La necesidad del feminismo

Frente al feminismo populista, es posible un feminismo construido en torno a los principios de la democracia liberal y la noción de ciudadanía.
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El título de este artículo es intencionadamente ambiguo. Cuando hablo de “necesidad” estoy usando simultáneamente un argumento determinista y otro normativista. El feminismo es necesario en tanto es inevitable, pero también es necesario, o así trataré de argumentarlo, desde el punto de vista de la deseabilidad social.

Vivimos días de convulsión feminista. Reivindicaciones como la de los movimientos #MeToo o #TimesUp, que han destapado escándalos de abusos larvados en la industria de Hollywood desde hace décadas, han alcanzado trascendencia global. La última gala de los premios Goya estuvo protagonizada por reivindicaciones femeninas y el próximo día internacional de la mujer, el 8 de marzo, tendrá lugar una huelga de mujeres para exigir igualdad en el mercado laboral.

No obstante, sería un error atribuir el momento feminista a estos movimientos. Creo que una lectura opuesta nos ofrece una visión más realista de lo que está sucediendo: estos movimientos son la expresión de la maduración de las condiciones materiales que lo hacen posible.

Marx afirmaba que nunca se alcanzan “relaciones de producción nuevas y superiores antes de que las condiciones de existencia de las mismas no hayan sido incubadas en el seno de la propia antigua sociedad”. Y añadía una afirmación muy interesante: “De ahí que la humanidad siempre se plantee solo tareas que puede resolver”. 

Nos encontramos ante dos hechos: por un lado, se han creado las condiciones materiales para plantear socialmente un debate sobre la desigualdad de las mujeres. Por el otro, el hecho de que esta discusión esté teniendo lugar nos sugiere que tenemos la capacidad para resolver el problema.

Parecería entonces que el reto es muy sencillo: existe un problema de brecha salarial, o de infrarrepresentación de las mujeres en puestos de responsabilidad, o de abusos producidos en base a relaciones de poder, así que solo nos queda poner los medios para atajar estas desigualdades. No es tan sencillo, claro.

La historia siempre avanza a trompicones. Hegel dirá que la historia es una sucesión de “antinomias” que van superándose, y de cuya superación resulta el devenir de la verdad. Marx partirá de esta idea para plantear su lectura de una historia hecha de antagonismos que permiten avanzar hacia la racionalidad. No es exactamente un argumento moralista al estilo kantiano: no se trata de oponer el ser al deber ser, sino, más bien, de “descubrir” la razón inherente a la realidad.

La dificultad reside en que la superación de esta contradicción de género provoca inevitablemente tensiones y reacción. Por un lado, hay una parte de la sociedad, mayoritariamente masculina, que bien se opone frontalmente a toda reivindicación igualitarista, bien no cree que existan razones objetivas para las reivindicaciones feministas, bien cree que estas reivindicaciones han ido demasiado lejos.

Por otro lado, hay un sector del feminismo, con los recursos suficientes para capitalizar el movimiento, que ha extremado el carácter de sus exigencias, propiciando no solo la beligerancia de los más reaccionarios, sino también el escepticismo y la desconfianza de un sector amplio, también mayoritariamente masculino, que debería ser un aliado en el camino hacia la igualdad.

En España, esa radicalidad feminista ha sido capturada por los sectores populistas. El nuevo feminismo populista persigue una redefinición del significante “feminismo” para convertirlo deliberadamente en excluyente y, de ese modo, poder apropiárselo. La convocatoria de la huelga de mujeres del próximo 8 de marzo ha sido redactada por organizaciones afines a Podemos con una intencionalidad clara: asociar al feminismo otros atributos que expulsen de él a sus representantes más moderados. El populismo parece haber soslayado el fin último de la igualdad para hacer del feminismo una herramienta al servicio de la dialéctica amigo-enemigo.

Además, los sectores anticapitalistas han identificado el feminismo como la única causa con ambiciones económicas y laborales de vocación universal, razón por la que la consideran un instrumento útil para poner fin al capitalismo: “Somos un movimiento internacional diverso que planta cara al orden patriarcal, racista, capitalista y depredador con el medio ambiente”, han asegurado. Por supuesto, se trata de una finalidad trasnochada y sin visos de éxito, pero sí efectiva en su papel de excluir y enfrentar.

Es poco probable que la reacción o el radicalismo triunfen. Lo que cabe esperar es la cristalización del fenómeno en proposiciones y discursos que atiendan esa reivindicación de igualdad desde una óptica de la convivencia, aunque no es descartable que el debate público adquiera, durante algún tiempo, la apariencia de una guerra cultural. En mi opinión, sería un error plantear una guerra de sexos para librar una batalla de índole económica y laboral, cuya victoria pasa indefectiblemente por el concurso de la mitad masculina.

Así, cabe claudicar y entregar el feminismo en brazos populistas o cabe hacer bandera de un feminismo construido en torno a los principios de la democracia liberal y la noción de ciudadanía. La primera opción es poco prudente: dado el carácter necesario, determinista, de las reclamaciones de igualdad, es mucho más cabal defender un feminismo que permita superar los enfrentamientos con una base de apoyos amplia y volcado en la convivencia.

Es aquí cuando alcanzamos la dimensión normativa del feminismo, que ha de empezar con una pregunta: si el feminismo es necesario, ¿qué atributos debe tener el feminismo para ser racional? No se trata de inventar nada nuevo. Alexander Kojève ya afirmó, siguiendo a Hegel, que “la razón, en la forma de libertad sobre la tierra, se realiza en el Estado liberal”. El triunfo, decía, había llegado una vez Napoleón había llevado a Prusia los valores republicanos que habían sepultado el Antiguo Régimen, y ya solo restaba la tarea de extenderlos cuantitativa y cualitativamente por el mundo.

En efecto, de lo que se trata es de profundizar en los valores del liberalismo, condensados en una ficción extraordinaria: la idea de ciudadanía. La ciudadanía es el atributo que iguala a todas las personas en dignidad y derechos, por encima de cualquier consideración de género, etnia, religión u orientación sexual. Es en base a ese estándar universal desde donde debemos avanzar en la provisión de igualdad, superando las fuerzas de la reacción y disputando al populismo el liderazgo feminista.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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