David Carr, columnista de The New York Times, escribía hace pocos días sobre cómo los medios de comunicación en Estados Unidos han abandonado coberturas y temas, y cómo grupos de activistas y organizaciones no gubernamentales han comenzado a llenar esos vacíos con sus informes.
Carr considera importante la distinción taxonómica; los activistas no hacen periodismo y muchos tienen agendas partidistas. Pueden revelar hechos y datos de indudable interés, pero su objetivo principal sigue siendo empujar posiciones ideológicas en la arena pública. Mientras el periodista sigue una historia para encontrar, en el activismo “la ideología crea su propia narrativa”.
Raramente los grupos activistas construyen datos; en su mayoría hacen conteos a partir de seguimientos hemerográficos, sin método, criterios de exclusión ni verificación. No documentan, enumeran supuestos agravios sin profundizar muchas veces. Pese a ello en México, los medios les han cedido una amplia agenda de temas, sin someter su trabajo a escrutinio.
En septiembre de 2012, en medio del clima de animosidad postelectoral, luchadores sociales afirmaban que el vocero de #YoSoy132 en Ensenada, Baja California, Aleph Jiménez Domínguez, había sido víctima de desaparición forzada (se hablaba incluso de tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes). El activista había decidido esconderse sin avisar a nadie y sin haber recibido una sola amenaza real, aunque luego intentó justificar sus acciones en el aumento de la criminalidad en la entidad y la interferencia en el celular de sus amigos. Un verdadero bulo.
El trabajo periodístico no es por definición adversario del gobierno, pero suele ser incómodo, porque la información y el análisis que aporta valor a esa información ayudan a crear contrapesos al poder. La prensa debería jugar el mismo papel con los reportes y boletines de los grupos activistas y poner a prueba la meticulosidad y consistencia en la aplicación de criterios al documentar incidentes. Avalar las cifras y las historias de los grupos activistas no puede responder a la lógica del mayor impacto noticioso; magnificar o desestimar desvirtúa la comprensión de cualquier fenómeno.
Organizaciones que supuestamente trabajan por la defensa de la libertad de expresión en nuestro país, emplean criterios discriminatorios, basados en simpatías políticas, a la hora de reprobar o exigir medidas ante la violencia contra periodistas.
El año pasado, el director del diario Milenio fue insultado y escupido por varias personas en la calle, mientras que la periodista Adela Micha fue atacada a huevazos mientras recibía un reconocimiento. Semanas atrás, supuestos estudiantes instigaban a otros en internet a darle “una putiza” a una reportera del diario La Razón. No hubo una sola palabra para ellos.
El contraste es dramático cuando las nulas acciones se confrontan con el respaldo público, incondicional y unánime que los luchadores sociales prodigaron a una periodista detenida en el contexto de un conflicto doméstico, de índole estrictamente privada sin vínculo con su ejercicio y derivado de su proceso de divorcio. A diferencia de ella, ninguno de los tres periodistas desdeñados es identificado como de “izquierda”.
En la misma línea se ubica la llamada Casa de los Periodistas, originalmente concebida como un proyecto de casa refugio para comunicadores en riesgo, pero que se convirtió en una asociación con la que el Gobierno del Distrito Federal ha pactado la entrega de recursos públicos que ascienden a 6 millones de pesos —de acuerdo con dos convenios firmados en 2010 y 2012— y de los cuales se autorizó la entrega, solo entre enero y febrero de 2011, de 210 mil pesos al director ejecutivo por concepto de honorarios. Aunque carece de manuales de operación y metodología de trabajo, periódicamente la agrupación boletina a los medios enérgicas condenas por agresiones a periodistas en el país, pero expurga cualquier caso grave que implique cuestionar con dureza el desempeño de las autoridades de la ciudad de México, de cuyo presupuesto se han beneficiado.
Los medios han dejado de preguntarse si los reportes que estos grupos y organizaciones producen (con su mochila llena de intereses y compromisos) son fiables; no se contrasta ni acredita su autenticidad antes de publicarlos. Constituidos en asociaciones civiles, muchos de los que eran receptores hoy resultan ser emisores y referentes informativos, pero sin las obligaciones del periodismo investigativo.
Los periodistas deberían recuperar sus agendas de largo plazo, ser quienes aporten las claves ante este —llamado así por la periodista María Dolores Masana— intrusismo profesional que se caracteriza por su indignación selectiva en función de militancias y fobias políticas.
Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).