Los más celebrados líderes políticos capaces de acometer las aventuras más temerarias llegan, también, a considerar imposibles ciertas recomendaciones que no encajan en el marco de lo posible, o al menos así lo creen. El caso es que ya son muchos los ejemplos de dirigentes que se refugian en el bendito adjetivo por creerlo tajante, sonoro y concluyente.
Imposible que Estados Unidos se retirara de Vietnam poniéndole el punto final a la desgarradora guerra de Indochina. Aunque se limitara simplemente a insinuarlo, sus costos eran demasiado altos como para conservar su gran prestigio guerrero y el aura de invencibilidad que acompañaba su condición de primera potencia mundial. En fin, imposible que no se quedara, rodilla en tierra, en la turbulenta región hasta no ver caer al último de los soldados enemigos. Diríase que lo imposible sería alcanzar semejante logro, dado que no se recuerda alguna confrontación bélica notable donde se haya obtenido un desenlace tan extremo, porque, como explicaba Clausewitz, la guerra no consiste en matar a todos los soldados del ejército enemigo sino colocarlo en condiciones de no poder continuar haciendo lo que estaba haciendo. Para eso había que apelar al oficio político, como hasta el momento de ese viraje había predominado la esfera de las decisiones militares. Es la importancia fundamental de la ciencia política, que llega a ser decisiva para quienes exageran lo que sea supuestamente imposible en las guerras más encarnizadas.
Sirva lo señalado para entender que los estadounidenses se retiraron de Vietnam, en el marco de una ponderación de cómo manejar políticamente ese complejo retiro con suprema habilidad recíproca. Cambiaron insultos y excesos militares por un lenguaje respetuoso, y luego completaron con un acercamiento político, un intercambio de presos de guerra y una estupenda apertura de relaciones diplomáticas. Por ahí se fueron hasta el sol de hoy y ahí permanecen como amigos, después de haber sido los peores enemigos del planeta.
No relataré cómo se disolvió también el reconocimiento de Argelia, considerado parte inextricable del imperio francés. Inconcebible que esa relación cambiara sustancialmente, y menos con el todopoderoso De Gaulle al frente. Las realidades políticas se imponen por fuerza de los hechos, y como pregonero por excelencia del honor francés, con derecho y lógica, fue quien menos se hubiera creído. Error muy propio de la antipolítica, pues el hombre fue, con mucho, el más indicado.
Dejo para el final el estira y encoge que mantiene en tensión tres temas que serán clave entre el gobierno de Nicolás Maduro, el de Juan Guaidó y la cumbre de la Comunidad Internacional con Estados Unidos, así como las principales potencias de Occidente y de la Tierra. Aquellos que inicialmente sostenían, seguramente de buena fe, que era imposible para Maduro y sus aliados aceptar las condiciones que se les imponen como base para el levantamiento de las sanciones. Si así lo hicieran, perderían todo. Desenlace fácil de prevenir porque todo pasa por una honda negociación a partir de las condiciones ya presentadas por el bloque occidental y el gobierno de Guaidó, así como por una corriente básicamente desprendida del madurismo, decidida a restablecer la democracia y la libertad en nuestro abrumado país.
Las condiciones que se le anticipan al poder con sito en el Palacio de Miraflores se ajustan estrictamente a las normas y al espíritu de la Constitución. Tiene que ser muy auspicioso que las condiciones postuladas para entrar en la candela del diálogo sean de la esencia misma de la Ley Fundamental, y en modo alguno postulados que la nieguen o la desfiguren.
La primera consiste en poner en libertad a los presos políticos, incluidos los militares que han sido víctimas de maltratos tan inaceptables como los que se han descargado contra los dirigentes civiles.
La segunda exige el cese de las persecuciones y restablecimiento de los derechos humanos. Queda claramente expresada la irrenunciable exigencia de restablecer el Estado de Derecho.
La tercera se refiere a las elecciones presidenciales, parlamentarias, regionales y locales, bajo imperativos propios de estos comicios en la cultura occidental. Practicada, por cierto, con normalidad y eficiencia durante la era dorada de la democracia venezolana –dada la plétora de vicios, delitos electorales y aumento de la desconfianza hacia la administración del Estado y de las autoridades–, la comunidad internacional plantea un severo acompañamiento mundial en los comicios por celebrarse en nuestro país.
¿Acaso se trata de demandas extraordinarias, injustas en comparación con las consultas electorales del común de las normales practicadas en cualquier sociedad civilizada?
Lo cierto es que quienes se atrevan a negar la idoneidad democrática de semejantes condiciones estarán condenándose a sí mismos sin necesidad de esperar la opinión –sin la menor duda, favorable– de la comunidad mundial.
Lo mejor es que la democracia nunca será aceptable si no funciona para la totalidad de las opciones enfrentadas en libres comicios. Lo más notable será que pase, necesariamente, por negociaciones que pongan abiertamente sobre el tablero las inconformidades y reparaciones propuestas por unos y otros.
Ese modélico sistema de autocontroles no cabe ni en la más astuta de las autocracias ni en el más ilustrado de los despotismos. Si los electores, ONGs, partidos y formadores de opinión tuvieran a su disposición todas las cartas, garantías y demás elementos que contribuyeran a la transparencia, la autoconfianza se encargaría del resto. Quienes todavía repiten que entre más garantías se den menos creerán en el sufragio, porque descubrirán que la luz de la transparencia da cuenta de quien ganará y quien perderá, solo pretenden que se realicen unas elecciones que les resulten favorables a ellos. En ese caso, lo mejor sería que se fueran a Nicaragua, si es que los dejan entrar…o salir.
Es escritor y abogado.