No debería sorprendernos que el auge de las denominadas políticas de la identidad, consistentes en la defensa de los intereses de un grupo social a partir de los rasgos exclusivos que sus portavoces le atribuyen, produzca tensiones en el interior de la democracia liberal. La razón es sencilla: la democracia liberal, que es una forma política orientada al gobierno del pluralismo en sociedades heterogéneas, tiene como ideal normativo la pacífica coexistencia de los diferentes. Por supuesto, nunca ha existido una comunidad política sin fricciones entre sus miembros: hay individuos empeñados en que los demás vivan igual que ellos, igual que hay organizaciones y movimientos que persiguen la adopción pública de sus estándares morales. En un espacio público democratizado con la difusión de las redes sociales, sin embargo, se multiplican los actores que defienden activamente que su forma de vida es preferible a otras o que esas otras son impermisibles. A su vez, la neutralidad moral del Estado se ve comprometida cuando los gobiernos tratan de llevar a la práctica programas fuertes de intervención social.
En nuestro país, la controversia se ha centrado por momentos en una posición natalista que postula el valor superior de aquellas vidas que giran en torno al desarrollo de un proyecto familiar. Desde este punto de vista, no es que tener hijos o dejar de tenerlos sea más o menos consistente con la tradición, sino que la tradición tenía razón: la existencia personal se hace significativa cuando se abandona el individualismo y se adquiere un compromiso con el cuidado de los demás. El polemista Pedro Herrero ha insistido en este punto, estableciendo un vínculo causal entre el desarrollo de la modernidad y la erosión del sentido que proporcionaba la sociedad bien ordenada del pasado. Aunque en España no vamos solos a la bolera, por invocar la célebre imagen con que el sociólogo Robert Putnam ilustraba el debilitamiento del tejido civil norteamericano, abrimos cuenta en Tinder tras el divorcio y gastamos dinero en el psicólogo. Paralelamente, la vida amorosa se habría convertido en un bazar mediado por los algoritmos digitales y orientado a la maximización de las oportunidades eróticas. Si la vida moderna se parece a ese desierto moral que retratan las novelas de Houellebecq, la solución estaría en hacernos cargo de aquellas ataduras de las que se nos había enseñado a recelar.
No son argumentos nuevos. Pero tal vez radique ahí la incomodidad que algunos experimentan al oírlos: aquello que nos habíamos acostumbrado a desechar como un residuo conservador aparece ahora en lugares insospechados y por lo general disociado de su tradicional soporte religioso. Inesperadamente, la tradición se nos presenta como promesa de bienestar psicológico en una sociedad desalentada por la crisis de expectativas. En ese marco se inscribe la sonada intervención de la escritora Ana Iris Simón, quien ha reivindicado la mayor plenitud vital de generaciones anteriores y pedido a los poderes públicos más ayuda para los jóvenes que desean hoy fundar una familia. La insatisfacción produce nostalgia; nada impide que solo la primera tenga razón.
Ahora bien: en un país aquejado de una fortísima crisis de natalidad, era cuestión de tiempo que el problema de la familia hiciese acto de aparición. Su potencial político no ha pasado desapercibido a un sector de la izquierda que considera necesario evitar que un tema tan universal se convierta en patrimonio de la derecha, más hábil a la hora de politizar las dificultades que atraviesa una institución social que no parece –pese a sus transformaciones– destinada a extinguirse. En cualquier caso, no es el rendimiento electoral del tema lo que aquí me interesa, sino la relación entre la defensa pública de formas de vida particulares y el funcionamiento de la democracia liberal.
Se trata de un asunto intrincado. Por seguir con nuestro ejemplo, el periodista Ricardo Dudda se ha referido críticamente a la “monserga natalista” para censurar una actitud paternalista que se sustanciaría en la proyección pública de las obsesiones privadas y desemboca en la intromisión en la vida de los demás. Escribe Dudda: “¿De qué sirven mis convicciones si no puedo tirártelas a la cara, si no puedo moralizar con ellas?”. Por su parte, el economista Toni Roldán cargó en Twitter contra la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Ayuso, quien había lamentado que el ejercicio del derecho al aborto sea identificado automáticamente como un acto de libertad y ha prometido ayudas públicas para desincentivarlo. Para Roldán, se manifiesta aquí un concepto peculiar de la libertad: ·Libertad para que mis valores conservadores decidan sobre vuestras vidas”.
Nótese que Dudda y Roldán se están refiriendo a cosas distintas: uno lamenta la evangelización moral que practican algunos particulares y el otro estaría denunciando la intromisión del poder público en las decisiones individuales. Dudda tiene razón cuando lamenta la moralización agresiva de la vida ajena: el ideal pluralista apunta hacia la convivencia pacífica de los ciudadanos, de tal manera que habríamos de dejar vivir a los demás como les parezca oportuno sin tratar de convencerlos de que viven mal o toman decisiones equivocadas. ¿Quiénes somos para juzgarlo? El problema es que ese ideal tendría que materializarse en una sociedad donde nadie asumiera una actitud proselitista. Pero como eso no ha sucedido ni va a suceder, tal vez sea necesario aceptar que una parte de la conversación pública versará sobre el contenido de la vida buena. Y los conservadores tienen tanto derecho como los progresistas a defender públicamente sus creencias: el inconveniente de la sociedad liberal es que en ella caben todos. El conflicto subsiguiente será incómodo e incluso extenuante, pero siempre puede uno reajustar su sintonizador e incluso apagar la radio.
Por su parte, Roldán está afeando a Ayuso una concepción de la libertad que conlleva la decisión sobre la vida de otro. Si así fuera, ciertamente, poco habría de liberal en ello. Pero no parece tan claro que la posición de Ayuso implique una infracción de la libertad de la mujer; si la política defendida por la presidenta madrileña consiste en presentar una alternativa al aborto sin no obstante dificultar el ejercicio del derecho en cuestión, estaríamos ante una oferta más que ante una imposición. En otras palabras, se intervendría sobre eso que Cass Sunstein llama “arquitectura de la decisión”, vale decir, el entorno informativo en que tomamos nuestras decisiones. En ese sentido, no es lo mismo ser presidenta de una comunidad autónoma que un particular que opina en el espacio público. El gobernante puede crear condiciones favorables para que se adopten decisiones que de otro modo no se adoptarían y viceversa; el particular carece de una posibilidad semejante. De ahí no se sigue, empero, que en este caso se infrinja la libertad del individuo.
Si existiera una extensa red gratuita de guarderías públicas, por ejemplo, el Estado estaría facilitando la creación de unidades familiares de todo tipo al remover uno de los obstáculos a los que se enfrentan quienes tienen hijos. Pero ¿es facilitar lo mismo que incentivar? ¿Asume el Estado una posición perfeccionista, rompiendo su obligada neutralidad moral, si crea mejores condiciones para que formen una familia quienes así lo desean? ¿No sería para ello necesario que diera un paso más, por ejemplo lanzando campañas públicas de promoción de la natalidad? Y aun si lo hiciera, ¿no habría que distinguir entre un discurso natalista de corte tradicional y una política que tratase de hacer compatible la maternidad con la carrera profesional, sin tampoco imponerla?
Se pone así de relieve la influencia que el modo de empleo de los recursos públicos puede tener, directa o indirectamente, en la promoción de unas formas de vida frente a otras. Si el ideal liberal de la sociedad pluralista consiste en el ejercicio individual de la autonomía, que convierte a cada individuo en autor de sus propias decisiones, el Estado habría de actuar de dos maneras distintas pero complementarias. Por una parte, debe esforzarse negativamente por mantener la neutralidad, evitando privilegiar unas formas de vida sobre otras; por otra, debe buscar activamente la creación de aquellas condiciones de prosperidad y seguridad que permitan a cada cual trazar libremente su plan de vida sin verse sometido a presiones materiales o jurídicas irrazonables.
En un excelente artículo publicado en estas mismas páginas, el filósofo Manuel Toscano terciaba en la discusión sobre las vidas valiosas recordándonos oportunamente que el liberalismo aspira a crear sujetos autónomos que deciden conscientemente sobre lo que deben hacer o dejar de hacer: la vida buena será la que se vive como propia. De donde se sigue que el Estado no puede asumir un rol perfeccionista que estipule de qué manera hemos de vivir: “Los poderes públicos deberán velar por que se den esas condiciones de la autonomía, pero no pueden ir más allá, interviniendo en su ejercicio efectivo”. Recordemos que la neutralidad moral del Estado tiene su origen en las guerras de religión: para evitar que nos matemos entre sí por la índole de nuestras creencias, es preferible que cada uno decida en qué quiere creer. Nadie puede decidir por nosotros, porque nadie tiene una respuesta universalmente válida a la pregunta sobre la vida buena. Y corresponde a cada uno, si le da tiempo, decidir al final de su existencia si ha vivido bien o mal. Si considerásemos que no corresponde a cada individuo la decisión sobre cómo vivir, ¿qué nos impediría dar forma a un Estado moralista que asumiese una posición perfeccionista?
Ocurre que las decisiones no se adoptan en el vacío. El ejercicio de la autonomía personal tiene lugar en un contexto que es tanto familiar como social, de tal manera que el proceso de formación de preferencias se ve influido por la cantidad y calidad de las influencias que recibimos, así como por el grado de reflexividad con que las asimilamos. Por eso decía John Stuart Mill que una sociedad moralmente diversa es necesaria para el ejercicio de la libertad: si todo el mundo vive igual, no podemos elegir. Dicho de otra manera, una esfera pública vibrante permitirá a los ciudadanos tener acceso a ideas que complicarán sus certezas morales. Será inevitable que unas formas de vida gocen de mayor visibilidad que las demás. El liberalismo, entendido no como marco institucional sino como concepción del bien que pone en su centro la defensa de la libertad individual, padecerá a su vez una particular desventaja: más que decirle a la gente cómo debe vivir, les dirá que vivan como quieran. Para algunos de sus críticos, esto ya supone prescribir una forma de vida. Habrá que admitirlo, añadiendo que es una forma de vida preferible a las demás porque respeta la autonomía del prójimo y fomenta su capacidad de elegir.
¿Significa eso que las formas de vida no son susceptibles de crítica? No exactamente; hay argumentos que sugieren lo contrario. Por una parte, la lucha política no es un simple conflicto de intereses racionalmente discernidos y discutidos. Tanto los partidos como los movimientos recurren con frecuencia a argumentos morales a la hora de realizar demandas particulares: desde la crítica de la meritocracia a la abolición de la prostitución, pasando por la defensa del bienestar animal o la prohibición del burka. Separar política y moral es más difícil de lo que parece, al menos en lo que toca a la presentación pública de los argumentos en el marco democrático. Hasta cierto punto, no obstante, esto es cosa sabida. Resulta más interesante el hecho de que las conductas privadas pueden tener consecuencias públicas una vez agregadas, de tal manera que la crítica no se refiera a la bondad o maldad intrínsecas de sus contenidos, sino a sus efectos colectivos. Y esto puede ocurrir de dos maneras.
Por una parte, el éxito de algunas formas de vida sobre otras puede terminar dando forma a una sociedad que es en su conjunto muy diferente a la que existía antes de que esos nuevos valores y costumbres hicieran acto de aparición. Pensemos en la pérdida del fervor religioso, el debilitamiento de las tradiciones populares, la multiplicación del número de animales domésticos, la creciente fragilidad de la institución matrimonial o la reducción de los afiliados sindicales. Se trata de efectos derivados de la desaparición o marginalización de formas de vida particulares; quienes las defienden pueden alegar que preferirían vivir en una sociedad donde ellos sean mayoría o conservan fuerza social suficiente como para dejar su impronta en el entorno —cultural, cívico, comercial— en el que tienen que desenvolverse. Si casi nadie vive una vida valiosa, la sociedad misma se devalúa.
No obstante, el planteamiento puede llevarse más lejos. Sobre todo: puede alegarse que la persistencia de algunas formas de vida o la extensión de otras nuevas pone en peligro la base material de la sociedad. Ya no estaríamos hablando del daño moral o anímico que uno puede sentir cuando deja de reconocerse en los valores dominantes, sino de la aparición de un riesgo existencial que a todos afecta. En el caso de la natalidad, podría aducirse que un país en el que nacen pocos niños tendrá problemas para sostener su Estado del Bienestar y para mantener su nivel de riqueza, además de perder fuerza geopolítica en la esfera internacional. Es verdad que un natalista suele alegar motivos distintos para censurar moralmente a quien no tiene hijos, pero podría asimismo apoyarse en ellos siquiera sea tácticamente; del mismo modo, alguien despreocupado de la moralidad tradicional o poco interesado en el valor estabilizador de la familia podría sentirse concernido por los efectos económicos de la crisis de la natalidad.
De manera todavía más dramática, podría alegarse que hay formas de vida o hábitos cotidianos que ponen en peligro la sostenibilidad planetaria y, por tanto, son susceptibles de crítica. Tener coche o hacer turismo pasarían a convertirse en objeto de una censura que, pese a adoptar un tono moralista, estaría apelando a factores puramente materiales. Imaginemos que se inventa mañana un avión que no emite CO2: la crítica del turista de bajo coste tendría que hacerse sobre una base distinta. Pasaría igual con la natalidad: si una sociedad acepta el impacto económico derivado de su hundimiento o encuentra milagrosamente la manera de evitarlo, el natalista tendría que limitarse a defender el mayor valor de una vida organizada alrededor de la familia. En ausencia de tales circunstancias mitigadoras, habrá de aceptarse que el efecto material agregado de las formas de vida constituye un objeto legítimo de crítica.
Dicho esto, el debate sobre las formas de vida en una democracia liberal tiene que respetar –al menos sobre el papel– ciertas condiciones. Su premisa es que todas las formas de vida son a priori aceptables en una democracia; el debate tiene que centrarse en su mayor o menor preferibilidad. Tendrá lugar en el espacio público, por medio de la persuasión argumentativa y sin la intromisión del Estado; aunque gobiernos y partidos plantean argumentos morales en el curso de su actividad política, los ciudadanos no hablan con ellos sino entre sí. En ese sentido, debatir con otros acerca de la vida buena exige el cultivo de la tolerancia. Esta virtud cívica ya no puede entenderse como la aceptación resignada de las opiniones o costumbres que podríamos reprimir si así lo quisiéramos, sino como la aceptación respetuosa de las creencias y valores de los demás. Sería ingenuo, sin embargo, confiar en la generalización de las virtudes democráticas. La conversación pública seguirá siendo ruidosa y desordenada, albergando en su interior a una mayoría de ciudadanos pasivos y a una minoría comprometida con la defensa activa de formas de vida particulares.
Nada de esto debe entenderse como un llamamiento al antagonismo vocacional. La premisa de que corresponde a cada cual encontrar su camino en la vida, haciendo uso de su autonomía personal y sin que el poder público decida en nuestro lugar, sigue siendo el presupuesto más constructivo para la convivencia pacífica en la sociedad liberal: si unas vidas son más valiosas que otras, nos toca a nosotros mismos descubrirlo.
(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).