Una de las creencias que infunde más esperanza a la oposición demócrata a Donald Trump es que “no es un presidente popular”: ganó las elecciones con apenas 1.5% más de votos que Kamala Harris y nunca ha podido sostener más de 51% de aprobación ciudadana.
Pero, ¿qué pasaría si, pese a todo, Trump se volviera más popular? Es difícil, pero no imposible. Imaginemos, por ejemplo, que promete repartir 3 mil dólares por hogar de clase trabajadora a partir de la recaudación por los aranceles. O que va a redirigir el presupuesto de USAID y otras agencias descuartizadas por Elon Musk para crear empleos en los estados más afectados por la globalización. Sin importar la viabilidad de estas ideas, no es difícil imaginarse que podrían aumentar su aprobación. Con ello, el presidente podría alcanzar suficiente fuerza para ganar las elecciones intermedias, destruir los contrapesos institucionales que todavía le estorban y estar en posición para dejar la presidencia a J.D. Vance en 2028, con Ivanka o Eric Trump como vicepresidente, listos para retener el poder más allá de 2032.
En ese escenario de pesadilla, ¿habría periodistas serios en CNN justificando el daño irracional que causan los aranceles porque “se le están dando beneficios materiales concretos a la gente en dificultades”? ¿Habría voces autorizadas en The Atlantic diciendo que vale la pena perder el Estado de derecho porque Trump está “devolviéndole la dignidad” a los obreros del Rust belt? ¿Tendríamos artículos en el New York Times justificando una tiranía MAGA porque “no solo debemos juzgar a los políticos por cómo amasan poder, sino también por lo que hacen con él”?
Ese es el tipo de argumentos que usa Michelle Goldberg para describir lo que hoy pasa en México en el artículo “¿Claudia Sheinbaum es la Anti-Trump?”, publicado en inglés y español en The New York Times. En él, Goldberg hace un retrato sumamente halagador de la presidenta mexicana, al pintarla como una “brillante excepción” en un panorama muy oscuro, marcado por la “crueldad reaccionaria” y el ”sofocante machismo autocrático” de líderes “de extrema derecha” como Trump, Putin, Bukele y Milei. Apela a una virtud inherente en la identidad de la presidenta en tanto mujer, judía, científica y progresista, tratando de hacer un contraste con un Trump misógino, apóstata, enemigo de la ciencia y reaccionario. Y no escatima esfuerzos para destacar las políticas sociales del gobierno mexicano y su declarado compromiso con los más pobres, en contraposición a un trumpismo oligárquico y abusivo con las minorías más débiles. Para Goldberg, esas políticas son “progresistas” y “ampliamente populares”, lo que a su entender justifica, o al menos vuelve menos grave, la “erosión” de la democracia mexicana, el “deterioro” del sistema de salud, y el “lento” crecimiento de la economía, entre otros costos.
Siendo justos, el artículo de Goldberg no es un panegírico del nivel de otras piezas de medios internacionales, que han entrado sin pudor ni recato en el terreno de la propaganda pro Sheinbaum (¿recuerdan a “la niña que paró la guerra de Vietnam”?). La autora se encarga de citar tanto a apoyadores como a críticos del oficialismo, dándole su espacio a los argumentos de estos últimos. Sin embargo, es transparente su deseo de encontrar en las supuestas virtudes de Sheinbaum un contrapeso cultural y simbólico a Donald Trump. Y ese deseo le hizo ignorar o minimizar la evidencia que demuestra que Claudia Sheinbaum no se ha distinguido nunca por ser una gobernante que abrace en los hechos el progresismo ni, algo más importante, el compromiso con las reglas y valores de la democracia que se necesita para colgarse la medalla “anti Trump”.
A lo largo de la campaña presidencial de 2024, oposición y medios exhibieron señales abundantes del talante autoritario de Sheinbaum, su maltrato a los movimientos feministas y a las organizaciones de la sociedad civil, su falta de voluntad para rendir cuentas ante catástrofes como la pandemia y la Línea 12 del Metro, su ambivalencia ante el derecho de la mujer a decidir y su apoyo ciego a políticas clave del gobierno de López Obrador. Esas políticas han militarizado el gobierno, dañado gravemente el medio ambiente, negado el derecho a la salud a los ciudadanos y violentado los derechos de los migrantes. Nada de ello importó a los votantes, ni a la mayoría de los periodistas extranjeros que comentaban la política mexicana, dispuestos a endosarle en automático el adjetivo “progresista” o “de izquierda” a Sheinbaum como una suerte de sello de aprobación ética.
El sello era y es inmerecido. Como Donald Trump, Claudia Sheinbaum se ha encargado de impulsar con total disciplina la captura del Estado y la destrucción de las instituciones democráticas iniciadas por su predecesor. Como Trump, se ha rehusado a entablar un dialogo respetuoso con la oposición y ha solapado a miembros de su movimiento político acusados de delitos. Como Trump, ha deslegitimado a los medios y voces críticas de su gobierno y ha usado la propaganda y la mentira como armas para eludir la rendición de cuentas. Como Trump, se ha negado siquiera a discutir un cambio de rumbo en política económica, a pesar del daño que esta le pueda causar al futuro del país.
Cierto, hay algunas áreas, como la seguridad, donde la evidencia muestra que Sheinbaum se ha distanciado (afortunadamente) de los dogmas populistas de su antecesor, y eso se recoge con justicia en el artículo. Lo que no se relata es que ella ha sido férrea en la defensa pública de lo hecho por López Obrador. Como un médico que se rehusa a explicarle al paciente un cambio radical de tratamiento, la presidenta le niega a la sociedad las explicaciones que necesita para entender su propia realidad. Parte de esa cerrazón incluye la actitud inflexible e indolente de Sheinbaum con un grupo muy vulnerable que reclama a gritos el apoyo de la sociedad y del Estado: las mujeres que buscan por su cuenta a sus hijos y familiares desaparecidos. Si Goldberg quería hacer un retrato equilibrado de la presidenta, era obligatorio hacer referencia a su deficiente respuesta al hallazgo del “rancho de exterminio” de Teuchitlán, Jalisco, sin duda la mayor crisis política y moral que ha enfrentado su gobierno hasta ahora.
A medio artículo, la autora menciona, entre asombrada y divertida, que Luis de la Calle, uno de los líderes de opinión que entrevistó, “tenía en su oficina dos páginas escritas a mano con una lista de las similitudes entre López Obrador y Trump, a quienes describe como copias al carbón”. El problema es que las similitudes entre el movimiento MAGA y la autodenominada “Cuarta Transformación” no son solo una curiosa lista de anécdotas sobre personajes “extravagantes”, “audaces” y “verbosos”, como define la autora a López Obrador. Se trata de dos movimientos antidemocráticos centrados en el culto a la personalidad de sendos líderes demagógicos; movimientos que toman decisiones de modo autoritario en el nombre del “pueblo” sin importar el daño a sus sociedades; con discursos mesiánicos que alimentan la división y la desinformación; que eluden la rendición de cuentas por sus actos; que desprecian y sobajan a quienes disienten; y que tienen como objetivo central no la consecución de objetivos compartidos, sino la concentración del poder en manos de una nueva élite político-económica motivada por la venganza y el lucro.
No, Claudia Sheinbaum no es la “anti-Trump”. Pero más allá de expresar desacuerdo con una opinión sobre nuestra actual mandataria, lo que estás líneas quieren dejarle a los lectores como reflexión es una diferencia más relevante con Michelle Goldberg. Por bueno que nos parezca lo que un político hace con el poder, no se justifica que lo amase y lo use de manera autoritaria y abusiva. Por eso, la demagogia como forma de gobierno es inaceptable, así le pongamos el adjetivo de “izquierda” o de “derecha”, “progresista” o “reaccionaria”, “feminista” o “misógina”, “neoliberal” o “populista”, “trumpista” u “obradorista”. Todo ciudadano que quiera vivir en democracia debe recordar esto: el demagogo más peligroso no es con el que estamos más profundamente en desacuerdo, ni el que detestamos con mayor intensidad. El demagogo más peligroso es el que se gana nuestras mentes y corazones hablando de los ideales con los que estamos profundamente de acuerdo para avanzar su propia agenda descarnada de poder. Ni hacer a América “grandiosa” de nuevo, ni poner “primero” a los pobres, justifica entregar nuestra democracia a la demagogia porque, sin libertad, no encontraremos ni grandeza, ni justicia. ~