La España inestable (que ama Puigdemont)

La herida por la cuestión catalana condena a España a la inestabilidad y la discusión identitaria permanente.
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El juicio en el Tribunal Supremo a los dirigentes independentistas catalanes, al margen de ir desmontando el relato de la fake DUI que Oriol Junqueras y compañía intentan instalar con la colaboración de algunos medios, como si la hemeroteca y la memoria colectiva se hubieran borrado de repente, deja un retrato desolador de la España política actual. Los que se creían más listos que nadie y que, por lo tanto, estaban por encima de la ley para conseguir su ansiada república catalana (son por tanto los principales responsables), y los que “no sabían nada” de lo que pasaba en Cataluña (Rajoy, Zoido, Santamaría) ni en escalafones inferiores de su administración, condujeron al país a una crisis territorial, pero también sentimental, de la que no se ve salida fácil. El proceso independentista puesto en marcha por Artur Mas en 2012, pero planeado décadas antes por Jordi Pujol, cuando en 1990 diseñó con el “Programa 2000” como una obra de ingeniería social, ha sido y es sobre todo un fracaso político. La derrota de las élites.   

La decepción es inevitable, el pesimismo, también: la herida por la cuestión catalana condena a España a la inestabilidad permanente y a no salir de la discusión identitaria. Una trampa posmoderna que refuerza la voz populista.  Las propuestas planteadas con mayor o menor fortuna -reforma federal de un estado ya federal, 155 permanente, alguna modalidad de referéndum- no reúnen consensos. Más bien polarizan. Y en ese contexto, el anuncio de Pedro Sánchez de una nueva cita con las urnas el 28 de abril es el certificado de que, además, la política española ha entrado en un preocupante proceso de italianización. 

Los síntomas son evidentes: vaivén institucional provocado por la convocatoria permanente de elecciones (las de abril serán las terceras generales en tres años y medio, sin contar las catalanas, municipales, andaluzas…), campañas electorales eternas, macedonia de siglas, partidos cada vez más debilitados en sus estructuras internas y desdibujados ideológicamente, platós de televisión y redes sociales que han sustituido a los parlamentos como ágoras de debate, concatenación de polémicas tremendistas que ocupan grandes espacios en los medios para ser rápidamente olvidadas… Hoy podemos decir que “las mamachicho” desaparecieron de nuestros televisores pero ganaron la guerra cultural. 

En los ya caducos manuales de teoría política, que muchos profesores universitarios aún guardan con nostalgia fin de época en algún estante secundario, si algo diferenciaba el sistema político del español del italiano -tanto tiempo puesto como paradigma de la inestabilidad continental- eran los ciclos de gobierno largos que aportaban solidez institucional. Un valor que el gobierno de Mariano Rajoy vendió a Bruselas en los años más duros de la crisis económica para evitar rescates draconianos. Un comodín en la mesa negociadora que, lamentablemente, ya ha caducado.    

La irrupción en 2014 de los nuevos partidos, Ciudadanos y Podemos, con sus jóvenes y catódicos líderes, Albert Rivera y Pablo Iglesias, con la arrogancia del que se sabe novedad en la pista de baile, fue celebrada como la evolución del modelo bipartidista a uno más acorde a la pluralidad y los matices de la sociedad española. No obstante, el paso de los años y de las elecciones ha configurado un escenario político más fragmentado en la peor de sus acepciones y polarizado hasta extremos inimaginables. Un clima que ha favorecido la emergencia de Vox, y en el que pacto o es una rareza o es visto como alta traición.    

La llamada a las urnas de Sánchez fue provocada por el no independentista a los presupuestos generales del Estado y celebrado por Carles Puigdemont en su refugio de Waterloo. El expresidente de la Generalitat, prófugo de la justicia española merced a las deslealtades de la Unión Europea, celebró la decisión del líder del PSOE en su cuenta de Twitter casi como una victoria personal. No es para menos. Sus únicas posibilidades de seguir siendo el líder indiscutible del independentismo radical, que es el único que decide y casi existe hoy en Cataluña, son las de trasladar la inestabilidad política catalana al Congreso y paralizarlo. Que el caos salte del Parlamento catalán a la Carrera de San Jerónimo para que la arquitectura de 1978, que tanto esfuerzo y concesiones por parte de todos los implicados exigió, ahora colapse. 

Los primeros pasos de este plan le están saliendo más que bien. La victoria de Puigdemont sobre los sectores más pactistas del convulso espacio posconvergente, independentistas fetén como Carles Campuzano o Marta Pascal, son ahora repudiados por “posibilistas”, en ese magma de hooligans unilateralistas que ha tomado las riendas de proceso, nos acerca a la España inestable que quiere y necesita el expresidente de la Generalitat. Y está contando con la inestimable colaboración de los cinco jinetes del narcisismo (Pedro, Pablo, Albert y Santiago), enfrascados en una cruenta batalla en la que hay mucho de animadversión personal, junto a sus prisas por acumular poder, que convierte en quimera cualquier tipo de acuerdo o consenso.  

Con una crisis territorial abierta, una situación económica internacional que acumula nubarrones, España necesita con urgencia líderes menos egocéntricos, que aprecien la calma, el reposo, el sosiego y la prudencia como virtudes del buen gobernante. Necesita políticos que no estén tan pendientes de los sondeos y los dictados de los gurús de turno, que miren menos Twitter, las redes sociales en general y House of Cards en particular; que pisen calle, recuperen la empatía necesaria con aquellos que no piensan como ellos pero que son sus conciudadanos; que no entiendan la política como una competición deportiva en la que sólo hay vencedores o vencidos. En definitiva, España necesita hombres de Estado.

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Iñaki Ellakuría es periodista en La Vanguardia y coautor de Alternativa naranja: Ciudadanos a la conquista de España (Debate, 2015).


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