Pasado mañana, en California, ocurrirá el segundo debate entre los candidatos republicanos a la presidencia de Estados Unidos. El encuentro se da en una circunstancia mayormente inédita. El dominio de Donald Trump en las encuestas obligará a los otros aspirantes a atacarlo. Aunque falten varios meses para el principio del proceso formal de votaciones, el crecimiento de Trump entre los votantes más conservadores del partido republicano obligará a sus rivales a contraatacar. Otra variable que con toda seguridad aparecerá durante el debate es el discurso del prejuicio nativista. Es muy probable que por primera vez en la historia moderna de Estados Unidos veamos a todos los candidatos republicanos manifestarse en contra de la 14ª enmienda de la Constitución del país, esa que garantiza la ciudadanía por nacimiento sin importar el origen o estado legal de los padres. Incluso apuesto que la pregunta será formulada pidiéndole a los candidatos que levanten la mano en caso de estar en contra de dicha enmienda. De ser así, podría ser un momento definitivo en la contienda presidencial del año que viene. Se trataría, nada menos y nada más, que de una declaración de repudio a la inclusión de los hijos de inmigrantes indocumentados en la sociedad estadounidense. Que el prejuicio racial se haya convertido en parte de la plataforma más fundamental del Partido Republicano es, por supuesto, lamentable, pero tiene cierto sentido: la base más conservadora del partido —conformada por votantes blancos sin educación universitaria— ha ido consolidando desde hace tiempo una serie de posiciones recalcitrantes alrededor de la inmigración. En sondeo tras sondeo, se manifiestan en contra no sólo de la presencia de los inmigrantes sino de sus costumbres culturales. En una encuesta reciente, un alto porcentaje admitió sentirse agraviado incluso al escuchar hablar un idioma que no sea el inglés en Estados Unidos.
La pregunta será, entonces, cómo responderá el electorado hispano al antagonismo activo de los conservadores estadounidenses. En las últimas semanas, distintas organizaciones han protestado en contra de Trump: le gritan, le ondean banderas, le muestran pancartas. Todo eso está muy bien pero implica una especie de ingenuidad inadmisible. La enorme comunidad hispana enfrenta ahora su momento de la verdad. Y la única manera de estar a la altura del reto que implica plantarle cara al renovado prejuicio racial es ejercer el voto como nunca antes. Esto, que parece una obviedad, le ha pasado de largo durante años a los hispanos. Su participación electoral es notablemente inferior a la de los anglosajones e incluso que la de los afroamericanos. En el 2014, solo votó el 27% de los hispanos elegibles para hacerlo, contra 41% de los afroamericanos y 46% de los blancos.
¿Qué explica estas cifras? Sospecho que se trata de una mezcla de apatía, temor e ignorancia, todas ellas en algún sentido comprensibles. La endeble tradición democrática de los países de origen de la comunidad hispana no ayuda en lo más mínimo: es común encontrarse gente que argumenta que su voto no cuenta, que no tiene caso votar. También se escucha con frecuencia la idea de que registrarse para votar implica un peligro inadmisible. Mucha gente supone que si da sus datos para registrarse pone en riesgo su estancia en este país (aunque ya sea legal) o quizá la de otros miembros de la familia que estén en una situación precaria. Y por último está la ignorancia. Es indudable que a los hispanos, pese a los mejores esfuerzos cotidianos de los medios en español acá, les hace falta información política.
Pero aunque todo esto explique lo que ocurre, ciertamente no lo justifica.
El domingo 13 estuve en el este de Los Ángeles participando en el desfile conmemorativo de la independencia de México. A lo largo de más de cinco kilómetros encontré a miles y miles de hispanos, todos conviviendo con un espíritu común. Y no se trataba sólo de paisanos nuestros: había salvadoreños, guatemaltecos, hondureños. No puedo exagerar el ánimo festivo que percibí. Las asociaciones regionales mexicanas organizaron bailables, carros alegóricos, canciones al unísono. Aquello fue una celebración de México pero sobre todo de un vínculo compartido.
Al ver aquello no pude más que preguntarme exactamente por qué la comunidad hispana no logra traducir esa comunión en un voto si no homogéneo (que no tiene por qué serlo) sí constante y poderoso.
Hace poco al entrevistar a Javier Becerra, legislador californiano, le escuché desear que Trump se convirtiera en el catalizador de una gran ola electoral hispana. Razón no le falta. Muchos cambios auténticos y profundos nacen de la indignación. Explicarle a la gente el verdadero poder que da el voto, ese poder único pero inmenso que da la democracia, será el gran reto en el año que resta rumbo a las elecciones de 2016. Los hispanos necesitan, para decirlo claro, su propio grito de independencia. Ojalá lo entiendan.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.