocía parcialmente y a la que fue fiel a sabiendas del “increíble costo en sangre y lágrimas que hizo de la historia de los judíos un lamentable martirologio”.9 Sin celo ideológico nacionalista simpatizó con el sionismo y, en sus años en Washington, entabló una relación estrecha con Chaim Weizmann (tan estrecha y comprometida que, según Ignatieff, Berlin le llegó a proporcionar información británica secreta). En julio de 1947, poco antes de la declaración de independencia de Israel, Berlin viajó con su padre por el inminente hogar nacional de los judíos, visitó a familiares cercanos que no veía desde la infancia y recibió continuas invitaciones (de Weizmann y aun de Ben-Gurión) a quemar sus naves oxonienses para establecerse en Israel con un alto puesto político. Ese era un camino posible, una vuelta plena al judaísmo, que coincidía con las prédicas morales de su propio padre.

Dos influyentísimos escritores de la época, Arthur Koestler y T. S. Eliot, postulaban ideas similares. En una entrevista publicada en mayo de 1950, Koestler sostenía que con la fundación de Israel, los judíos de la Diáspora tenían ante sí solo dos caminos racionales: emigrar a Israel o asimilarse de manera irrevocable a la religión y la vida de sus países de residencia.10 El argumento de Eliot –propuesto en unas conferencias de 1934, pero vuelto a circular por esos días– apuntaba en un sentido similar: los judíos podían replegarse legítimamente en su identidad religiosa (sus guetos) o asimilarse enteramente, pero para las sociedades que los acogían había “razones de raza y religión que hacen indeseable la presencia de grandes cantidades de judíos librepensadores”.11

Berlin tenía que responder. La disyuntiva –más allá del indignante antisemitismo de Eliot– parecía acotar su libertad en un sentido radical. Ambas vías –emigración o asimilación– suponían un acto de libertad entendida en un sentido positivo, como liberación de una antigua esclavitud. Podría elegir ser un judío libre en Israel (donde se había resuelto, por primera vez en dos mil años, la anomalía histórica del judío como paria en un ambiente ajeno y hostil) o podía renunciar a su identidad. Berlin respondió en un ensayo largo y apasionado cuyo contenido autobiográfico –me parece– no ha sido suficientemente calibrado. Se publicó en The Jewish Chronicle en el otoño de 1951 bajo el título de “Jewish slavery and emancipation”12 y en él postulaba una tercera posibilidad: la libertad entendida en un sentido negativo, la libertad para ser judío de la manera en que a cada uno –en particular al propio Isaiah Berlin– le pareciera mejor.

Para ilustrar el destino de los judíos en Europa, Berlin inventa una parábola. Unos extranjeros, por azar, se insertan en la vida de una tribu. Para sobrevivir, comienzan por familiarizarse con las costumbres y los hábitos de su entorno, y poco a poco llegan a conocerlo tanto o más que los miembros de la tribu: “Se convierten en la principal autoridad acerca de los nativos: codifican su lengua […] interpretan la sociedad nativa para el mundo exterior y cada año su conocimiento y su amor por esa cultura […] se incrementa.”13 Pero algo extraño ocurre en el camino: aunque los miembros de la tribu pueden apreciar, respetar y aun admirar el trabajo y la lealtad de los extranjeros, no pueden verlos sino como los otros, y piensan que precisamente en esa otredad reside su capacidad de ver e interpretar la realidad de la tribu: “su comprensión es demasiado precisa; su devoción, excesiva. Son expertos sobre la tribu, no miembros de ella. Son sus sirvientes, tal vez sus salvadores, pero no son homogéneos con ella”.14 Y la mejor prueba de que no son parte de la tribu es su excesiva complacencia: “se muestran muy ansiosos de agradar y, ciertamente, demasiado ansiosos de mostrar aquello que –según parece y de modo muy obsecuente– declaran insistentemente ser”.15 En la tribu, la insistencia de los extranjeros produce desconcierto y distancia, y sin embargo estos no cejan en su ilusión –su fantasía– de creer que son o pueden ser, si se esfuerzan, parte de la tribu. Todo a la postre es inútil: “entre más desesperadamente arguyan los extranjeros, más notoria se vuelve la barrera de su diferencia”.16 Es imposible estar en la tribu y conservar los atributos particulares (en especial los religiosos) que no son de la tribu. Equivale a estar entre la tribu pero no ser de la tribu.

Los nativos –explica Berlin– no ponen en entredicho su identidad: viven cómodamente instalados en ella. En cambio los extraños elaboran incesantemente en torno a esa identidad que los elude: la expresan, la recrean, la celebran. Berlin trae a cuento los casos de Heine y Mendelssohn, dos alemanes de origen judío que construyeron su obra “con un tipo particular de autoconciencia, ajena a los miembros normales de la comunidad”.17 Conversos ambos a la fe luterana, nunca lograron ser alemanes naturales como Goethe o Beethoven. Berlin sostiene que esa misma marginalidad explica la inclinación de los judíos a la interpretación (en las humanidades y las artes) más que a la creación: “los judíos, como los extranjeros que buscan perderse entre la tribu, se ven obligados a dedicar todas sus energías y oficios al entendimiento y la adaptación de los que depende su vida a cada paso”.18 Este extenuante proceso pudo desarrollar en ellos cierto genio “para la observación, la clasificación y la explicación”, y hasta una característica veneración por “los héroes y las instituciones de las naciones que los acogen”.19

Aunque Berlin, extrañamente, apenas menciona el desenlace de esa larga historia –la aniquilación de buena parte de los judíos europeos, incluidos los judíos ilustrados, que en Alemania se sentían más alemanes que los alemanes–, el “asombroso acontecimiento”20 de la fundación de Israel había cambiado de tajo aquella condición histórica. El nuevo Israel ofrecía a los judíos la posibilidad de abandonar libremente a la tribu que los hospedaba y echar raíces en su propia tribu. Pero asumir esa opción –sostenía Berlin, a diferencia de los sionistas militantes– no era un imperativo; y quizá fue precisamente allí, en la resolución de su dilema personal, en esa apasionada defensa de una tercera alternativa –la de permanecer en una condición imbricada e intermedia–, donde Isaiah Berlin encontró su concepto personal de la libertad, que más tarde aplicaría a la condición humana en general.

Para un judío, decidir su destino era ahora una decisión enteramente personal, no una decisión nacional ni tribal. Si optaba –como era, en cierta medida, su propio caso– por seguir viviendo como extraño en la tribu, estaba en libertad de hacerlo y asumir las eventuales consecuencias. Y la elección valía por ser libre, no como receta para la felicidad:

Si un hombre elige, de modo activo o pasivo, la incomodidad, la inseguridad de su condición, las humillaciones sociales de vivir como judío, ya sea de modo solapado o abierto, en un país que no quiere a los judíos, es en amplia y creciente medida un asunto suyo o de su familia. Podemos despreciarlo por carecer de orgullo suficiente, o denunciarlo por engañarse a sí mismo y augurarle futuros desastres, o felicitarlo por algún previsor utilitarismo, o por sacrificarse por el futuro de sus hijos, o por una admirable independencia o el desdén ante el prejuicio. A eso tenemos derecho. Pero es igualmente su derecho elegir la vida que él desee, a menos que su elección trajera al mundo demasiado dolor o injusticia.21

Y, en un párrafo airado, Berlin defiende la opción frente a Eliot: ser distinto, incluso irritablemente distinto, “no es un crimen; y ni siquiera Platón, ni Maurras, ni Eliot, así como ninguno de sus seguidores, tienen derecho de poner a los hombres, por esta sola razón, más allá de las fronteras de la ciudad”.22 Eliot recibió el ensayo e intercambió con Berlin una correspondencia que este, con los años, deploró por su propia obsecuencia.

Pero el paso estaba dado. Antes de postular la libertad negativa como valor supremo entre otros valores, Isaiah Berlin afirmó su propia libertad negativa dentro de la tradición judía. Un lugar riesgoso, incierto, incómodo, difícil, y a veces indigno, pero un lugar libremente elegido como suyo.

Berlin resolvió no volverse israelí. Fue una decisión que no solo lo liberó del dilema de la identidad sino que, además, le permitió arrostrar libremente el trabajo “imperativo”23 de aquello que consideraba típicamente judío. Las conferencias de la bbc que siguieron inmediatamente a su decisión constituyeron su primer gran momento como figura pública. Pero hay algo más allá del estilo. Lo que Eliot consideró operático y “torrencial” tenía quizá una naturaleza distinta, específicamente profética. Aunque en su niñez pasó por una escuela talmúdica y provenía de una prominente familia jasídica, Berlin tendía a negar el peso de aquellas experiencias tempranas en su formación intelectual. Pero la autodefinición intelectual de Berlin en “Jewish slavery and emancipation” incluía atributos que consideraba característicos de los judíos, como la capacidad “para el análisis del pasado, el presente y, en ocasiones, también del futuro”,24 que podía lindar con el profetismo. Él mismo había escrito que los extranjeros de su parábola “perciben –y no sin justificación– que son los mejores amigos de la tribu, sus defensores y sus profetas”.25 El dilema del judío europeo había contribuido a definir su vocación por la libertad. Ahora había que reivindicarla, con la voz de un profeta, de modo universal.

Llama la atención en este sentido el propósito vehemente de advertir al público (moverlo, conmoverlo) sobre el poder opresivo de ideas políticas muy antiguas y arraigadas. Hay en Berlin –como en Yaakov Talmón, su contemporáneo, autor de un libro sobre Political messianism– una inclinación a revelar el sustrato teológico en filosofías aparentemente objetivas y seculares: “esta es una doctrina teológica –escribe Berlin sobre la metafísica nacionalista de Fichte– y Fichte sin duda fue un teólogo en este sentido, así como lo fue Hegel, y no se sirve a ningún buen propósito si se supone que fueron pensadores seculares”.26 Al referirse al gozne entre los siglos XVIII y XIX (periodo específico en que surgieron casi todos aquellos “enemigos de la libertad”) Berlin apunta, no sin condenarlos, a “la extraordinaria densidad de sus mesías megalómanos”, hombres dotados con “ese poder único de penetración y de imaginación que estaba destinado a curar todos los males humanos”.27 Y, desde luego, los condena. En el momento más airado, Berlin aporta un brillante diagnóstico de la postura fichteana y de los horrores a los que conlleva, pero no refuta directamente esas ideas. Solo las describe y las fustiga como antecedentes del nacionalsocialismo. Y luego de citar el extenso pasaje en el que Fichte hace el llamado al destino trascendental de Alemania, Berlin no encuentra mejor recurso que el de enfrentarlo a otro profeta, Heine, en sus famosas visiones sobre Alemania: “Aparecerán fichteanos armados, cuyas voluntades fanáticas no podrán aplacar ni el interés egoísta ni el temor […] En Alemania se representará un drama en contraste con el cual la Revolución francesa parecerá un apacible idilio.”28

En los cinco perfiles restantes de La traición de la libertad, comprensiblemente, su crítica no alcanza la intensidad de la de Fichte. En cada caso, su método de exposición es el mismo: descubrir la secuencia lógica y biográfica de las ideas, para desembocar en la síntesis final, siempre adversa a la libertad. Así, por ejemplo, en Rousseau, el concepto de la libertad radical conduce a la idea de la “voluntad general”, ese “nosotros” social que no es la suma de los “yo” individuales sino una unidad mayor que los integra, y cuya autoridad colectiva Rousseau –en un “salto místico”– hace recaer en el Estado.29 El revelador retrato de Rousseau –a quien considera “el más siniestro y formidable enemigo de la libertad”– no está exento de simpatía: Berlin le concede alguna paternidad en la democracia participativa y elogia su espontánea desconfianza de las élites ilustradas en las que creía Helvétius.

También a Hegel le reconoce aportes sustanciales, como la incorporación de las artes y las ciencias en una visión integral de la Historia. Su recuento es esquemático pero claro: del atisbo metafísico al concepto de la dialéctica, la visión de los “héroes transhistóricos” como agentes protagónicos en la marcha inevitable de la Historia hacia la síntesis final, la razón universal representada por el Estado. En el caso de Hegel, el profetismo no es revelador sino crítico: lo considera el creador de la más influyente y opresiva “teodicea”30 de la Historia.

A la distancia, llama la atención la inclusión de al menos dos de los “enemigos” de la libertad cuyas ideas –en la arena de la historia– no parecen adversas del liberalismo: el utilitarismo de Helvétius y el productivismo de Saint-Simon. Quizá la inclusión tiene que ver con la propia noción berliniana de libertad. La libertad de Berlin es un híbrido de la libertad liberal y la libertad romántica. De esta, la segunda, el utilitarismo y el productivismo sí son enemigos. Sea como fuera, el retrato de Saint-Simon es probablemente el mejor del libro. Además de un “mesías” secular prototípico, Berlin lo considera “el más grande de todos los profetas del siglo XX31 por haber sido el primero en entrever las fuerzas económicas y tecnológicas de la historia. En cuanto al ensayo sobre De Maistre –al que Berlin dedicaría piezas mucho más amplias en el futuro–, lo que llama la atención es la atracción por el personaje de las antípodas que, como su alma gemela (el político y diplomático español Juan Donoso Cortés, admirado por Carl Schmitt, intelectual del nazismo), fue apologista irreductible de la monarquía, la Iglesia, el pasado y “la dictadura del sable”.

Aquellas conferencias de la bbc –escribe Ignatieff– “le aportaron una plataforma y una nueva audiencia. Se había convertido en un intelectual público –con el molde ruso pero en lengua inglesa”.–32 Y cabría agregar: con el tono de un profeta judío.

Para aquellos que escucharon las “torrenciales” conferencias por la radio, queda claro que Berlin acertó al revelar los diversos antecedentes del culto al Estado y, al mismo tiempo, defender las ideas de la libertad individual que fueron valor esencial de la “tribu” a la cual este “extranjero”33 se había incorporado: la tribu de la cultura británica. Y se convirtió en un profeta de mucho mayor alcance que las fronteras de su nación.

En 1948, Berlin le escribe a Chaim Weizmann haciéndole saber que su decisión de permanecer en Oxford “en esta hora de crisis para nuestra propia gente puede parecer un imperdonable egoísmo e incluso una suerte de frivolidad”.34 Pero no puede quedar duda de que, puesto en la balanza, este pensador que defendió la libertad humana con la profundidad y el temple de un profeta judío, había tomado la decisión correcta. “Nadie es profeta en su tierra.”35 Dentro y fuera de su tierra y de su tribu, en defensa de la libertad humana, Isaiah Berlin fue una clara excepción. ~

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Prólogo de Freedom and its betrayal:

Six enemies of human liberty,

que Princeton University Press republicó el año pasado.

 

 

 

 

 

 

 

 


1 La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana, edición de Henry Hardy, traducción de María Antonia Neira Bigorra, México, Fondo de Cultura Económica, 2006.

2 En la conferencia de 1955 “The literature of politics”, recogida después en T. S. Eliot, To criticize the critic and other writings, Nueva York, Farrar, Straus & Giroux, 1965, p. 137.

3 En su presentación de Berlin ante la London School of Economics, el 12 de mayo de 1953, antes de la conferencia que se editaría como “Historical inevitability”, lse Archives, Oakeshott 1/3.

4 Isaiah Berlin: A life, Londres, Chatto & Windus, 1998, p. 201. Existe una edición en español: Isaiah Berlin. Su vida, traducción de María Luisa Sánchez-Mejía, Madrid, Taurus, 1999, 496 pp.

5 Aunque sobrevive la grabación de la conferencia sobre Rousseau y puede escucharse en: http://bit.ly/14FHhQp

6 Op. cit., p. 205.

7 Ídem.

8 La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, Paidós, 2010.

9 “Jewish slavery and emancipation”, en The power of ideas, ed. Henry Hardy, Princeton, 2013, p. 198.

10 Maurice Carr, “Arthur Koestler’s renunciation”, en Jewish Chronicle, 5 de mayo de 1950. Cf. Arthur Koestler, Promise and fulfilment: Palestine 1917-1949, Londres, Macmillan, 1949, pp. 332-335.

11 After strange gods: A primer of modern heresy, Londres, Faber & Faber, 1934, p. 20.

12 Op. cit., p. 198.

13 Ibíd., pp. 202-203.

14 Ibíd., p. 203.

15 Ibíd.

16 Ibíd., p. 205.

17 Ibíd., p. 207.

18 Ibíd., p. 209.

19 Ibíd.

20 Ibíd., p. 215.

21 Ibíd., p. 219.

22 Ibíd., p. 224.

23 Ibíd., pp. 208-209.

24 Ibíd., p. 209.

25 Ibíd., p. 203.

26 La traición de la libertad, p. 97.

27 Ibíd., p. 140.

28 Ibíd., pp. 101-102.

29 Ibíd., pp. 69-70.

30 Ibíd., p. 135.

31 Ibíd., p. 140.

32 Isaiah Berlin: A life, p. 205.

33 The power of ideas, p. 207.

34 Enlightening: Letters 1946-1960, edición de Henry Hardy y Jennifer Holmes, Londres, Random House, 2009, p. 54.

35 Juan 4:44.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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