La oportunidad perdida de Podemos

Podemos estaba en disposición de seducir a mucha gente haciendo un relato de los años de la recesión en el que millones de españoles se vieran retratados.
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Podemos podría haber sido mi partido. Me explico. Una formación nueva, crecida al calor de la crisis económica, en un momento en el que España destruye mucho empleo y lo hace con un claro sesgo de edad (el 64% de los jóvenes perdieron su trabajo frente al 11% de los trabajadores fijos). Una organización crítica con el bipartidismo. Con su polo conservador, por razones programáticas e ideológicas: es de izquierdas. Y con su polo socialista porque el PSOE hace tiempo que dejó de ser un partido progresista. Los populares nunca nos ofrecerían soluciones sociales, redistributivas, solidarias. Tampoco ampliarían derechos ni libertades civiles. Los de Ferraz, por su parte, habían elegido abandonar su vocación de defensa de los trabajadores y de los débiles para convertirse en un partido de insiders.

Entre medias quedó una masa de jóvenes que recién terminábamos la carrera, que buscábamos nuestro primer empleo sin suerte o con precariedad, que nos convertíamos en eternos becarios, en coleccionistas de másteres o que un día nos marchábamos en un avión con destino a Inglaterra o a Alemania. Los viejos partidos habían dejado de ofrecer soluciones y oportunidades a mi generación.

En ese caldo de cultivo aparece Podemos, que lo tenía todo para convertirse en la gran alternativa progresista de nuestro país. El PSOE vivía las horas más bajas de su historia, después del gran batacazo electoral de 2011: toda España parecía culpar a los socialistas por la crisis o, al menos, por su gestión, tardía pero dolorosa.

Podemos estaba en disposición de seducir a mucha gente haciendo un relato de los años de la recesión en el que millones de españoles se vieran retratados. Además, una siglas nuevas significaban unas caras nuevas en un país donde la rotación de élites llevaba postergada demasiado tiempo, y también un coartada perfecta: un “yo no he sido”, en un escenario en el que los viejos partidos se tiraban los trastos a la cabeza para dirimir su responsabilidad en la crisis, así como su participación en tramas de corrupción, redes clientelares y administraciones negligentes.

Podemos estaba limpio de culpas, tenía un relato movilizador de los años de la burbuja y la debacle económica y había actualizado el paisaje de nombres imperante desde 1978. Pero Podemos era Podemos, y esa es la razón por la que no es mi partido ni el de una mayoría social. Romper discursiva y estéticamente con los viejos partidos no requería extremar el mensaje hacia la izquierda. Del mismo modo, para recuperar una dialéctica progresista, combativa incluso, no era necesario alcanzar según qué cotas del lenguaje, ni rechazar los símbolos comunes, ni plantear una enmienda a la totalidad del sistema.

Los líderes de Podemos eran conscientes de que ganar las elecciones pasaba por avanzar hacia el mainstream social, y ello exigía un viaje al centro. Se reinventó así con el recurso de la transversalidad, que pretendía la superación del eje izquierda-derecha para operar en las coordenadas de la insatisfacción y de un cuasipatriotismo. Digo cuasipatriotismo porque para Podemos la patria no podía ser mentada, debía ser el “pueblo” o la “gente”, lo cual ofreció un primer síntoma de cuán difícil iba a resultar conjugar el alma anticapitalista y de izquierda radical del partido con los postulados teóricos del populismo en el que se habían formado sus mentores intelectuales.

Al mismo tiempo, los líderes del partido no eran, por nuevos, desconocidos. Como el asesino arrogante, deseoso de ser descubierto, habían ido dejando huellas de su procedencia ideológica, así como de su estrategia política. Para cuando Pablo Iglesias intentó presentarse con corbata y la camisa planchada, ya no colaba: España entera había trazado sus pasos, desde Somosaguas a Caracas y desde La Tuerka a Hispan TV.

Tras las elecciones de diciembre de 2015, en las que Podemos había salido a ganar y solo consiguió ser tercero, comenzaron las desavenencias entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón. El segundo se mostró partidario de investir a Pedro Sánchez presidente, que había alcanzado un acuerdo de gobierno con Ciudadanos, haciendo posible el desalojo del PP de Moncloa. Por su parte, Iglesias logró imponer sus tesis de concurrir en una repetición electoral de la mano de IU. El resultado, como ya había previsto Errejón, es que Podemos se dejó un millón de votos en la segunda intentona, ancló definitivamente su imagen en una izquierda muy escorada y apareció como el responsable de la permanencia de Rajoy en el gobierno.

La táctica errejonista que pretendía conjugar el patriotismo de inspiración populista con una alianza con formaciones periféricas que condujera a una crisis orgánica del régimen del 78 fue apartada en el segundo congreso del partido en Vistalegre, dando paso a una estrategia simplificada que pasaba por orillar ese patriotismo en el que Iglesias se siente tan incómodo (“yo no puedo decir España”, llegó a afirmar) para centrarse en una asociación dialéctica con el nacionalismo. Las últimas encuestas dan cuenta del escaso éxito de su empresa, pues Podemos ya es cuarta fuerza en casi todos los sondeos.

Quizá por ello, en los últimos días hemos visto un renovado intento de la formación por incorporar a España a su discurso. Sin embargo, el hecho de que la estrategia de Iglesias haya fracasado no convierte en ganadoras las tesis de Errejón: no se puede conciliar un patriotismo de ámbito estatal con una alianza, siquiera simbólica, con los partidos de la periferia centrífuga. No se puede, como hizo ayer Iglesias, hablar de “conectar España” para después asegurar que “el fascismo ha salido a la calle a defender a los corruptos”, en referencia a las últimas manifestaciones constitucionalistas.

En su adanismo habitual, los líderes de Podemos creyeron que ellos sí podrían cabalgar las contradicciones del eje territorial que tanta mella habían hecho en el PSC. Se equivocaban. La falla territorial no se puede recorrer con un pie sobre cada placa tectónica: es demasiado ancha e inestable. Así, su papel durante el procés está suponiendo una sangría de apoyos para un partido que no hace tanto podía presumir de tener los votantes más fieles del CIS. Esa lealtad ha comenzado a desvanecerse sin que haya mejorado el rechazo que la formación suscita en una mayoría de españoles (más de la mitad de los encuestados no les votaría “nunca”), relegándola a la segunda fila de una política que continúa jugándose entre los representantes del viejo bipartidismo, con Ciudadanos como fuerza emergente en la crisis catalana.

Podemos lo tenía todo para convertirse en la nueva alternativa progresista en España, pero ello pasaba por cambiar el radicalismo por la moderación, el populismo por el liberalismo democrático, la ruptura por el reformismo, la enemistad por la competición, la intransigencia por el diálogo, unas élites provenientes del activismo antisistema por unos cuadros bregados en la negociación. En definitiva, Podemos habría triunfado de no ser Podemos.

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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.


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