Muchos activistas estadounidenses de mi generación se formaron en la lucha por los derechos humanos en Guatemala o en los foros “intergalácticos” zapatistas. De ahí se llevaron varios hispanismos que introdujeron en el léxico militante de Estados Unidos. “We stand in solidarity with the indigenous pueblos”, decían, “they are our compañeros”.
Una tarde de 2003, en Miami, repasábamos la lista de acciones que nuestra coalición, South Florida against the FTAA, emprendería contra el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). “We’re having a ‘consulta’”, anunció una compañera del condado de Palm Beach. “¿Una qué?” preguntamos los demás al unísono, yo en particular porque en su pronunciación angloparlante la joven había dicho algo como “cansolta”. “A consultation?” preguntó un veterano del movimiento sindical, usando el cognado exacto. “No”, dijo ella, “una ‘consulta’, una reunión, como los zapatistas”.
Al principio la idea de la “consulta/cansolta” me pareció tan solo una excentricidad de unos gringos despistados. Pero no tardé en percatarme de que el neologismo capturaba perfectamente el desplazamiento semántico del término. A finales de los 90, en México una “consulta”, en el vocabulario de izquierda, era un ejercicio que mantenía las apariencias de un sondeo abierto a la opinión pública a fin de legitimar una postura propia acordada de antemano. Los jóvenes estadounidenses habían visto a través del cristal, y cortando de tajo a través de varias capas de significado, se apropiaron de la palabra “consulta” como sinónimo de “reunión de activistas” que tienen una postura común y buscan impulsarla políticamente.
Participé en innumerables consultas durante el auge del movimiento zapatista, la oposición a los tratados de libre comercio y la lucha por la gratuidad de la educación, y siempre supe que ante preguntas como “¿está usted de acuerdo en que se debe solucionar el conflicto en Chiapas por la vía pacífica?” o “¿está de acuerdo en que el Estado debe garantizar la gratuidad de la educación superior?”, palabras más, palabras menos, solo cabía una respuesta legítima: “sí”. En todo momento tuvimos muy claro lo que íbamos a presentar al final de cada ejercicio. A nadie se le habría ocurrido que al final de la consulta sobre el reconocimiento de derechos y cultura indígena, por ejemplo, alguno de los organizadores se iba a parar frente a la prensa a anunciar que la mayoría de los participantes se oponían a reconocer los Acuerdos de San Andrés.
Para ser completamente franco, no creo que hubiera nada malo en ello. Nuestras consultas eran actos de movilización social con base en una agenda transparente y pública. Nosotros las financiamos de nuestros bolsillos, fotocopiamos las boletas, sacamos la mesa del comedor a la calle y nos preparamos nuestras propias tortas de queso de puerco para aguantar las jornadas con el único fin de llamar la atención y generar apoyo para nuestra causa. La consulta era una táctica de difusión y lucha frente a lo que considerábamos la cerrazón de los medios y el gobierno federal.
Por ello, frente a la consulta sobre el nuevo aeropuerto de la Ciudad México que organizó Morena a pedido del presidente electo, la pregunta que cabe hacerse no es si el ejercicio es válido o no, si la votación es confiable o no. La pregunta es: ¿cómo es que un futuro gobierno federal, electo con el 53% de la votación y la mayor cantidad de votos en la historia de México, con claras mayorías en ambas cámaras del congreso y gobiernos locales, y una enorme legitimidad para tomar e implementar decisiones, terminó reducido a la condición de activista sin recursos, sacando la mesita a la plaza y robándole a la abuela el frasquito de violeta de genciana (que a través de los años sigue mostrando más eficacia para curar los fogazos que para garantizar la inviolabilidad de la voluntad popular) para llevar a cabo un acto que solía tener cierto simbolismo, pero que como ejercicio de sondeo de la opinión pública es una vacilada?
La respuesta que se me ocurre es: porque la consulta sobre el aeropuerto era la única manera de salir de la trampa en la que la demagogia de Andrés Manuel López Obrador había metido al nuevo gobierno aun antes de entrar en funciones.
AMLO nunca estuvo de acuerdo con la opción de construir el nuevo aeropuerto en Texcoco. Hay muchas razones para coincidir con esa postura. Estudios serios, como los de la organización civil PODER, muestran que la construcción de la obra monumental sigue el mismo esquema de capitalismo de cuates que ha sido la norma durante el sexenio de Peña Nieto: contratos sin licitación, uso de fideicomisos privados para ocultar el financiamiento público, etcétera. Por otro lado, el asunto del impacto ambiental del nuevo aeropuerto es un debate abierto.
Pero que la opción Texcoco sea una mala opción o una opción legítima construida de manera cuestionable, no hace viable, por default, alguna otra alternativa. Descartado Texcoco en su discurso de campaña, AMLO se sacó la opción de Santa Lucía de la manga. El lopezobradorismo es, entre otras cosas, el arte de convertir las políticas públicas en cartas a los reyes magos. “Vamos a construir dos pistas en Santa Lucía” se convirtió en el mantra de la campaña, repetido tantas veces que terminó por convertirse en opción viable, en el universo del entonces candidato, mucho antes de que se realizara el primer estudio técnico.
“Dos pistas en Santa Lucía” es el equivalente aeroportuario de “se ahorrarán 500 mil millones cuando se acabe la corrupción para dar universidad a todos” o “se construirán 4 refinerías en todo el país” y un largo etcétera. Al presidente electo no le importan tanto los detalles como la conciencia de que la solución de los problemas está en su muy ambiciosa varita mágica.
Así llegó el 1 de julio pasado y la constatación de que el discurso de campaña se tendrá que traducir en un programa de gobierno y que, en ese contexto, la discusión sobre los aeropuertos es más un asunto de análisis técnicos muy rigurosos, incluyendo los impactos ambientales y sociales, y menos de arengas a las masas. Y fue en ese momento que AMLO no supo dar el estirón. El presidente electo más votado en la historia no pudo actuar como próximo representante del Estado mexicano, con toda la autoridad legal y legítima para estudiar con seriedad las opciones, aun si una ya estaba en marcha, y proceder con base en las conclusiones así alcanzadas, aunque implicaran cancelar Texcoco y volver al pizarrón porque Santa Lucía no es viable. El próximo presidente se refugió en su pasado activista, apeló al pueblosabio, y ahora tendrá que embarcar al gobierno federal en un embrollo legal y financiero para cancelar Texcoco y construir dos pistas al ladito de la autopista México-Pachuca, ya que Santa Lucía obtuvo el 69% del millón y pico de votos, según los organizadores de la consulta.
“El pueblo nunca se equivoca”, se dirán los viajeros en la salida de Indios Verdes en camino al nuevo aeropuerto, “y mucho menos los que hacen consultas para interpretar su voz”.
Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.