A estas alturas de la pandemia, pocas cosas me liberan del fastidio que me generan las reuniones en Zoom, aunque quizás el único momento entrañable sigue siendo cuando un infante toma por asalto la pantalla de sus progenitores para decir “hola”, mostrar un dibujo o hacer un berrinche.
Pasado ese momento de intimidad y desparpajo, que siempre comparto con alegría, me angustia profundamente pensar en esa generación, la de los hijos de la pandemia.
Un análisis realizado por UNICEF en 87 países con datos desglosados por edad reveló que, en noviembre de 2020, los niños y los adolescentes (menores de 20 años) representaban 11% del total de infecciones por covid-19 y “la interrupción de servicios esenciales, como las intervenciones en materia de educación, atención a la salud, nutrición y protección de la infancia, estaba causando estragos” en ellos. Sumado a eso, “la grave recesión económica mundial los está empobreciendo y está acentuando aún más la desigualdad y la exclusión que ya existían, a medida que las familias más desfavorecidas se enfrentan con dificultad a la grave repercusión que supone la pérdida de empleos, sustentos, ingresos, movilidad, educación, salud y acceso a los servicios”.
De acuerdo con el Observatorio Mexicano de Vacunación (OMEVAC), la pandemia ha golpeado con fuerza a los sistemas de salud de todo el mundo, y sus ondas de choque se han sentido en áreas alejadas de la atención directa de la enfermedad. Entre otras causas, el miedo de los padres a llevar a sus hijos al médico y la redistribución de personal sanitario para la atención de la pandemia han frenado las labores de vacunación.
Los datos, al 31 de diciembre de 2020, del porcentaje de esquemas de vacunación cubiertos son escalofriantes.
Por otro lado, el impacto de no asistir a la escuela y departir con sus pares tendrá consecuencias no solo emocionales sino económicas y de largo plazo para los niños en edad escolar y para el país. De acuerdo con UNICEF: “Cuanto más tiempo permanecen cerradas las escuelas, más sufren los niños la pérdida prolongada de aprendizaje, además de la repercusión negativa a largo plazo, que puede afectar a sus ingresos futuros y a su salud”.
Además, el Consejo Nacional de Población (Conapo) ha estimado que, como consecuencia de la pandemia, que trae consigo la interrupción del uso de métodos anticonceptivos de corta duración, en un “escenario moderado” (incremento del 20%) se registrarán 145 mil 719 embarazos no deseados adicionales.
El alcance de los estragos que está pandemia traerá sobre las nuevas generaciones es enorme. Y ya se hacen proyecciones –todas resultado de la inequidad existente en el acceso a distintos servicios– sobre el impacto en su salud mental y habilidades sociales, sus ingresos cuando lleguen a la vida laboral, su fertilidad, ¡incluso sobre cómo envejecerán!
((Acá puede leerse una nota sobre enfermedades cardíacas desarrolladas 60 años más tarde en niños que vivieron la pandemia de 1918. ))Algunos ya hablan de la “generación perdida” de la covid-19 y, por momentos la referencia no me parece tan perturbadora. Porque si esta “generación perdida” emulara la rebeldía hacia las normas sociales, económicas y culturales de la generación posterior a la Primera Guerra Mundial; si además de entender y poner en evidencia la torpeza de las decisiones que nos han traído hasta aquí (87,2 millones de casos y más de 1,8 millones de muertos, al momento de escribir este texto) les diera la vuelta para rehacer el mundo, entonces no todo habría sido en vano y quedaría claro que los perdidos siempre fuimos nosotros, sus antecesores.
Es politóloga, periodista y editora. Todas las opiniones son a título personal.