En marzo de este año, el diario EL PAÍS daba el dato de más de 1.000 denuncias de abusos sexuales por parte de menores bajo la tutela de la administración pública. Hace algunas semanas, se cerró por orden judicial un centro de menores en Las Palmas de Gran Canaria a causa de un posible caso de delitos de odio y de lesiones en su interior. La operación policial Sana destapó en 2022 una red de explotación sexual de niñas adolescentes supuestamente bajo tutela de la Comunidad de Madrid. El escándalo más reciente de agresiones sexuales a una niña de 12 años en una residencia de menores en Barcelona ha provocado el completo desmantelamiento de la Dirección General de Atención a la Infancia y Adolescencia (DGAIA) de la administración catalana. En la última década, casos similares han salido a la luz como un cuentagotas que no cesa por todo el territorio español. Las denuncias se multiplican aunque solo una minoría termina en sentencias condenatorias. En Cataluña, por ejemplo, el gobierno autonómico ejerció entre 2019 y 2023 la acusación particular en 458 denuncias por abuso sexual de niños, niñas y jóvenes tutelados por esa administración, de lo que se derivaron solo cincuenta sentencias condenatorias.
La evidencia no es anecdótica, pero los casos están dispersos. Es la punta de un iceberg que se conoce, aunque apenas se registra. Quienes se encuentran próximos al problema indican fallos graves en los mecanismos de protección, pero las señales de alerta quedan desatendidas. El sistema exhibe carencias crónicas de recursos, deficiente coordinación entre administraciones, lagunas y mala praxis. Todo ello revierte en una fragilidad del sistema de protección a menores gracias a la cual redes de trata de personas operan con una pasmosa impunidad.
El Estado no es un buen cuidador, especialmente cuando se trata de proteger a personas en situaciones de extrema vulnerabilidad. Esto lo sabemos desde hace tiempo. La custodia que ejerce no suele ser capaz de cultivar el buen gobierno. No logra ser benigna. Hay algo en la estructura de la institucionalización que expone a quienes están bajo su protección a situaciones de elevado riesgo. Por esto, las antiguas instituciones grandes, frías y desalmadas creadas siglos atrás, comenzaron a desmantelarse justo cuando los estados democráticos afianzaban su compromiso por el bienestar social y el respeto a las libertades y derechos individuales.
El paradigma de la desinstitucionalización surgió como respuesta a las violaciones sistemáticas de derechos humanos en lugares como psiquiátricos, orfanatos y reformatorios, donde personas sin posibilidad alguna de autodefensa sufrían malos tratos y negligencia. En Europa, desde principios de la década de los cincuenta en adelante, el contrato social de posguerra dejó al descubierto la contradicción entre la violencia y el control que los Estados ejercían en estas instituciones y la aspiración de democracias mínimamente igualitarias. Esta discordancia entre el orden coercitivo y la supuesta función asistencial de estos lugares se volvió del todo insostenible.
En el ámbito de la protección infantil y juvenil, hitos como la Declaración de los Derechos del Niño en 1959 y la Convención sobre los Derechos del Niño en 1989 instaron a los estados a sustituir obsoletas infraestructuras de custodia estatal por formas alternativas de cuidado de escala comunitaria, priorizando, en cualquier caso, el acogimiento familiar. Hoy, la desinstitucionalización es una norma global respaldada por la Organización de las Naciones Unidas, la Unión Europea, otros organismos internacionales y la totalidad de los gobiernos democráticos y plataformas de la sociedad civil.
Sin embargo, su implementación ha sido desigual. En el mundo todavía hay entre cinco y seis millones de niños que viven en instituciones del Estado, con una sobrerrepresentación de menores con discapacidad, especialmente en países de ingresos bajos (The Lancet 2020). Incluso en democracias avanzadas, donde progresivamente han ido desapareciendo estas macroinstituciones en favor del acogimiento familiar, algunos países, entre ellos España, registran repuntes en el número de niñas, niños y sobre todo adolescentes, en acogida residencial, conocidos también como centros de menores.
Así, a pesar de existir un consenso global en torno a cuándo y cómo deben de ejercer los estados la tutela, provisional o permanente, de personas vulnerables, el paradigma de la desinstitucionalización continúa enfrentado a tensiones significativas. Estas tensiones ayudan a explicar el grave problema del sistema de acogida a la infancia y juventud, y en particular la acogida residencial, en nuestro país.
En primer lugar, existe una fuerte discordancia entre la responsabilidad de los Estados democráticos de salvaguardar los derechos fundamentales de personas en situación de desprotección y la progresiva externalización de aquellos servicios públicos que operan a los márgenes de los sistemas de bienestar social. Allí donde las estrategias neoliberales de debilitamiento de las estructuras de protección social han sido dominantes, la mercantilización de esta infraestructura pública y toda su gobernanza ha sido mayor. Por mucho que la protección de menores adopte el lenguaje universal de los derechos humanos, en la práctica, el Estado se inhibe de sus responsabilidades al delegar su gestión a empresas privadas con lógicas dominantes de coste-beneficio.
Este doble movimiento ha hecho que algunos Estados recorran simultáneamente dos caminos que no sólo son opuestos, también son incompatibles. Por una parte, existe el compromiso normativo por la salvaguarda de los derechos individuales; por otra, se delega la responsabilidad estatal a terceros. Cuando esta externalización viene motivada por una política de contención del gasto, el resultado es un sistema de protección a la infancia vulnerable que promete pero no cumple. La gran disparidad que existe en el acogimiento residencial de distintos países europeos se explica precisamente por la manera en la que los Estados han enfrentado este cambio de paradigma. Mientras que los países nórdicos han seguido el mandato de la convención de los derechos del niño con una fuerte planificación e inversión pública, prácticamente eliminando el acogimiento residencial, otros como Reino Unido y España han optado por delegar su responsabilidad, perdiendo así la capacidad de controlar y gestionar el sistema. Según datos del Observatorio de la Infancia, el 80% de los centros de menores están manejados por centros colaboradores de carácter religioso, privados con o sin ánimo de lucro, organizaciones del tercer sector que se encargan de aldeas infantiles y organizaciones internacionales como la Cruz Roja.
En segundo lugar, existe también una tensión entre los principios democráticos que rigen la labor de custodia y tutela de los Estados y las prioridades de seguridad nacional. El fenómeno relativamente reciente de los menores migrantes no acompañados está directamente relacionado con políticas migratorias de control de fronteras más restrictivas en casi todas partes. La agenda de la protección a la infancia que establece el interés superior del menor y las normativas en materia de extranjería colisionan en el punto exacto de los procedimientos que utilizan las administraciones para determinar la minoría de edad. En España, las numerosas denuncias de vulneración del interés superior del menor en estos procedimientos llevaron al gobierno a elaborar un proyecto de ley orgánica que todavía aguarda pacientemente su momento en el Congreso.
Si observamos los datos, el crecimiento descontrolado que ha experimentado el acogimiento residencial en España desde el año 2017 coincide en el tiempo con un aumento significativo del número de menores que llegan solos a nuestras costas, principalmente provenientes del norte de África. La falta de una política clara de intervención y coordinación interadministrativa y los habituales fuegos cruzados entre gobiernos de distinto color político se continúa revirtiendo en la vulneración de los derechos y la desprotección de miles de niños, niñas y jóvenes. Según el Observatorio de la Infancia, en 2015 había alrededor de 40.000 menores en el sistema de protección (incluyendo acogimiento familiar, residencial y otras medidas). En 2022, la cifra superó los 52.000 con un crecimiento notable en acogimiento residencial: 34.000 menores frente a 18.000 en acogimiento familiar. La gran parte de este incremento del acogimiento residencial son adolescentes entre los 15 y los 17 de nacionalidad extracomunitaria. En estos siete años, el número de menores extranjeros en situación de acogimiento en España ha pasado de 4,000 a 12,000.
No hay que ser ningún lince para sumar uno más uno. De un lado, espacios residenciales por encima de su capacidad, con reglamentos rígidos, personal con insuficiente formación y condiciones laborales precarias, sin medios para trabajar sobre la base de una lógica preventiva y capacitadora. Del otro, un fenómeno migratorio que no se sabe o no se quiere gestionar. Entidades del tercer sector como Save the Children, la Fundación Raíces y Amnistía Internacional, entre otras, hace mucho que denuncian lo insostenible de la situación pero son voces que claman en el desierto. La pregunta es por qué el frágil sistema de protección a menores tiene que ser la respuesta a esta contingencia humanitaria migratoria cuando claramente no fue diseñada para ese fin. Bajo la guarda de entidades públicas, estos jóvenes y niños migrantes quedan fuera de opciones de asilo e integración. Son expedientes “en tránsito” que solo se cierran cuando se establece la mayoría de edad. A veces, el rastro se pierde con las ausencias voluntarias que permite una muy mal entendida política de puertas abiertas. Ocultos a plena luz así titulaba UNICEF un informe del año 2014 sobre la prevalencia de la violencia contra la infancia. En España, la escasa disponibilidad de datos fiables nos impide un diagnóstico objetivo porque, a pesar de los escándalos que de tanto en tanto captan la atención mediática, continúa siendo una realidad opaca. Urge una conversación política que más allá de lidiar con las emergencias, reflexione sobre las raíces de semejante fracaso colectivo.