Se nos dan mal los números grandes. Sabemos representarlos, operar con ellos y hacer proyecciones, pero siempre necesitamos traducirlos a algo conocido. Las manifestaciones se miden en campos de fútbol, la energía en consumo de hogares… Tal vez así se explique la catatonia ante la muerte, en apenas cuatro semanas, de más de 16.000 personas.
Dicen que la distancia, física o temporal, debilita el sentimiento. En 2015 necesitamos la foto de un niño llamado Aylan para que las 3027 personas que murieron ahogadas en el Mediterráneo ese año se convirtieran en la clase de sufrimiento que se comprende sin intermediarios.
Ahora son nuestros padres, madres, abuelos, suegros, compañeros de trabajo. Mueren cerca, sin nosotros a su lado. Y eso debería rompernos el corazón. Hoy he sido consciente de lo hirientes que resultan los mensajes desenfadados de representantes e instituciones. Hoy he sido consciente de que aún no somos conscientes.
Quizás no ha habido suficientes fotos y sea necesario verlas para notar su pérdida sin precisar sufrir la muerte en nuestras propias carnes. La vulgaridad se alterna con el infantilismo y llena telediarios, periódicos y redes sociales. Es un espectáculo cada vez más grotesco a medida que volvemos la cara a la realidad y dejamos de contar a los muertos de uno en uno.
No sé si estamos incubando un shock postraumático o si lo esquivaremos usando la estadística. “La cuerda se rompe siempre por lo más fino” decía mi abuela Paca. Igual estamos ya rotos. Viviendo en la fotografía congelada de nuestras casas es difícil saberlo.
Habrá que hacer el luto. No hay manera saludable de esquivarlo. “Cuando todo esto pase” solo podrá ser atravesándolo. Llorándolo. Midiéndolo sin intermediarios. Lo haremos después, cuando pasen el miedo y la frivolidad que también es miedo. Pero ha de hacerse antes, no sea que, a fuerza de medirlos en campos de fútbol, nuestros muertos dejen de contar.
No sé si los que gestionan los procesos en esta tragedia colosal tienen algo pensado. Si cuentan entre sus asesores con psiquiatras, psicólogos o algún alma sensible capaz de percibir la vibración en el suelo. Temo la ola del tsunami. La quietud del aire.
Temo que cuando se abran las puertas de las casas nos encontremos unos a otros en la fila de la puerta del cementerio y se desate una locura ciega de ira.
No sabemos manejar números grandes. Somos seres de lo finito. De dosis. Deberíamos estar preparando la manera de tomar esta inmensa ración de dolor. Porque es demasiado grande. Mientras tanto, los que tienen altavoces, ya que no saben callarse, al menos hablen bajito. Estamos de luto aunque ellos aún no lo sientan.
Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.