Antipaseos

Observar la ciudad, no desde arriba como cuando Juan Preciado llegó a Comala, sino desde adentro, sin perspectiva.
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Ahora que vivo cerca de mi trabajo puedo llegar caminando o en bicicleta. Me gusta más pedalear, pero el trayecto es tan corto que me da flojera cargar la bici los tres pisos de mi departamento hasta la calle. Además, tengo que sortear a conductores neuróticos que abusan de la bocina y fumarme el humo que despiden los camiones, mientras espero detrás de ellos a que suban o bajen los pasajeros. Llego en siete minutos, eso sí.

Si camino tardo más tiempo, sin embargo, hago las paces con el Centro Histórico. Con las calles casi vacías y los comercios cerrados, es hermoso. Hay que esquivar escobas con las que barren las banquetas y algunas bolsas de basura abultadas que cada tantos metros ocupan el paso, pero la amplitud del espacio vacío es tranquilizante. Últimamente hago un recorrido por Bolívar, contemplando edificios envejecidos desde Cuba hacia Regina, donde doblo a la izquierda, para caminar por esa calle que parece una plaza alargada, donde de veras no hay nadie y se asemeja a un pueblo fantasma. Me da la sensación de que estoy más bien paseando y no acercándome al trabajo. Y los paseos por las mañanas son los verdaderos paseos porque todavía no hay de qué despejarse. Hay una iglesia abierta en la que más de una vez he considerado refugiarme: sentarme en una banca a prolongar el silencio y prolongar la ilusión de cruzar un territorio apenas habitado, entre la ciudad y el campo. Pero solo puedo voltear para saber si ya empezó la misa, pues si no ha empezado voy a tiempo.

De regreso, parece menos complicado volver a casa en bicicleta, pese al tráfico de automovilistas malhumorados. Las aceras están repletas de vendedores que entorpecen el paso y de peatones que en su mayoría hemos trabajado nueve horas, que caminamos sin prisa, como rumiando lo que hicimos durante el día, analizando a los jefes, los compañeros, los pendientes.

Repito, ¿repetimos? salir de la oficina a dominar el arte de no mirar al vagabundo que está dormido o pasado en plena calle Madero; de dejar caer una moneda, sin escandalizarse, en el tazón de plástico que sostiene una de tantas familias pobres que malviven en las calles. Observar la ciudad, no desde arriba como cuando Juan Preciado llegó a Comala, sino desde adentro, sin perspectiva.

Repetimos el acto de evitar pensar que de los cuatro mil indigentes (?) registrados en la ciudad, la mayoría duermen y subsisten en las calles del Centro Histórico. Conocemos, en teoría, las explicaciones, más o menos de donde vienen o cómo llegaron a habitar las calles por las que algunos andamos todos los días; por qué en una zona hay más familias, en otra ancianos y en otra adolescentes. Está en las noticias, en las estadísticas, en las pláticas de café, en las quejas sistemáticas, pero no nos involucramos.

Como tropezando, caigo en cuenta de que me he convertido en un caprichoso flâneur urbano, cuyo tránsito es más bien ambivalente. Un caminante como el que describe Frederic Gros en A Philosophy of Walking, que atraviesa y acompaña multitudes con resistencia ambigua hacia la ciudad capitalista; que por efectos de la costumbre ha empezado a aceptar la desigualdad del Centro Histórico con suavidad, que se mueve rápidamente entre otros “godínez” cansados, con ansias de distraerse.

En Crítica de la vida cotidiana, Lefebvre nos recuerda que percibimos la vida diaria sólo en sus formas familiares, triviales, no auténticas; y nos pregunta cómo podemos evitar la tentación de dar la espalda. Habrá que empezar por hacer del trayecto otra cosa que una terapia individualizada.

 

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