¿Quién perdió a Rusia?

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Una pregunta sin respuesta ha marcado la historia de Rusia desde que Pedro el Grande, el primer gobernante occidentalizador de ese vasto país, decidió convertir, a principios del siglo XVIII, al imperio atrasado y feudal que había heredado en una potencia occidental: ¿cuál es el lugar de Rusia en el mundo?
Esta cuestión "maldita", que ha dividido desde siempre a intelectuales y políticos, ha renacido en las últimas semanas como parte de dos campañas electorales paralelas: la presidencial en los Estados Unidos y la que culminará en las elecciones parlamentarias de diciembre y las presidenciales de julio del año 2000 en Rusia. La polémica, que busca construir una nueva alternativa occidentalizadora para convertir finalmente a Rusia en una nación moderna en lo económico y democrática en lo político, ha formulado en otras palabras —"¿quién perdió a Rusia?"— la añeja pregunta maldita.
     De su respuesta depende el futuro de la nación más grande del mundo, puente entre Asia y Europa, que es todavía la mayor potencia nuclear después de los Estados Unidos. Del listado de los muchos errores cometidos por los rusos y por las potencias occidentales que han intervenido en los acontecimientos del país desde 1990, puede derivarse un programa inteligente para modernizar a Rusia, una reforma de los organismos multilaterales que alimentaron el caos económico ruso y una política norteamericana más realista y eficaz que la emprendida por el gobierno de Clinton.
     Por el momento, la polémica ha mostrado con claridad meridiana lo que pocos habían querido ver: la enormidad del colapso ruso. El más triste epitafio para Boris Yeltsin y para la miope política norteamericana es, en efecto, el terrible balance de lo que ha ocurrido en Rusia en la última década. El país cruzará el umbral del año 2000 empobrecido: cuarenta de sus 150 millones de habitantes viven en la miseria; 40% de la población tiene acceso apenas al 20% de la riqueza nacional. El PNB se ha empequeñecido año con año —con la sola excepción de 1997, cuando creció menos de 1%—, y Rusia se ha sumado a las filas de los parias financieros del mundo. Desde agosto de 1998, cuando el rublo se devaluó estrepitosamente y Moscú se declaró prácticamente en quiebra, el país ha sido incapaz de cumplir con sus obligaciones financieras internacionales: no podrá pagar, ni por asomo, los 17.5 mil millones de dólares que adeuda como intereses y principal en 1999, y sin ayuda del exterior no podrá cubrir siquiera los nueve mil millones de dólares del servicio de la deuda contraída desde 1991.
     El Estado ruso se ha convertido en una entidad paupérrima que recaudó en 1998 impuestos por apenas mil millones de dólares mensuales —menos que lo que recibe el gobierno de la ciudad de Nueva York— y, por supuesto, insuficientes aún para cubrir las pensiones y salarios de los millones de empleados del sector estatal.
     Moscú preside sobre una economía esquizofrénica donde conviven amplios sectores ineficientes, herencia del complejo de industrias militares que abarcaba 80% de la economía soviética. Inmensos mastodontes industriales, improductivos y alérgicos a cualquier tipo de reforma, que viven una economía de ficción, desmonetarizada e improductiva, que sobrevive con base en el intercambio de materiales y la corrupción institucionalizada. Por otra parte, la economía rusa está conformada por miles de empresas privadas —amenazadas por la bancarrota desde la devaluación de 1998— y grandes consorcios que producen y comercian materias primas como minerales e hidrocarburos, dominados por los llamados barones rojos —la vieja nomenklatura comunista devenida en una clase "empresarial" expoliadora. Las ganancias de este sector, más moderno y productivo, no han contribuido al despegue económico del país porque sus operaciones se llevan a cabo bajo el signo de la corrupción. Estas empresas no pagan impuestos al gobierno central, su meta es el enriquecimiento de sus dueños y directivos: los principales arquitectos de la fuga de capital que ha desangrado a la economía rusa.
     Se calcula que entre 1992 y 1999 han salido del país entre cien mil y 150 mil millones de dólares: dos mil millones al mes. En suma, la riqueza del país que debió apuntalar el crecimiento, la reconstrucción y la reforma económica, emigró a cuentas bancarias en el extranjero y a la compra de bienes raíces en Europa.
     Rusia es hoy por hoy la mayor cleptocracia del mundo. No sorprende que el detonador del debate sobre quién perdió a Rusia sean dos sonados escándalos por corrupción. El primero tiene como principal protagonista a Mabatex, una compañía suiza que repartió todo tipo de mordidas (que incluyen a Yeltsin y a sus hijas) a cambio de un contrato multimillonario para modernizar el Kremlin. El segundo, que amenaza convertirse en un verdadero Russiagate, afecta directamente al vicepresidente Gore, encargado de las relaciones del gobierno de Clinton con Moscú. El escándalo, que estalló a un año exacto de la devaluación de 1998, está relacionado con el lavado de cifras astronómicas de dinero ruso —hasta diez mil millones de dólares— por el Banco de Nueva York. Divisas que podrían incluir a parte de los préstamos del FMI.
     ¿Quién perdió a Rusia? La perdieron todos los rusos que no pudieron estar a la altura del desafío que implicaba la transición del país a la modernidad. La perdió, antes que nadie, Boris Yeltsin. Sus responsabilidades son muchas. Aceleró la destrucción de la Unión Soviética sin tener un proyecto ni para Rusia ni para la CEI, el cascarón que sustituyó a la URSS. Se comprometió a convertir a Rusia en un país democrático y pujante sin preocuparse por crear antes un marco legal que encuadrara y legitimara la transición y sin acordar un pacto social con sus gobernados que estableciera consensualmente un proyecto de país. Abandonó a los grupos democráticos sobre los que montó su ascenso al poder sin contar con una clase política visionaria que los sustituyera; se dedicó a dividir y enfrentar a sus funcionarios para mantener el control sobre la política rusa y a despedir a sus primeros ministros como quien mueve peones en un tablero de ajedrez, generando de paso una inmensa inestabilidad política. Emprendió una guerra ruinosa en Chechenia y la perdió, y acabó por refugiarse en los brazos de los oligarcas más corruptos para conservar el poder. Muchos atribuyeron los últimos tres enroques sucesivos de gobierno a su locura personal: el escándalo alrededor de Mabatex nos ha dado una mejor explicación. Boris Yeltsin ha sometido a Rusia al desgobierno, a la anarquía, a la parálisis y a un creciente vacío de poder, con el único afán de encontrar a un político que le garantice la más absoluta inmunidad en el futuro.
     Perdieron a Rusia los barones rojos que recurrieron a todos los medios para mantener funcionando a la economía planificada, legado del comunismo, y que se aliaron con los "nuevos ricos" en ascenso para explotar las inmensas riquezas del país en aras de su enriquecimiento personal.
     La perdieron también todos aquellos funcionarios jóvenes —la única base de una nueva clase política— que compraron, por una parte, las terapias de choque diseñadas por los asesores occidentales y que adoptaron, después, los viejos modos de gobernar cuando estos proyectos fracasaron. Yegor Gaidar, el primer ministro que inició la reforma en 1992, aceptó liberar los precios sin una reforma estructural y legal y hundió a la economía en la hiperinflación y la escasez. Anatoli Chubais, el más notable de los jóvenes reformistas, y su equipo encabezaron un acelerado proceso de privatización que regaló a oligarcas y barones rusos empresas y bancos. Para lograr la reelección de Yeltsin, Chubais aceptó, en 1996, el esquema de "acciones a cambio de créditos" de los oligarcas, que consolidó la dependencia gubernamental de una nueva élite expoliadora, le regaló la mayoría de los bancos, periódicos y medios de comunicación e institucionalizó la corrupción.

Gracias a ellos, Rusia deberá esperar una generación más para que surja una nueva clase política que emprenda una transición genuina a la democracia y al mercado.
     La perdieron, por último, los gobiernos occidentales y los organismos multilaterales. Estados Unidos se involucró veloz y profundamente en el programa de reformas de Yeltsin. Washington y sus asesores apoyaron sin reservas la liberalización de precios y la privatización sin instituciones, leyes y una infraestructura de mercado. Fueron ellos quienes vendieron a Gaidar y a Chubais el supuesto más erróneo en el que se sustentó la reforma: la creencia de que el surgimiento acelerado de propietarios privados generaría automáticamente la infraestructura de mercado y el marco legal; la utopía de que todos los oligarcas buscarían establecer un encuadre legal para proteger su riqueza y un Estado de derecho para sus descendientes.

Fueron los asesores y gobiernos occidentales quienes convencieron al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al Banco Mundial de prestar a Rusia los miles de millones de dólares que no puede ahora servir: los fondos indispensables para consolidar la convertibilidad del rublo y atraer a decenas o cientos de inversionistas occidentales. Pero esta inversión no llegó jamás, ni la ayuda norteamericana en los niveles que Moscú necesitaba. Gaidar no tuvo más alternativa que liberar los precios y disminuir las tarifas de importación para solucionar el problema de la escasez. La inflación resultante fue, en efecto, un “choque”—sin ninguna terapia— para el sufrido ahorrador ruso, que vio evaporarse sus depósitos bancarios. Con ellos desapareció la mayoría legislativa que garantizaba al gobierno de Yeltsin la aprobación automática de leyes y decretos.
     Desde abril de 1992, la Cámara Baja o Duma se convirtió en uno de los principales obstáculos para cualquier programa de reformas. El choque entre el ejecutivo y el legislativo paralizó al gobierno a tal grado que ni siquiera el ataque del gobierno al Parlamento en octubre de 1993 pudo resolver ese empate político. El Partido Comunista domina aún ahora la Duma y ha bloqueado la aprobación de leyes fundamentales: desde la reforma agraria que permitiría el establecimiento de la propiedad privada en el campo, hasta la reforma fiscal y la aprobación del acuerdo de desarme conocido como START II. Este empate político, sumado a la debilidad del centro, creó un inmenso vacío de poder, desembocó en la devolución involuntaria de poder a la periferia y alimentó los afanes secesionistas de grupos regionales, especialmente en el Cáucaso. Con la reanudación del conflicto entre rusos y chechenos en agosto de 1999, ahora en el territorio de la república de Daguestán, y el resurgimiento de atentados terroristas en Moscú, el corazón de Rusia, una nueva pregunta encabeza la agenda política del país: ¿cuáles deben ser las fronteras de Rusia en el futuro?
     El fracaso de la reforma económica y el establecimiento de un sistema económico híbrido y expoliador —al que se ha denominado, con toda razón, grab capitalism— erosionaron también el prestigio de Occidente y de los grupos reformistas que siguieron sus recetas. El sentimiento que priva en Rusia frente a Europa y a los Estados Unidos es el desencanto. “Todo lo que los comunistas decían sobre el comunismo —bromean a medias los moscovitas— era una gran mentira. Desgraciadamente, todo lo que los comunistas decían sobre el capitalismo es cierto”.
     En ambos lados del Atlántico, los defensores de Yeltsin, en Rusia, y de Al Gore, en los Estados Unidos, han emprendido una minuciosa búsqueda para justificar sus políticas por medio de los logros conseguidos por Moscú y por la diplomacia de Washington frente a Rusia en el último decenio. No han encontrado mucho. Algunos programas de ayuda norteamericana encaminados a encauzar la industria nuclear de la ex URSS han sido eficaces. En la cara positiva del balance ruso, habría que anotar el surgimiento de un sector empresarial privado y una clase media creciente, y de un renglón inusitado en el haber del gobierno de Yeltsin —que la mayoría de ex kremlinólogos han pasado por alto: el notable renacimiento cultural que vive Rusia. La pintura, el teatro, el ballet, la ópera, la música y, en menor medida, la literatura, han florecido en medio del caos económico de la última década, a imagen y semejanza de lo sucedido en los turbulentos años veinte. En un último desmentido al comunismo, los artistas rusos han demostrado que Marx se equivocó también al afirmar que la superestructura política y cultural depende totalmente de la infraestructura económica.1
     Por último, es indudable que Rusia vive un clima de libertad sin precedentes en la historia del país. Los votantes eligen legítimamente a sus gobernantes a lo largo y ancho del país. En las elecciones parlamentarias de diciembre y, previsiblemente, en las presidenciales de julio, este sufrido electorado enfrentará, sin embargo, un pobre abanico de opciones.
     En primer término, están los grupos proYeltsin, encabezados por el primer ministro en turno, las organizaciones de ex reformadores y el partido Nuestro Hogar es Rusia del ex primer ministro Víctor Chernomyrdin. Ellos serán los grandes derrotados. El apoyo del impopular Yeltsin es, de acuerdo a un analista ruso, “el beso de la muerte política”.
     Entre el resto de los protagonistas, el grupo más influyente, y probable triunfador en las elecciones, se llama Patria y está encabezado por el poderoso alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, y por el político más popular de Rusia de acuerdo con las últimas encuestas: el ex primer ministro Yevgeny Primakov. Este formidable frente electoral incluye también a Shamiev, presidente de la república de Tatarstán, y a muchos de los más fuertes líderes regionales. Tiene, en consecuencia, una organización nacional y suficientes recursos para financiar una amplia campaña. No obstante, las desventajas de Patria son muchas. Carece, como la mayoría de los partidos, de un programa para reconstruir Rusia; todos sus líderes crecieron y se formaron durante el sistema comunista: demócratas repentinos, abrigan una vena autoritaria y recelosa de la libertad económica. Muchos de ellos están manchados por la co-rrupción y serán, sin duda, objeto del despliegue de kompromat —material que desnuda componendas y abusos— que, como lo demuestran Mabatex y el escándalo del Banco de Nueva York, juega cada vez un papel más relevante en la política rusa.
     El Partido Comunista no rebasará el porcentaje que le regala en cada elección su electorado cautivo —alrededor de 25%. Además de ser incapaz de producir una sola idea, tiene pocos recursos, ningún acceso a los medios de comunicación y padece una incapacidad crónica para la negociación con otros grupos y la formación de alianzas eficaces.
     El partido que tiene un mejor ideario es, sin duda, Yablako: el único sobreviviente de los partidos reformistas y liberales que llevaron a Boris Yeltsin al poder. Sin embargo, cuenta con limitadísimos recursos, una organización básicamente urbana y su líder, Grigori Yavlinski, sufre la misma alergia a las coaliciones que aflige a los comunistas. Su posible aliado para diciembre es uno de los muchos desempleados que ha arrojado el “juego de la sillas” del Kremlin: el ex primer ministro, Sergei Stepashin. Con su ayuda Yablako podría recoger más votos y consolidar su influencia en la política rusa.
     Habitan el extremo más radical del espectro político dos partidos que se alimentan del chauvinismo y los prejuicios: los (poco) Liberales Demócratas de Vladimir Zhirinovski y el pequeño partido del general Alexander Lebed, que ha quemado todos sus cartuchos con su desastroso desempeño como gobernador de Krasnoyarsk . Ambos tienen una sola posibilidad de allegarse más votos: que los atentados terroristas que han destruido varios edificios en la capital conviertan a la cara oscura de la cultura política rusa —el nacionalismo xenófobo y la nostalgia por la mano dura— en la principal protagonista de las elecciones.
     Si esto sucediera, Rusia entraría al nuevo milenio habiendo perdido totalmente el siglo y gobernada por un dictador. El otro riesgo, la instauración de la anarquía, sería un escenario aún más sombrío. Todos perderían a Rusia: sus habitantes se hundirían en una espiral de deterioro sin límites; Occidente lindaría con una inmensa nación en vías de extinción pero armada hasta los dientes con un arsenal nuclear capaz de destruir una a una las principales ciudades del mundo. -Septiembre 22, 1999

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Estudió Historia del Arte en la UIA y Relaciones Internacionales y Ciencia Política en El Colegio de México y la Universidad de Oxford, Inglaterra.


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