Somos todavía muchos los peruanos que recordamos el profundo pozo de horror y abyección que significó la irrupción de Sendero Luminoso a principios de los años ochenta, de manera simultánea con el regreso a la democracia, como si ambos –terrorismo y democracia– fueran esos gemelos malvados que abundan en la mitología. Porque la aparición escénica del grupo terrorista fue, precisamente, la quema de unas urnas electorales en una remota provincia ayacuchana, en la sierra del país. El gobierno de ese entonces apenas le dio importancia a aquel pillaje de quienes consideraba unos simples exaltados que se hacían llamar así, Sendero Luminoso, usando una máxima del fundador del Partido Comunista en el Perú, José Carlos Mariátegui, y que ellos vinculaban con su radical idea del marxismo. Más enigmático resultaba su líder, un tal camarada Gonzalo, profesor arequipeño más bien plúmbeo, de nombre Abimael Guzmán, cuya tesis “Acerca de la teoría del espacio de Kant” en nada hacía presagiar la deriva de violencia espantosa que iba a arrasar como un maremoto al Perú poniendo en jaque su estrenada democracia y su consuetudinaria fragilidad institucional.
Como expuso el informe final sobre el conflicto armado de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), “El Perú fue el único país en América Latina donde la escisión maoísta fue importante”, lo que en la práctica representó una batalla entre el Ejército y la banda terrorista que dejó casi setenta mil muertos y desaparecidos entre 1980 y 2000. A fin de no depender de otros grupos guerrilleros ni de la eventual ayuda de gobiernos extranjeros, Sendero Luminoso creció como un elemento radiactivo y autónomo que prefería matar a sus víctimas a machetazos, a pedradas o dinamitándolos para así no gastar en balas.
Si alguien en el inicio de tal levantamiento en nombre de la pobreza y la desigualdad secular que ha marcado la historia republicana del Perú pensó de manera romántica en la justificación de tal barbarie, pronto abandonaría la idea porque la sevicia del camarada Gonzalo y sus huestes no conocía límites y se cebaba precisamente en los mismos campesinos que afirmaba defender. Atrapados entre el fuego de los militares que veían a estos como cómplices de Sendero y masacrados por los terroristas que sospechaban de los campesinos una colaboración con los militares, las víctimas buscaron defenderse organizándose en “rondas”, aunque pronto derivaron en comités de autodefensa, verdaderas organizaciones paramilitares que impulsó el gobierno de Alberto Fujimori, estrenado en 1990.
Lo cierto es que el esquivo camarada Gonzalo no se daba a conocer, no quería el impacto mediático y escenográfico de otros guerrilleros, como el Subcomandante Marcos, y se había alejado a la parte más oscura y delirante de su ideario, el llamado “marxismo-maoísmo-leninismo” al que agregó con mesiánica coquetería, “pensamiento Gonzalo”, pues se consideraba a sí mismo la cuarta espada del marxismo, detrás de Lenin, Stalin y Mao. Nunca, que se sepa, estuvo presente en ninguna acción ni incursión de la banda. El profesor de filosofía que organizó aquella maquinaria polpotiana de horror en su despacho de la universidad de Huamanga, en Ayacucho (que, escalofriantemente, significa en quechua “El rincón de los muertos”) nunca se manchó él mismo las manos de sangre. Para ello contaba con un ejército conformado sobre todo por jóvenes reclutados a la fuerza o convencidos de que la única manera de luchar contra la injusticia en el Perú era a través de la violencia y la barbarie, todo aliñado de bombas y consignas gaseosas.
Durante doce años convirtió al país en un pantano de sangre y horror. Fue capturado en septiembre de 1992, en casa de Maritza Garrido Lecca, una bailarina de clase media alta que resultó ser parte de la cúpula de Sendero Luminoso y que cumplió 25 años de cárcel, hasta el año 2017. La imagen que por fin tuvieron los peruanos y el mundo entero de Abimael Guzmán fue la de un hombre de barba hirsuta y gafas oscuras, enjaulado y vestido con un atuendo a rayas, como de presidiario de cómic, que se paseaba detrás de los barrotes ladrando arengas y amenazas. Cuando ocurrió su detención por parte de un operativo del grupo especial de inteligencia –cuyo mérito se atribuyó oportunamente Alberto Fujimori–, exclamó: “Si uno muere, esto quedará en los demás”, y señaló su cabeza con ojos de alucinado.
Ahora que ha muerto en una prisión de máxima seguridad de una base naval, donde cumplía cadena perpetua, podemos extraer la lección de que lo que en realidad queda, como inquietantemente nos lo acaba de demostrar el regreso de los talibanes en el sufrido Afganistán, es que el fanatismo solo deja un reguero de dolor y muerte, y que detrás de la violencia no hay idea alguna que la justifique. No olvidar esto jamás es la labor que el Estado y la sociedad deben acometer desde ya, confinando el recuerdo del camarada Gonzalo al territorio de las pesadillas que no se deben repetir.
(Arequipa, 1964) es escritor. Su libro más reciente es Volver a Shangri-La (Alianza, 2022).