La semana pasada, el extraordinario discurso de Michelle Obama en la Convención Nacional del Partido Demócrata se volvió “viral” en las redes sociales. Ahí leí varios comentarios lamentando que México no tenga liderazgos políticos como el de la primera dama de Estados Unidos, o como el del propio presidente Obama. Por ejemplo, una amiga expresó: “en México estamos a mil años de tener políticos así”. Otra señaló con tristeza: “no puedo sino sentirme desamparada porque [el discurso de Michelle Obama] fue grande, pero fue allá. Acá no atino encontrar una personalidad con un nivel de congruencia y contundencia semejantes, donde pueda ver reflejados mis valores o lo que aspiro para este país […] ¿Quien será, quién es, nuestra Michelle?”.
Hace casi tres años, el primer artículo de esta bitácora trató precisamente de responder a la pregunta ¿por qué no hay más discursos como los de Obama en México? Una de mis varias hipótesis era que nuestra cultura política no empodera al individuo. Entonces escribí:
“Los grandes discursos de Luther King, Mandela, Gandhi, Churchill, Kennedy y Obama tienen una característica común: apelan a la voluntad, la responsabilidad y el esfuerzo individual como la principal herramienta de transformación de sus sociedades. Emocionan porque te hablan, te empoderan y te piden que hagas algo en lo que crees. En México, en cambio, nos gusta pensar que nuestros gobernantes son los responsables únicos del éxito o del fracaso nacional. Y ellos refuerzan esta inmadurez democrática con discursos que se vuelven soliloquios autoreferenciales: “yo voy a hacer esto; yo me comprometo a lo otro; yo, yo yo..” No retan a la gente a pensar, a actuar, a cambiar de actitud y a tomar las riendas del país. Así, lo único que se refuerza es un ciclo ilusión-decepción-cinismo-apatía que socava la vida pública.”
Por eso pienso que en México tiene más aceptación y arrastre un discurso como el de Donald Trump que uno como el de Barack Obama. ¿Por qué? Porque el de Trump está basado en una idea simple: una división tajante entre el pueblo (bueno) y el gobernante (malo) –de ahí que sea un discurso populista. El pueblo no tiene ninguna responsabilidad en lo que está pasando: es un espectador o peor, una víctima de las decisiones y omisiones del gobernante. En esta narrativa, el líder (Trump) es el protagonista, y el pueblo es un personaje de apoyo. Todo lo que se necesita del pueblo es llevar al líder al poder. Una vez instalado ahí, él se encargará de resolverlo todo, por sus muchas virtudes. El pueblo es un niño que necesita protección y guía. El líder es el padre severo, que protege, castiga, premia y reparte o niega su cariño y atención según su voluntad.
¿No debería decirnos el líder cómo resolverá los problemas? ¿No debería pedir nuestra ayuda? Para nada. Lo importante es que la gente tenga claro de quién es la culpa de los problemas. No la responsabilidad: la culpa. Porque cuando uno busca responsables, también tiene que imaginar soluciones. Pero cuando uno busca culpables, lo que se necesita es una autoridad fuerte que los castigue. Que construya muros para mantenerlos fuera o cárceles para mantenerlos dentro.
Además, en este tipo de discurso, el líder no ofrece escuchar. Más bien habla, y mucho, porque él es “la voz” del pueblo. Y no dialoga: decide, porque es en su voluntad de cambio donde reside la esperanza para el pueblo, no en la acción colectiva, no en la organización de la sociedad, mucho menos en el cambio de la conducta individual. Si este padre autoritario falla, el pueblo se burlará de él, lo insultará y maldecirá en voz baja. Pero lo seguriá obedeciendo, con una mezcla de sufrimiento y desprecio, tal como los mexicanos hacemos con nuestros líderes actuales.
En contraste, el discurso al estilo de los Obama pone el énfasis en motivar a cada miembro de la audiencia para que se asuma protagonista de la historia. En su narrativa, los “malos” no son los políticos, o los ricos, o los mexicanos, o los musulmanes. Los “malos” son los “cínicos”, los que no tienen valores ni convicciones, los que no creen en nada ni en nadie. Los que se quejan sin hacer nada. Los que critican y no aportan. Los que ven el mal y la injusticia y los toleran por miedo, comodidad, conveniencia, lucro o apatía.
Obama lo dijo así en el discurso de la Convención Nacional Demócrata:
“La democracia no es un deporte de espectadores. Estados Unidos no se trata de un “Sí, ÉL podrá”(Yes he can). Se trata de “Sí, NOSOTROS podemos” (Yes we can).”
Y en otra parte del discurso, refuerza el argumento:
“Nuestra fuerza, nuestra grandeza no depende de Donald Trump. De hecho, no depende de ninguna persona en particular. […] Nuestro poder no viene de algún autoproclamado salvador que promete que él solo restaurará el orden. […] Nuestro derecho es la capacidad para darle forma a nuestro propio destino. […] Estados Unidos nunca ha sido lo que una persona dice que hará por nosotros. Siempre ha sido lo que podemos hacer nosotros, juntos, a través del difícil, lento, a veces frustrante, pero siempre perdurable, trabajo de auto-gobernarnos.”
¿Tendremos algún día líderes que hablen y sean como Obama? Depende de los valores que nosotros premiemos en nuestros líderes políticos. Si seguimos “gimiendo en la orfandad”, esperándo al líder que resuelva todos los males de la patria en seis años, entonces nunca vamos a encontrar a nuestro Obama. Por esa vía, seguro encontraremos a nuestro Trump.
Pero, si como dice Obama, entendemos que el cambio está en nosotros, que nosotros somos los protagonistas de nuestro destino, que la suma de nuestras decisiones individuales es lo que le da forma a la sociedad y a la política, entonces tendremos los oídos más abiertos para escuchar las palabras de esos liderazgos éticos que llaman a la acción. Lideres que, como los Obama, no te piden que creas en ellos, sino al revés: te piden que creas en ti, y al hacerlo, te dan la fuerza para actuar. Porque ni la democracia ni los seres humanos somos perfectos. Pero la democracia sí nos da el espacio y la libertad para tratar de ser mejores.
Especialista en discurso político y manejo de crisis.