Cuando lanzaron la convocatoria a la marcha en defensa del INE, pensé que podía ser un error; que si no sumaba una afluencia verdaderamente masiva, sería contraproducente. Si éramos pocos, el riesgo de que los legisladores (priistas, sobre todo) creyeran que podían aprobar la reforma electoral sin ningún costo político, me parecía grave.
El número de asistentes superó, por mucho –muchísimo– mis expectativas. Había tanta gente que cuando José Woldenberg daba su discurso en el Monumento a la Revolución, muchos seguíamos tratando de avanzar desde el Ángel. Caminamos, nos detuvimos a esperar a un amigo y la gente no dejaba de pasar. En lo personal, sentí esperanza de pensar que una causa tan abstracta como las instituciones electorales significara algo para tantos, al grado de que marcharan quienes nunca marchan.
Porque es cierto lo que dicen quienes se burlan de los asistentes por su extracción social: marcharon personas que normalmente no lo hacen, mayoritariamente de clase media y media alta, con lentes de sol, tenis muy limpios y camisas rosas de marca. Con solo tomar foto de la mayoría de los asistentes, el presidente podría fácilmente señalar a quienes identifica como sus antagonistas. Él mejor que nadie ha sabido capitalizar el enojo que genera la concentración de privilegios en este país y que se asocia a un fenotipo, sin que, también hay que decirlo, su gobierno haya hecho nada para cerrar esta brecha.
El presidente ha logrado hacer una caricatura de sus opositores: quieren mantener privilegios, odian a los pobres, odian a los morenos, son clasistas, racistas, hipócritas, cretinos. Todo eso se dijo la semana previa a la marcha, y se repitió esta mañana, desde la tribuna presidencial. No hay, para él y para muchos de sus seguidores, ninguna causa legítima en la defensa al INE. Le resulta inconcebible que algunos hayamos sido convocados solo porque creemos que funciona y debe seguir funcionando, que desbaratarlo no sería nada más un desperdicio de recursos ya invertidos y talentos capacitados, sino que pondría en riesgo la democracia. Porque contra lo que muchos llevan años diciendo, la democracia sí tiene a sus adeptos.
El discurso presidencial prende un pastizal de agravios legítimos porque también es cierto que muy pocos de los asistentes han estado limitados por la inoperancia del Estado. Lo que no resuelve lo público, pueden financiarlo en lo privado. Pudieron, por ejemplo, internarse en un hospital privado cuando les dio covid, y sus hijos no han sido desaparecidos por el Estado o por algún grupo criminal porque se rehusó a ser sicario. Sin embargo, en mi opinión, los culpables de que el color de piel o el nivel de ingreso sean tan determinantes en las posibilidades que se tienen son precisamente el Estado y el gobierno mexicanos. Si el IMSS funcionara, nadie, tampoco el presidente, iría a un hospital privado.
La estrategia de descalificación de la marcha residió mayoritariamente en señalar a individuos. “Yo no voy a marchar junto a tal o cual”, “¿Cuántos de los que van a marchar, marcharían por los desaparecidos?”, “¿Por qué las fresas no van a las marchas feministas?”. Estos y otros cuestionamientos vi en redes sociales. Estas opiniones revelan que la estrategia presidencial ha funcionado: muchos se sintieron incómodos de ser asociados a cierto tipo de personas, más que a una causa en particular. Los señalamientos de naturaleza identitaria se han vuelto populares no solo porque el presidente sabe utilizar estos estereotipos de manera muy eficaz, sino porque hay una tendencia mundial a acomodarse en la superioridad moral de algunas identidades, antes que en la incomodidad de desarticular argumentos uno por uno. Es más fácil –y políticamente más lucrativo– reducir la complejidad de las personas a la simplicidad de una sola identidad, que debatir los elementos (desde mi punto de vista regresivos) de la reforma electoral.
También hay que ser claros: la marcha no fue contra el presidente. La oposición (si es que eso existe como grupo homogéneo) no debe interpretarlo como un triunfo propio, precisamente porque hasta que alguno no encuentre esa causa que es capaz de articular bajo una consigna a quienes somos diferentes, no hay victoria electoral posible. Hubo, claro, quien quiso levantar la consigna en contra de Morena o el gobierno, y rápidamente una mayoría pedíamos que la marcha fuera apartidista. Creo que no todos los que marchamos votaríamos por una misma opción política, tal vez ni siquiera en contra de otra, pero también sería un error pensar que la marcha no significó una resistencia a las formas autoritarias de este presidente y que la victoria de la oposición en la Ciudad de México no es, por primera vez, una posibilidad.
Hubo quien jaló agua para su molino: legisladores, funcionarios y hasta Elba Esther. Hubo priistas que marcharon arropados, como Claudia Ruiz Massieu, y a quienes no dejaron ni siquiera integrarse, como a Alejandro Moreno. Quien dice que nadie marchó por la militarización no está leyendo la razón de la aceptación de una y del repudio al otro.
Vi a muchas personas de la tercera edad, marchando con bastón o en silla de ruedas y también a muchos niños. Vi a muchos perritos –por favor no los lleven a las marchas– y a mucha gente apoyando desde las banquetas. Las consignas no prendían mucho, pero había una sensación de fiesta. No sentí la incertidumbre nerviosa que he sentido en muchas marchas feministas. Los granaderos nos veían con pereza y los trabajadores de limpia con escepticismo. No hubo bloque negro, ni porros, ni grafiti. Pocas pancartas y pocos altavoces. También poco comercio. No vendían paliacates rosas, ni botellas de agua, como he visto en otras marchas. Creo que todos esperábamos a mucha menos gente.
¿Qué sigue? Yo creo que por lo pronto, pondrán en pausa la reforma electoral. Con el tamaño de la marcha, sería muy difícil que el PRI apoyara la modificación constitucional. No creo que marchar se vuelva costumbre para la gran mayoría de los que marcharon, pero creo que saberse parte de una multitud poderosa es algo a lo que muchos no querrán renunciar.
Sé que en este país de enormes diferencias y desigualdades, no es frecuente tratar de buscar los puntos comunes, pero, por lo pronto, creo que la marcha del domingo 13 es un recordatorio necesario de que podemos encontrarlos y de que la democracia es la única forma de dirimirlos. Que así sea.
Es economista, politóloga y especialista en discurso. Directora de Discurseros, sc.