Estos días se somete a escrutinio al socialismo con ocasión de la negociación de los presupuestos generales. Una parte de la opinión pública, que desaprueba los acuerdos de Sánchez con el independentismo catalán y con Bildu, busca entre los dirigentes del PSOE voces que se alcen contra el pacto. Sin embargo, no hay manera posible de satisfacer esa indignación: predomina el silencio general en las filas socialistas y, a los pocos que se atreven a cuestionar los apoyos, incluso a preferir los de Ciudadanos, se les acusa de no hablar suficientemente claro. Solo la desobediencia o la desafiliación se consideran eximentes de la complicidad. Ser crítico en política no es fácil.
La polémica involucra dos aspectos de la democracia que han sido objeto de prolijas atenciones: la disciplina de partido y la deliberación interna. La disciplina de partido ha sido, históricamente, un instrumento para dotar de cohesión a los partidos, especialmente cuando afrontaban su transición desde las formaciones de notables que protagonizaron el siglo XIX a las modernas organizaciones de masas. También ha servido a la unidad de acción y a la estabilidad parlamentaria. Por último, ha facilitado la rendición de cuentas: al ciudadano le resulta más sencillo escrutar el comportamiento de un partido que fiscalizar la acción de cada representante antes de decidir su voto. Es posible que parezca poca cosa en una Europa pacificada y de democracias consolidadas, pero no hace todavía un siglo de la quiebra general del orden liberal.
Sacrificar la autonomía parlamentaria para imponer la unanimidad de voto en el parlamento puede tener, como digo, algunas justificaciones. Sin embargo, no puede hacerse al precio de hurtar la deliberación. Con la irrupción de la democracia de partidos, la deliberación que antes tenía lugar en la misma sala de plenos se trasladó a las reuniones previas, donde los miembros de la formación podían intercambiar posturas hasta fijar una posición común que sería defendida como propia por todo el grupo en el hemiciclo. Así lo explicó Bernard Manin en Los principios del gobierno representativo.
Sin embargo, con la transición de la democracia de partidos a la “democracia de audiencias”, algo cambió. Los medios de masas transformaron la naturaleza del vínculo entre el líder y los representados, relegando al partido a un segundo plano. Gracias a la televisión, el candidato podía comunicarse directamente con sus votantes, sin mediación de la estructura de burócratas que soportaba las siglas. La transformación tecnológica introdujo variaciones en los incentivos que guiaban la selección política, y aupó a los expertos en comunicación. El programa perdió peso en la movilización del electorado y las características personales del líder adquirieron renovado valor.
Se había iniciado la deriva personalista de la política. Esta tendencia no ha hecho sino acentuarse con la irrupción de internet. La relación entre líderes y votantes es más inmediata que nunca: la comunicación ya no es unidireccional, sino que proporciona un feedback en tiempo real, y las redes sociales amplifican su alcance.
La deriva personalista ha afectado a la deliberación política de un modo paradójico: al tiempo que cobran éxito las narrativas a favor de la democracia interna, las élites de los partidos introducen mecanismos para blindar su control. Los procesos de primarias y los órganos de decisión internos acostumbran a ser trampantojos superpuestos sobre una realidad verticalmente jerárquica. Pertenecer a los órganos ejecutivos de una formación pasa por no cuestionar el discurso oficial, lo que introduce incentivos perversos que aplacan la discrepancia. En los últimos años, casi todos los partidos de ámbito nacional han introducido procesos de elección de cargos y candidatos sometidos a la voluntad de sus militantes. En la práctica, sin embargo, se trata de procesos blindados, apenas sorteables, para ratificar la voluntad de la dirección.
Pero no es un fenómeno que tenga lugar únicamente en los momentos preelectorales: el perímetro de la decisión interna se ha ido estrechando con el tiempo, al punto de que, en la mayor parte de los partidos, sobran los dedos de una mano para contar a las personas que toman las decisiones del día a día parlamentario. Reducir el radio de la deliberación puede reportar algunas ventajas: permite una amplitud de maniobras y una reacción más rápida a las contingencias de la política. Sin duda, la capacidad de ejecución es importante, pero no lo es todo. Castrar el debate interno de una formación puede tensionar sus costuras hasta hacerlas reventar. Especialmente ante la proximidad de un fracaso electoral.
Sucedió en Ciudadanos, donde se produjeron varias salidas de miembros destacados del partido por no comulgar con una estrategia impuesta desde la dirección. Sucede en Podemos, donde la unidad de decisión se confunde con la unidad familiar. Los partidos viejos han generado armazones para acomodar la discrepancia, pero tampoco están a salvo de sus efectos. El relevo de Cayetana Álvarez de Toledo de la portavocía del PP puede ser un buen ejemplo: la exdirigente popular reveló a los medios que, a pocas horas de una moción de censura, los diputados aguardaban instrucciones sobre el sentido de su voto.
Ahora, el PSOE afronta su propio conflicto interno con motivo de la negociación de presupuestos. El silencio atronador en el grupo parlamentario socialista contrasta con la tímida pero consistente crítica de algunos de sus líderes territoriales a los pactos de Sánchez. La vieja política ha desarrollado estructuras de poder relativamente autónomas de la dirección central, sostenidas sobre una base de apoyos regional. La nueva política rechazó este modelo en distintas etapas: Ciudadanos lo hizo desde que alcanzó la implantación nacional, con una vocación de enérgica oposición a las baronías que pudieran actuar como contrapeso del poder central. Por su parte, Podemos renegó con el tiempo de sus confluencias de carácter plurinacional y de un asamblearismo convertido en mera liturgia y simulación. Sea como fuere, la tentación centralista se ha impuesto en las formaciones jóvenes, pero encuentra más resistencias en los partidos viejos con arraigo local.
Esta es la razón por la que el grupo parlamentario socialista parece un mar en calma comparado con su menos discreto poder autonómico: la discrepancia solo puede florecer allí donde está sostenida por una base territorial autónoma que la mantiene a resguardo de las represalias de la dirección. Pero no lo puede todo. Ser crítico en política no es fácil. Sánchez lo sabe bien: defenestrado por su propio partido, tuvo que doblegarlo para imponer su autoridad y acorazarse tras un proceso de purga que lo rodeó de leales. Ahora, la deliberación en el PSOE se ejerce desde Moncloa, a dúo, entre Redondo y el presidente. El conflicto al que asistimos es fruto de una tensión no resuelta entre el principio de disciplina de partido y el de deliberación interna. Imponer uno debería exigir respeto al otro.
Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.