Ramón González Férriz ha publicado un libro, La ruptura, que habla de nosotros. Es un libro breve, por razones evidentes. “Nosotros” es un pronombre cuyos contornos han ido menguando conforme en España avanzaba la polarización, pero que en algún momento reunió, en los aledaños electorales de PSOE y Ciudadanos, a una suerte de coalición extraparlamentaria con vocación reformista.
Casi todos teníamos una filiación profesional que nos vinculaba a la academia, los medios de comunicación o los partidos políticos, y empezábamos a tener cierta notoriedad en el espacio público o a ganar influencia en las esferas de decisión. Había también algunas personas que no encajan en ninguna de las tres categorías anteriores y a las que llamaré, si tienen a bien perdonarlo, intelectuales.
No pretendo hacer aquí una descripción de los participantes de aquello que se denominó Cachopos, porque, por inclinación marxiana, me interesan más los procesos que los accidentes históricos. Y todos éramos contingentes allí, pero creo que el relato de Cachopos sirve al propósito de explicar el país que no hace tanto fuimos. Y, quizá, el que podríamos volver a ser.
Cachopos era el nombre de un grupo de Whatsapp creado por Pedro Herrero para convocar a los invitados de unas cenas multitudinarias y periódicas, celebradas siempre en algún restaurante asturiano y con el consabido menú: chachopo. Con el tiempo, ese grupo se convirtió en un cauce cotidiano de conversación y debate político, y sirvió para forjar relaciones personales y colaboraciones laborales.
Ahora que está de moda hablar de prospectivas, vale la pena recordar que, en 2014, el propio Herrero y Nacho Prendes, entonces vinculados a UPyD, organizaron en Gijón las jornadas “Piensa un País”, para reflexionar sobre los retos de España y tratar de ofrecer soluciones desde las “políticas basadas en la evidencia”. En el propósito de aquellas jornadas y en algunos de sus ponentes pueden rastrearse el origen y la vocación de lo que sería Cachopos.
La Gran Recesión había desatado un profundo malestar social que propició el divorcio generacional de los jóvenes y los viejos partidos. Esa fractura se acabó traduciendo en la irrupción o ascenso de dos nuevas formaciones, Podemos y Ciudadanos. Ambas planteaban enmiendas al estado de cosas y censuraban la gestión de PP y PSOE, pero donde unos apostaban por la ruptura con el “régimen del 78”, otros se mostraban partidarios de su reforma.
De este modo, se dieron las condiciones estructurales para esa coalición informal de reformistas que fue Cachopos. Por un lado, había cundido el desánimo entre las élites intelectuales sentimentalmente vinculadas al PSOE. Los socialistas habían recibido un duro castigo electoral en 2011 por su gestión de la crisis, obteniendo el peor resultado de su historia. En 2014 Rajoy gobernaba con mayoría absoluta y, a pesar del relevo en el liderazgo que había jubilado a Rubalcaba y dado paso a Pedro Sánchez, nada hacía presagiar una súbita recuperación del PSOE. Los socialistas necesitarían aliados para volver al gobierno, y Ciudadanos, con un discurso de regeneración, modernización y reforma, parecía una alternativa preferible a Podemos, que no estaba en el debate de las políticas públicas, sino en la demanda de un nuevo “proceso constituyente”.
Por su parte, Ciudadanos era aún un partido emergente que necesitaba un socio mayor para la realización de su programa y, por la carga de su discurso sobre las ideas de regeneración y progreso, la socialdemocracia parecía un aliado natural. De hecho, la formación naranja todavía decía en sus estatutos que su ideología era precisamente esa: la socialdemocracia.
Así, fue la concurrencia de esa doble debilidad, la de un partido histórico en horas bajas y la de un partido joven que todavía no podía aspirar a liderar un gobierno, la que hizo posible la coalición que representó Cachopos. Compartíamos diagnósticos y también muchas recetas para superar los problemas del país. Nos parecían imperativas reformas que abordaran la dualidad del mercado laboral, la despolitización institucional, los incentivos a la corrupción, la reforma electoral o el abandono escolar temprano. Y, en otoño de 2017, nos uniría el rechazo a los desafueros del independentismo catalán.
Se daba, por tanto, una alineación virtuosa de cercanía ideológica, afinidad personal y necesidad mutua. El razonamiento era válido y fue casi viable políticamente. En 2016, Pedro Sánchez y Albert Rivera suscribieron el frustrado “Pacto de El Abrazo”, que puede considerarse la plasmación programática que más se acercó al ideario que sobrevolaba Cachopos.
Creo que los párrafos hasta aquí escritos pueden ser ampliamente respaldados por quienes allí estuvimos, y no quisiera adentrarme en los días posteriores, sobre los que no cabe ya un relato compartido. Baste decir que la moción de censura que descabalgó a Rajoy y entronizó a Sánchez tuvo graves repercusiones: en nuestro nivel micro, hizo saltar por los aires aquel chat informal; en el macro, alejó el momento reformista que se había inaugurado en las postrimerías de la Gran Recesión.
La debilidad había sido condición de posibilidad de una alianza estratégica que no sobrevivió a las engordadas expectativas de sus partes. Escudriñar las responsabilidades individuales en la ruptura de Cachopos carece de todo interés, aunque a algunos todavía nos inspire una reflexión interior. A este respecto, Raymond Aron evocó en sus memorias algunas tribulaciones en las que me resulta fácil reconocerme. El francés se admiraba de que en la generación que precedió a la suya “las amistades siempre resistieron los desacuerdos políticos”, y lamentaba que no fuera así en la propia. “¿Eran diferentes las generaciones en su origen o fueron muy distintos los desafíos de la Historia?”, se preguntaba.
En descargo de la generación de Aron cabe alegar el formidable reto de una guerra. Nuestros rencores, en cambio, prenden en los rescoldos de un “golpe posmoderno”. Y aunque no creo que ninguna verdadera amistad haya quebrado por concurso de la política, sí que hay extrañeza y alejamiento donde una vez hubo sintonía y confianza.
El libro de González Férriz concluye con tono pesimista, y sería insolente si yo proclamara aquí la posibilidad de restañar, de restaurar o restituir lo que fue y ya no es. Sería también un ejercicio fatuo, porque nuestras notas biográficas son accidentales y solo adquieren perfil sobre el fondo de una circunstancia. No somos tan importantes.
Las circunstancias hicieron posible la coalición informal que llamamos Cachopos, y sobre ese espacio a punto estuvo de construirse una coalición de gobierno. De igual manera, las circunstancias podrían volver a ser propicias a un momento reformista. Eso no significa que podamos transitar sin memoria el camino de vuelta a “El Abrazo”, ni siquiera los que tenemos la benefactora tara de ser desmemoriados, porque lo que entonces era potencia hoy es indeleble y pringoso acto. Han pasado muchas cosas, y nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Solo cabe una forma de redención: que aquellos que se unieron en la debilidad paguen por las faltas que cometieron por envanecimiento. Y en ello estamos. Que Ciudadanos se asome hoy a la extinción parece suficiente escarmiento y también empieza a vislumbrarse que Sánchez no será eterno. La recuperación del reformismo dependerá de esa cura de humildad que inflige la debilidad recobrada.
De las personas y las siglas políticas que puedan dar cobijo a la empresa no es hora ni lugar para hablar. Sí es preciso partir hacia destino sin que el fracaso original caiga en el olvido, aunque con generosa y plena conciencia de que servir al Estado exige tragaderas e impone los rigores de un régimen tan saludable como mortificante: yo lo llamo la “dieta del sapo”. Los estudiosos de las transiciones políticas han establecido que la democracia arraiga con más fuerza allí donde se ensayó previamente con frustrante resultado. Y otro tanto se cuenta de los emprendedores: todos han caído antes de alcanzar el éxito. Así, también los reformistas habrán de caminar con sus errores pasados a cuestas, como una cicatriz que no deja de doler nunca, y que les recuerda de dónde vienen y adónde van.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.