Una respuesta a Habermas

Jürgen Habermas defiende la actitud vacilante del canciller alemán respecto a Ucrania. Pero sus errores históricos minimizan la responsabilidad de Alemania en la situación actual.
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Jürgen Habermas, considerado el mayor filósofo político de Europa, ha escrito un texto sobre la principal crisis contemporánea en el continente, la guerra de Ucrania. Su tesis es que la historia recomienda la Besonnenheit alemana, que en la práctica ha significado poca acción pero mucha palabrería por parte de los alemanes durante los cuatro primeros meses del conflicto más importante en Europa desde 1945.

Aunque Habermas defiende su tesis basándose en argumentos históricos, llama la atención que no tenga nada que decir sobre la Segunda Guerra Mundial. Este es el punto de partida convencional de los debates sobre la responsabilidad alemana, y es más que aplicable a Ucrania. Hitler presentó a los ucranianos como un pueblo colonial y trató de desplazarlos, matarlos de hambre y esclavizarlos. Pretendía utilizar los suministros de alimentos ucranianos para hacer de Alemania un imperio mundial autárquico. Vladímir Putin ha planteado argumentos hitlerianos como justificación de su guerra de destrucción: los ucranianos no tienen conciencia histórica, ni nacionalidad propia, ni élite. Como Hitler, y para el caso como Stalin, pretende utilizar los alimentos ucranianos como arma. Pero a un lector de Habermas no se le pide que considere estas semejanzas, ni que se pregunte si como alemanes podrían tener alguna responsabilidad hacia Ucrania: un país donde los alemanes mataron a millones de personas, no hace tanto tiempo.

Según Habermas, la guía de la civilización es la racionalidad, pero en su texto no hace ningún esfuerzo por identificar la racionalidad ucraniana. Mi sugerencia es que la omisión de una referencia a la Segunda Guerra Mundial hace más difícil identificar la racionalidad ucraniana, porque es una racionalidad basada en la supervivencia. No nos enteramos de que Putin niega la existencia de un Estado y una nación ucranianos, ni de que el servicio de prensa oficial ruso habla de la resolución de la cuestión ucraniana, ni de que la televisión rusa difunde regularmente un lenguaje genocida, ni de que los soldados rusos utilizan un discurso de odio genocida en sus justificaciones de asesinatos y violaciones, etcétera. Los ucranianos han llegado a la conclusión, con razón, de que luchan por la supervivencia nacional. Habermas alude a la difícil situación ucraniana en sus comentarios sobre las generaciones heroicas y posheroicas, pero esta forma alemana de plantear el problema aleja al lector de la experiencia ucraniana y quizá de las cuestiones más importantes. Pienso en Roman Ratushnyi, que murió en combate poco antes de cumplir veinticinco años. Roman era un activista cívico de dieciséis años en 2013, cuando protestó a favor de una asociación más estrecha entre Ucrania y la Unión Europea. Entonces se dio a conocer en Kiev como activista ecológico, defendiendo los espacios verdes de dudosos planes de desarrollo. Su vida y su actividad estaban orientadas hacia el futuro.

Estoy seguro de que Habermas tiene razón en que las anteriores generaciones alemanas y los jóvenes deberían hacer un mayor esfuerzo por entenderse, pero no es aquí donde encontramos los problemas más acuciantes. La guerra ruso-ucraniana es un conflicto entre generaciones de una forma mucho más directa, en el sentido de que los hombres que importan en la política rusa son una generación entera mayor que los hombres y mujeres que dirigen Ucrania. Putin libra su guerra en nombre de un pasado mítico: se refiere al siglo X (un bautismo por un vikingo) o al siglo XVIII (Pedro el Grande) como justificaciones para una guerra de agresión en el siglo XXI. La generación ucraniana ahora en el poder es la primera formada después de 1991, y su valor reside en la defensa de lo construido desde entonces, y en la defensa de un futuro europeo normal. Los hombres y mujeres que luchan en la guerra, algunos jóvenes y otros no tanto, relacionan la supervivencia nacional, de forma comprensible, con una vida normal y un futuro en la Unión Europea. Arriesgan y pierden la vida por ello. Eso puede considerarse ciertamente heroico, pero quizá de una manera que podemos entender. Poco tiene que ver con los debates en lengua alemana sobre el heroísmo, que en un contexto alemán está contaminado por el lenguaje nazi. Pero ¿es realmente el contexto lingüístico alemán el que debe guiar los juicios alemanes sobre otros pueblos? Cuando Habermas se detiene solo en los problemas que esto plantea entre su generación y las más jóvenes, elude cualquier confrontación con la racionalidad de la resistencia ucraniana.

“Nosotros también tenemos miedo”

A principios de la guerra, Katja Petrowskaja publicó un breve texto titulado “Amuleto para la resistencia ucraniana” que incluía la sorprendente observación de que eran los amigos de Kiev quienes la consolaban en Berlín. Es algo que hemos experimentado quienes hemos permanecido en contacto con colegas ucranianos durante la guerra: que su nivel de discurso ha sido menos emocional y más racional que el que prevalece en nuestros propios países. Leyendo a Habermas, pensé en algunas de las discusiones excesivamente racionales que he mantenido con ucranianos desde que empezó la guerra. Por regla general, los temas dominantes son: la soberanía del Estado, su futuro en Europa y la necesidad de proteger a las generaciones venideras.

Cuando pregunté al alcalde de Bucha qué debía decir a los europeos, se lo pensó unos minutos y me respondió que les dijera que “nosotros también tenemos miedo”. Intentaba tender la mano a los occidentales, mostrar que comprendía que los alemanes y otros podían estar asustados por la guerra. Fue un gesto generoso, ya que los temores de la gente de su propia ciudad (y de su propio país) están justificados por la experiencia del caos y el asesinato, mientras que los de los alemanes son especulativos y pueden ser autocomplacientes. La siguiente frase del alcalde fue: “Luchamos porque tenemos que hacerlo.” Bucha e Irpin, que ahora conocemos como lugares de atrocidad, eran antes de la guerra suburbios normales de una capital, desde los que la gente se desplazaba a trabajar todos los días. La guerra ha privado a los habitantes de esos lugares de sus vidas y sus bienes, también de algo que parece menos dramático pero que supone una gran pérdida humana: la sensación de normalidad cotidiana, de prosperidad alcanzable, de un futuro que podría ser mejor que el pasado. En Ucrania, esto es especialmente desgarrador, ya que las catástrofes del terror y la guerra han hecho que estos últimos treinta años hayan sido la primera oportunidad real de crear generaciones orientadas hacia el futuro.

Habermas no da nombre ni voz a ningún ucraniano

El presidente ucraniano, que no aparece nombrado en el ensayo de Habermas, solo figura como alguien “que entiende el poder de las imágenes”. A partir de tal descripción, el lector nunca adivinaría que Zelensky ha formulado durante esta guerra algunos argumentos filosóficos bastante reveladores sobre la relación entre el autoengaño y la guerra. Es una descripción curiosamente limitada del talento de Volodímir Zelensky, que se queda corta en medio de una realidad que es mucho más horrible que las imágenes que llegan a los alemanes. Habermas admite que detrás de lo que él llama complacientemente “escenografía familiar” hay un daño humano real. Sin embargo, nos encontramos con un filósofo alemán que describe a un presidente judío que está en el centro de la historia mundial como una especie de productor de Hollywood. Este es un lugar incómodo para terminar el debate sobre Zelensky, pero ahí termina.

Nada en el discurso alemán preparó a los alemanes para la realidad de un ataque ruso y la realidad de la resistencia ucraniana. Ante ese doble fracaso, parece razonable preguntarse si hay algo fundamental en el discurso alemán susceptible de repararse, quizá atendiendo a discursos y racionalidades más allá de Alemania. La primera regla del discurso poscolonial es que hay que dejar hablar a los colonizados. Sin embargo, Habermas no da nombre a ningún ucraniano, y mucho menos voz. El único europeo oriental que tiene nombre y voz en el ensayo de Habermas es Vladímir Putin. A Habermas no parece ocurrírsele que durante décadas el “poder de las imágenes”, en forma de ficción, ha funcionado para Rusia en Alemania. De hecho, en su irritación por el hecho de que Zelensky haya llamado la atención en Alemania, Habermas parece olvidar que Alemania ha estado inundada de propaganda rusa durante treinta años. Durante décadas, los tropos rusos han sido mucho más importantes en Alemania que la realidad ucraniana.

Una derrota de Rusia no conducirá a una guerra nuclear

Un estudioso del discurso podría plantearse ese problema. En cambio, Habermas repite y respalda la propaganda rusa sobre el riesgo de una guerra nuclear, al tiempo que ignora la estructura básica del discurso político ruso. Parece creer en un escenario en el que Putin se viera acorralado de algún modo por su propia guerra, y se viera obligado a intensificar la violencia. Sabemos que una derrota humillante para Rusia no conducirá a una guerra nuclear. Rusia fue derrotada y, de hecho, humillada en la batalla de Kiev, pero no utilizó armas nucleares ni intensificó la violencia. Sucedió lo contrario, mientras los propagandistas rusos reformulaban la historia de la guerra en la televisión rusa. Las tropas rusas no pueden ser acorraladas, ya que pueden retirarse a Rusia. Putin no puede ser acorralado, ya que gobierna sobre la base de una realidad virtual creada por unos medios de comunicación que él mismo controla. Sabemos que puede fracasar en la consecución de sus propios objetivos anunciados en una guerra (como hizo en Ucrania en 2015) y simplemente cambiar de tema. Puede hacer que todo su aparato de propaganda insista en que una nueva invasión de Ucrania es imposible (como hizo en 2021) y luego ordenar una invasión de Ucrania. Si cree que está perdiendo en Ucrania, hará que sus canales de televisión anuncien una victoria y cambiará de tema. Así es como funciona el discurso ruso, y solo dentro de él puede entenderse la racionalidad de Putin.

En lugar de considerar estas racionalidades ucranianas o rusas del siglo XXI, Habermas plantea su caso dentro del cómodo nido de la Alemania Occidental durante la Guerra Fría, un periodo en el que los alemanes eran menos responsables del destino de Europa, y no se esperaba que ningún intelectual alemán pensara en Ucrania. Se trata de un escenario etnográficamente muy específico, que Habermas parece confundir con la razón universal. Las generaciones más jóvenes no entienden, quiere hacernos saber Habermas, las lecciones fundamentales de las décadas de 1950, 1960 y 1970. Desgraciadamente, lo que dice sobre ese periodo es, de hecho, casi siempre equivocado. Habermas basa toda su argumentación en la afirmación histórica de que la Guerra Fría demostró que ninguna potencia nuclear podía perder una guerra. Esto es incorrecto. Tanto la Unión Soviética como Estados Unidos perdieron guerras importantes durante la Guerra Fría (y tanto Estados Unidos como Rusia han perdido guerras desde entonces). Estados Unidos fue derrotado por Vietnam del Norte, la URSS por Afganistán, y así sucesivamente.

Habermas ha hecho más probable la derrota de Ucrania

Habermas trata su experiencia subjetiva de Alemania Occidental durante la Guerra Fría como una verdad histórica, y extrae de ella la lección de que Ucrania no puede derrotar hoy a Rusia. Defiende una política exterior alemana basada en un razonamiento falso. Al contribuir a que una parte de la opinión pública alemana se incline por la tesis de que Ucrania no puede ganar la guerra, y al contribuir con ello a retrasar la entrega de las armas necesarias, Habermas hace más probable la derrota de Ucrania. Y de ese modo, hace más probable el colapso de Europa. El daño no termina ahí. En sí mismo, el argumento (incorrecto) de Habermas sobre el poder de las armas nucleares en los asuntos internacionales es muy peligroso. Si se cree en él, hará más probable una guerra nuclear real. Tratar las armas nucleares como una especie de objeto sagrado que hace invencible a su propietario equivale a hacer propaganda a favor de la proliferación nuclear.

Habermas describe la Guerra Fría como una época de “paz”. Es un ejemplo de lo que los pensadores no europeos podrían llamar “eurocentrismo”, o lo que los izquierdistas de Europa del Este llaman westsplaining. En opinión de Habermas, que resulta familiar a cualquiera que haya estado sometido a la propaganda de la UE durante décadas, los europeos en general y los alemanes en particular aprendieron de la Segunda Guerra Mundial que los conflictos deben resolverse por medios pacíficos. Pero los pueblos europeos no aprendieron esa lección de la Segunda Guerra Mundial. Durante esa contienda, Alemania luchó por las colonias hasta quedar exhausta y derrotada. Incluso en su celda de la prisión de Polonia, Jürgen Stroop reflexionaba sobre Ucrania como tierra de leche y miel. Tras la Segunda Guerra Mundial, otros Estados europeos lucharon en guerras coloniales por todo el mundo hasta que fueron derrotados o ya no pudieron permitírselo. Al igual que la integración europea ha permitido a los alemanes olvidar el aspecto colonial de su guerra, también ha permitido a los europeos occidentales olvidar sus guerras coloniales de los años cincuenta, sesenta y setenta. Cuando se perdieron las guerras coloniales, los líderes europeos empezaron a hablar de Europa.

Rusia está luchando una guerra colonial contra Ucrania

El relato de los Estados nación que aprendieron la lección de 1945 resulta gratificante para los europeos porque les permite ignorar la atrocidad colonial. Pero el olvido de la guerra colonial permite olvidar sus lecciones. Rusia está librando hoy una guerra colonial contra Ucrania, con una retórica y unas tácticas que deberían resultar conocidas después de quinientos años de historia europea (y en particular después de la retórica colonial nazi en el Este). Como los europeos en general (y los alemanes en particular) no han procesado su propia historia colonial, a veces se les escapa una lección obvia de la guerra ruso-ucraniana: el imperio tiene que perder una guerra colonial si quiere dejar de ser un imperio.

Habermas parece nostálgico de una época en la que todo el mundo entendía las cosas que él considera evidentes. Pero no debería esperar que a la gente le resulten evidentes cosas que no han experimentado, o cuando su interpretación de ellas es errónea. Su Alemania es impotente en asuntos internacionales, y su política interior consiste en hablar. Pero lo que realmente importa es dónde empieza la conversación y cómo se orienta. Si se pretende que discurra en círculos, no es en absoluto neutral, ni desde luego inocente. Tratar la conversación como un fin en sí mismo puede conducir a que se pierda el tiempo necesario para la acción. Hablar de armas pero no entregarlas, por ejemplo, crea la impresión de que se ha hecho algo, lo que puede tranquilizar las conciencias y deformar las discusiones sobre el curso de una guerra. Como siempre ha sostenido el propio Habermas, la forma que adopta el discurso es muy importante. Una vez que comprendemos el poder del discurso, comprenderemos el poder de aquellos –por ejemplo, autoridades morales respetadas– que vigilan sus límites, manipulan la memoria histórica y excluyen las voces de los vulnerables.

La decisión de construir NordSteam 2 fue escandalosa

Los errores históricos de Habermas minimizan la responsabilidad de Alemania en el actual estado de cosas, o más bien, y de forma bastante extraña para un filósofo, la responsabilidad de un político en concreto. Al escribir desde la perspectiva de una Alemania Occidental sentimentalizada en la década de 1970, Habermas no presenta a Alemania como una gran democracia con poder y responsabilidad, sino como al Kremlin le gustaría que la vieran los alemanes de hoy: como un peón en un juego mayor, sin más opción que someterse a realidades mayores. Esta postura de sumisión es quizás cómoda, ya que permite a Habermas ignorar las decisiones soberanas que incluso la Alemania Occidental de los años setenta era capaz de tomar, como la decisión de comprometerse con la Unión Soviética. Esa tradición de Ostpolitik se transformó, con demasiada poca reflexión, en la nueva Ostpolitik de comprar hidrocarburos rusos a una oligarquía que avanza constantemente hacia el imperialismo y hacia la extrema derecha. Dado que los miembros más razonables del SPD de la tradición de la Ostpolitik han reflexionado sobre su propio pasado, parece que merece la pena preguntarse si el compromiso irreflexivo de Alemania con Rusia hizo más probable esta guerra. Pero Habermas no medita sobre este punto.

Habermas no reconoce 1989, 1990 ni 1991 como puntos de inflexión importantes. En su opinión, Alemania no ha hecho gran cosa en los últimos treinta años. Menciona de pasada el “fracaso de los gobiernos alemanes” a la hora de evitar la dependencia del petróleo y el gas rusos. Pero esa fue una elección alemana, cuando había muchas otras disponibles. La decisión de abandonar la energía nuclear fue desconcertante; la decisión de construir NordSteam 2 después de que Rusia invadiera Ucrania en 2014 fue escandalosa. Estas decisiones de Alemania tuvieron consecuencias desastrosas. La elección de depender de las exportaciones rusas de energía también comprometió el debate político alemán. A pesar de toda la atención que pone en el discurso, Habermas parece no haberse dado cuenta de esto. Las elecciones políticas de Alemania en el siglo XXI han servido para financiar la guerra destructiva de Rusia. Mientras eso sea así, los alemanes no pueden pretender no estar implicados en la contienda. Han participado, sobre todo en el bando equivocado.

Hablar es importante. Hablar puede ser muy importante en política. En este sentido, Habermas siempre ha tenido razón. Pero siempre se ha equivocado (tanto en la Historikerstreit de los años ochenta como ahora) al trazar una frontera nacional alemana en torno a las discusiones. En la discusión sobre el Holocausto de entonces, como en la discusión sobre Ucrania de ahora, Habermas se equivoca al pensar que es posible confiar en el sentido común alemán y que las voces emocionales del este solo perturban a una élite alemana racional. Ningún discurso nacional sensato puede tener lugar dentro de un contenedor exclusivamente nacional. En particular, todo país con una historia colonial debe atender a las voces de los pueblos que han sido colonizados. Como antigua potencia colonial en Ucrania, y como socio económico de la actual potencia colonial en Ucrania, los alemanes estaban doblemente obligados a escuchar a los ucranianos, idealmente antes de la guerra, y como muy tarde en los días y semanas posteriores al estallido de la misma. Esto sencillamente no ocurrió.

Para Habermas, uno de los principales problemas de la vida política alemana es que los críticos de la política alemana son demasiado estridentes. Pero esos críticos tenían razón. Alemania estuvo a punto de cometer un error y sus vecinos nunca lo olvidarán. Habermas se equivoca profundamente en su valoración del deber del intelectual en tiempos de guerra. En sus esfuerzos por arbitrar el debate alemán, malinterpreta la historia contemporánea, deja de lado los fracasos alemanes recientes en la política hacia Rusia, excluye perspectivas desconocidas y categoriza el argumento ético como imagen o emoción. El discurso es importante, como siempre ha defendido Habermas, porque puede generar los conceptos y valores que amplían el sentido de la solidaridad y la responsabilidad. Pero esto solo es posible cuando el pasado está presente y se escucha al otro. Lo que Habermas ha hecho es dirigir el discurso alemán lejos de las realidades del pasado y las posibilidades del presente, y hacia la autoestima nacional. De este modo, ha retrasado el ajuste de cuentas de los alemanes con el pasado, ha hecho perder el tiempo cuando hay que tomar decisiones importantes y ha contribuido a llevar a Alemania al umbral de otro colapso moral. ~

Publicado originalmente en Frankfurter Allgemeine Zeitung. 

Traducción del inglés de la redacción de Letras Libres

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Timothy Snyder (1969) es un historiador estadounidense, profesor en la Universidad de Yale, especializado en la historia de Europa Central y del Este y en el Holocausto. Su libro más reciente en español es 'Nuestra enfermedad. Lecciones de libertad en un diario de hospital' (Galaxia Gutenberg, 2020).


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