Los Balcanes: saldos de la guerra

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Durante el sitio de Sarajevo, las principales formas de entretenimiento eran el alcohol, el tabaco, el sexo y la conversación. Se bebía para olvidar el miedo completamente racional a las balas del francotirador o la bomba de mortero que llevaba escrito el nombre de uno, por utilizar el viejo cliché de los soldados. Los cigarros y la sociabilidad iban de la mano. En lo tocante al sexo, no saber si se estará vivo dentro de una semana o incluso al día siguiente hace maravillas para eliminar las inhibiciones "civilizadas" que impiden a la mayoría de la gente dar rienda suelta a su libido. Por supuesto, nada de esto resultaba sorprendente, o característico de la Bosnia en tiempos de guerra. Se trata de una peculiaridad de cualquier guerra o catástrofe humana.
     En contraste, lo que sí resultó atípico durante esos cuatro años de exterminio, desde mi perspectiva, fue la conversación. Su tono solía ser bastante diferente, por lo menos en mi experiencia, del que modulaba lo escuchado en otros conflictos. El tema que tantos de los bosnios que encontraba discutían con mayor obsesión era cómo habrían de vivir una vez que la guerra terminara. En otras palabras, en vez de vivir el momento —como lo hacían respecto de su vida sexual o su salud, al igual que la mayoría de la gente en tiempos de guerra—, en su imaginación vivían en cualquier tiempo que no fuera el presente. En lugar de ello, recordaban con exquisita nostalgia cómo eran las cosas antes de iniciado el conflicto, conjurando imágenes de sus casas de veraneo en la costa dálmata, sus vacaciones en París o Nueva York, y los intereses que cultivaban antes de que la lucha comenzara, pero de los que ahora estaban tan alejados como de aquella costa al otro extremo de tres ardientes frentes de guerra.
     Esto no quiere decir que no se conversara sobre la conflagración o la política. Por el contrario, los bosnios seguían con una fascinada desesperanza el desarrollo de la lucha, en gran parte desconsolador. En ocasiones, esta visión de las cosas, cargada de fatalidad, se veía interrumpida por las noticias de algún éxito en el campo de batalla para el gobierno bosnio. Sin embargo, las esperanzas que ello sembraba siempre resultaban vanas. Los bosnios nunca pudieron derrotar a los serbios en el campo de batalla, y mucho menos levantar el sitio de Sarajevo; debieron esperar a que, en 1995, la OTAN y el ejército regular croata intervinieran a su favor. Hasta entonces, los bosnios habían vivido de quimeras de rescate. Más que aferrarse a la esperanza de que su fortuna en el frente cambiaría, fincaban demasiadas esperanzas en los avances intermitentes del gobierno estadounidense, y en que finalmente estuviera listo para actuar y poner fin a la matanza.
     Por supuesto, también se daban conversaciones interminables sobre política. Los bosnios debatían cómo y por qué se había dividido Yugoslavia, así como quién era el responsable; disecaban el carácter del nacionalismo serbio en general, y de Slobodan Milosevic en particular, y bosquejaban la traición de su causa a manos del gobierno croata. También expresaban una profunda nostalgia por la era de Tito. Esto no era de sorprender: la última década del mandato del mariscal Tito fue la más próspera en la historia de Bosnia. Además, el antiguo tirano había promulgado una nueva constitución para Yugoslavia en 1974, la cual hacía de los musulmanes bosnios un pueblo denominado constituyente, de modo que, al menos en teoría, los ponía en el mismo nivel que los serbios, croatas y eslovenos, al tiempo que los elevaba por encima de minorías como los húngaros de la provincia serbia de Voivódina o los albaneses de Kosovo.
     Sin embargo, cuando esos temas se agotaban, como ocurría con el tiempo, cuando se hacía ya tarde y la gente estaba borracha y ya no buscaba disimular sus temores con bravatas retóricas, especulaciones estériles y frustrantes, o nostalgia dolorosa, recuerdo que las conversaciones entre los bosnios giraban, en su mayoría, hacia lo que harían cuando la guerra por fin terminara —suponiendo que algún día lo hiciera— y sus vidas retomaran su curso normal. Era un lugar común escuchar a los ancianos insistiendo en que regresarían a aquellas casas cerca del mar. Los jóvenes a menudo hablaban sobre los juegos de computadora que podrían jugar, la ropa que podrían comprar y la música que tendrían que escuchar para ponerse al día. Los hombres conversaban sobre los autos que podrían adquirir, y preguntaban a los visitantes cómo eran los últimos modelos de Mercedes o BMW. Las mujeres hacían preguntas similares a los periodistas extranjeros y a los trabajadores de ayuda humanitaria acerca de la moda o el maquillaje, y hablaban, anhelantes, del agua para sus largos baños calientes (las mujeres bosnias tienden a ser tan puntillosas sobre su apariencia como sus hombres son desaliñados). Y los estudiantes y artistas hablaban de los libros, conciertos y exhibiciones de que se habían perdido a medida que la guerra se prolongaba.
     Sin duda, se trataba de anhelos comunes y a menudo convencionales, que casi cualquier grupo de europeos relativamente prósperos habría compartido en la última década del milenio. Sin embargo, para quienes habían estado en otras zonas de guerra en regiones pobres del mundo, parecían en realidad muy poco comunes. Ante todo, la palabra "normal", o más bien las suposiciones que había tras ella, encerraba todo aquello que diferenciaba la catástrofe bosnia de las demás guerras que tuvieron lugar en el mundo durante el mismo periodo, desde Somalia hasta Afganistán.
     El meollo de lo que muchos periodistas extranjeros y trabajadores de ayuda humanitaria no lograron comprender al principio era que, desde la perspectiva de los bosnios, lo que éstos estaban atravesando no sólo era terrible: era anormal. El contraste con el mundo pobre no podía ser más tajante. Allí, los civiles casi nunca se engañan creyendo que su sufrimiento es anormal. Sin importar cuán amargo pueda ser, llegan a la única conclusión racional que se puede inferir, racionalmente, de sus experiencias del pasado: que la guerra, la privación y el sufrimiento no sólo han sido siempre una parte demasiado "normal" de sus vidas, sino que tal vez continuarán siendo su destino. Decir esto no equivale a sugerir que no lamentan y resienten su terrible sino: no serían humanos si se mostraran tan resignados. En lugar de ello, tienen, como tendría cualquiera en su situación, sueños de rescate, de huida o de revolución. Sin embargo, el somalí o el afgano común sabe perfectamente bien lo que el mundo, con toda probabilidad, le depara, y lo sabe tanto como desea lo contrario. Esperar algo mejor es, en efecto, esperar un milagro.
     Los bosnios veían las cosas de una manera del todo diferente. Para ellos, imaginar la paz y la prosperidad no era desear algo sin precedentes: era simplemente creer que, tarde o temprano, sus vidas volverían a ser como habían sido durante varias generaciones. Era esto lo que hacía de Bosnia algo único en la historia de las guerras contemporáneas. A pesar de todos los horrores que ocurrían —horrores que igualaban y a menudo superaban los de muchas guerras en el mundo pobre—, pocos bosnios pudieron aceptar del todo que se trataba de algo más que una perversión de lo que se había "planeado", por extraña que suene la palabra.
     Obviamente, esto no significa que los bosnios negaran la realidad de la guerra. Empero, a pesar de todas sus pérdidas y, en última instancia, a pesar del amargo y estoico sentimiento, que con tanto esfuerzo consiguieron elaborar, de haber sido abandonados a su destino, continuaron abrigando, sin importar cuán irracionalmente, una constante convicción de que lo sucedido simplemente no debía haber sucedido. De nuevo, esto no era producto de ningún defecto fundamental en el carácter bosnio, y mucho menos de alguna incapacidad para comprender el mundo como en realidad era. Por el contrario, la paradoja radicaba en que los bosnios se vieron por completo confundidos cuando el conflicto los absorbió, precisamente porque habían entendido bien el mundo que habitaban antes de la guerra, y porque se sentían enteramente parte de él. Su desconcierto fue el desconcierto de los europeos. Era en calidad de europeos, aunque de una de las zonas marginadas de ese continente privilegiado, como podían suscribir la creencia de que la guerra era algo que se había consignado al basurero de la historia.
     "La generación de nuestros padres solía hablar de la Segunda Guerra Mundial todo el tiempo", me dijo la escritora y traductora bosnia Senada Kreso a principios de 1993, poco después de mi arribo a Sarajevo. "Habían sufrido tanto." Pero ya para muchos miembros de la generación de Kreso —nacida en 1952— todo ello parecía irrelevante. "Supusimos —dijo—, y en realidad con el tiempo también nuestros padres, que la suya era la última generación de yugoslavos que experimentaría tales horrores. Ahora todos éramos europeos. Los franceses y los alemanes ya no pelearían de nuevo, y tampoco nosotros."
     Sin duda, los estudiantes de la generación de Senada Kreso siguieron alimentándose de historias de heroísmo partidista en la escuela, pero ya no los conmovían más de lo que las historias de Dunkerque o de la Resistencia conmovían a miembros de su generación en Londres o París. En cuanto a la gente nacida en los años 60 y 70, no sólo era la guerra de Tito en contra de los nazis y los chetniks monárquicos, sino la idea misma de la guerra lo que se había convertido en algo ajeno. En la década de 1980, casi todos los habitantes de la antigua Yugoslavia creían que su país compartiría el futuro de Europa Occidental, donde tantos habían prosperado como trabajadores huéspedes. Y en ese futuro la guerra ya no aparecía como una posibilidad real. A pesar de la exaltada retórica de unos pocos nacionalistas, que los yugoslavos pelearan unos contra otros era tan inconcebible como que Francia le declarara la guerra a Alemania.
     Claro, los bosnios aprenderían, para su horror y aflicción, cuán equivocados estaban. La guerra en Bosnia duró cuatro años, costó 250,000 vidas, desplazó a más de un millón de habitantes y dejó en ruinas extensas zonas de lo que había sido un país rico. Sin embargo, nada de esto podía alterar un profundo sentimiento de confusión, e incluso indignación sobre lo que había ocurrido. En realidad, los bosnios no creían que tales cosas no sucedieran; más bien sentían que ya no debían ocurrir a los europeos. Y para ser honestos, esta visión, si bien rara vez expresada, fue también la base de la atención que ganó el conflicto en todo el mundo. ¿Una guerra en Europa? ¿Una guerra en la que los refugiados eran blancos? Se trataba, por usar la vieja fórmula periodística estadounidense, del epítome de las historias en que el hombre muerde al perro y, como tal, era casi tan notorio por su incongruencia como por la tragedia que entrañaba.
     Es este sentimiento de haber experimentado no sólo una tragedia, sino algo anormal, lo que ha subsistido como secuela de la guerra, y que resulta tan desconcertante para cualquiera que, como yo, haya vivido la guerra en Bosnia y que ahora regrese como visitante, seis años después de que se impusiera una paz fría y displicente tras la firma del Acuerdo de Dayton en 1995. Dicho acuerdo puso fin a la guerra bosnia e introdujo el periodo actual, en que el país quedó bajo la protección de las potencias de la OTAN y de las Naciones Unidas, y  esperaba dar los primeros pasos hacia la reconstrucción. En teoría, lo que la presencia europea debía lograr, así como los importantes envíos de dinero y el despliegue de tropas, era, precisamente, permitir que los bosnios regresaran a aquello de lo que con tanto anhelo habían hablado durante el conflicto: la normalidad europea. Y sin embargo, los resultados de esos esfuerzos son, cuando mucho, mixtos.
     En apariencia, los signos son en su mayoría positivos. Si bien subsisten viejos rencores, ya no hay lucha, ni es probable que la haya en el futuro. El sueño de Slobodan Milosevic, en el sentido de esculpir una Gran Serbia a partir de los restos de la Yugoslavia que él destruyó casi por sí solo, está muerto. El nacionalismo serbio todavía tiene fuerza en la actual Yugoslavia (integrada ya sólo por Serbia y Montenegro), al menos en la imaginación. No obstante, si bien muy pocos miembros de la elite serbia, incluso los alineados con las tendencias políticas más liberales, expresan remordimiento sobre lo ocurrido en Bosnia, y si bien, quizá, esta indiferencia ante acontecimientos que probablemente se consideran un genocidio en las leyes internacionales es aún más pronunciada entre el pueblo serbio en general, nadie espera seriamente interferir en Bosnia. En lugar de ello, el ánimo actual en Belgrado es de adusta resignación sobre la muerte de Yugoslavia y la reducida posición de Serbia, de consternación sobre el desastroso estado de la economía —Yugoslavia, antes el segundo o tercer país más rico de la Europa central y del Este, ahora es el más pobre o el segundo más pobre después de Rumania—, y  de esperanza por que la Unión Europea rescate al país.
     Si hay algo que pueda reavivar las pasiones políticas nacionalistas en la actualidad, ese catalizador no es Bosnia, sino Kosovo. Claro, los serbios siguen molestos por la campaña de bombardeos de la OTAN durante la guerra de Kosovo. Difícilmente podría ser de otra manera: dicha campaña destruyó gran parte de lo que quedaba de la planta industrial pesada de Yugoslavia. Y si bien la mayoría de los puentes destruidos por los ataques aéreos de la OTAN ya fueron reconstruidos, las cicatrices de la ofensiva siguen visibles en las calles de Belgrado, donde las ruinas quemadas de los edificios oficiales, como los cuarteles del Partido Socialista de Milosevic, la estación de radio y el Ministerio de Defensa, son el callado testimonio de la terrible supremacía tecnológica de la fuerza aérea estadounidense.
     De cualquier modo, se trata de una amargura matizada con melancolía. La gente habla de cuán equivocado estuvo Occidente al atacarlos, pero es casi como si sus corazones no se lamentaran.

Saben que los extranjeros ven a Serbia como un paria y que es poco probable que se muestren particularmente compasivos. Como lo expresó un joven serbio, "estos últimos diez años fueron una completa pérdida de tiempo. Debemos unirnos a Europa y continuar con nuestras vidas. No sirve de nada vivir en el pasado".

Claro, con esto también quiso decir que no sirve de nada recordar lo que los serbios hicieron en Croacia del este, Bosnia y Kosovo. Para este joven, y para muchos de sus contemporáneos, lo que tenía sentido era empezar de nuevo: en efecto, los serbios pasarían por alto lo que Occidente les había hecho y, a cambio, esperarían que Occidente olvidara lo que ellos habían hecho. Un cínico diría que se trata de un arreglo muy ventajoso para los serbios: ellos olvidarían unos cientos de muertos causados por los bombardeos de la OTAN, y el mundo pasaría por alto los cientos de miles de personas asesinadas en nombre de la Gran Serbia.
     Y sin embargo, cuando todo acabe, la historia se ocupará tanto de olvidar como de recordar. Así debe ser. De otro modo, el peso del pasado sería intolerable y todos estaríamos condenados a vivir en un mundo de vendetta. Cierto, el progreso en el establecimiento de tribunales internacionales de lo criminal que juzgarán a los más floridos asesinos de masas, como Slobodan Milosevic, cambia un poco la ecuación; sin embargo, a pesar de las exigencias de los activistas de derechos humanos, no se debería exagerar este cambio. No puede existir un sistema real de justicia internacional sin un gobierno mundial, y no existe perspectiva alguna sobre la existencia de un gobierno mundial. Mientras tanto, la justicia estará reservada a los criminales de guerra de Estados débiles, como Serbia —o, posiblemente, para terroristas como Osama Bin Laden—, y no de Estados poderosos, como China o la Federación Rusa. En gran parte, lo más necesario para hacer que la gente deje de matar y quiera vivir en paz será lo mismo de siempre: el paso del tiempo.
     Para aquellos que mostrábamos un interés apasionado por Bosnia, darse cuenta de esto es doloroso. Y con todo, se trata de algo que cada generación que ha vivido una guerra debe enfrentar y aprender a aceptar. Como la gran poeta polaca Wislawa Szymborska escribió, acerca de la lucha que su propia generación libró para desprenderse de las memorias de la Segunda Guerra Mundial:
      
     Aquellos que sabían
     lo que estaba ocurriendo
     deben abrir paso
     a los que saben poco.
     Y a los que saben menos.
     Y al final, a quienes no saben nada.
      
     Los serbios aún no han alcanzado ese punto, ni sería razonable esperar que lo hubieran alcanzado en menos de tres años a partir del fin de la guerra en Kosovo. Y, comprensiblemente, los informes constantes y aterradores sobre la limpieza étnica en contra de sus propios hermanos de la provincia separada continúan avivando las emociones de la gente y alimentando su amargura. Y no obstante, incluso respecto de Kosovo, los ánimos han amainado bastante. De hecho, es un rumor extendido en Belgrado que el primer ministro reformista, Zoran Djindic, quien comenzó su carrera no como político sino como estudiante del filósofo alemán Jürgen Habermas, es lo suficientemente realista para comprender que no sólo no tiene voz en lo que concierne al futuro de Bosnia, sino que tal vez tampoco la tiene respecto del futuro de Kosovo. Algunos diplomáticos extranjeros y oficiales de las Naciones Unidas incluso insisten en que Djindic está negociando para que los serbios, efectivamente, renuncien a reclamar la provincia.
     Claro, Djindic debe compartir el poder con el presidente yugoslavo Vojislav Kostunica, mucho más impregnado de nacionalismo, en torno a quien se han reunido numerosos ex seguidores de Milosevic e incluso miembros de grupos mucho más extremistas. No obstante, Serbia no sólo está en bancarrota, sino que quedó fuera de combate. Los bombardeos de la OTAN se encargaron de ello con creces. Por supuesto, aun cuando Milosevic languidece en una prisión en La Haya y sus allegados y sus terroristas pagados huyeron, en los centros nocturnos de Belgrado siguen proliferando jóvenes rapados que no conocen sino la violencia, y que se vieron beneficiados enormemente por la licencia para saquear, violar y matar de que gozaron durante las guerras yugoslavas de secesión. Bajo condiciones adecuadas, estos muchachos, criados para la guerra, ciertamente se apresurarían a aprovechar la oportunidad de regresar a ella; pero los días en que eso aún era posible al fin parecen haber terminado. A pesar de todo lo que los divide, Djindic y Kostunica coinciden en repudiar cualquier solución estilo Milosevic a la catástrofe económica. En otras palabras, incluso Kostunica se opondría de manera resuelta a cualquier intento por fomentar otro periodo de lucha étnica, esta vez, presumiblemente, en la provincia de Voivódina, al norte de Serbia, donde los húngaros solían predominar y todavía cuentan con una minoría sustancial.
     En contraste con la situación en Serbia, ni siquiera una minoría considerable de bosnios musulmanes aprovecharía la oportunidad de regresar al campo de batalla. Es verdad que muchos ex soldados del lado del gobierno bosnio nunca entregaron sus rifles de asalto Kalashnikov, metralletas Heckler o rifles de francotirador Dragunov. Sin embargo, su negativa para desarmarse es en realidad menos ominosa de lo que podría parecer a primera vista. Como Estados Unidos, la antigua Yugoslavia es un país donde los hombres están enamorados de las armas. Y si bien son conocidos por ser uno de los pueblos eslavos menos belicosos del sur, los bosnios no se alejan tanto del promedio cultural. Con todo, una cosa es conservar un arma —por razones de nostalgia o, de manera más realista, para tener la posibilidad de responder, pistola en mano, a un trato de negocios fallido o a una disputa familiar (es la realidad balcánica para muchas, muchas personas, nos guste o no)— y una muy diferente alimentar la fantasía de regresar a la guerra.
     En verdad, la guerra fue tan terrible para la mayoría de los bosnios que es difícil imaginar cualquier circunstancia que los movilizara de nuevo para luchar —a excepción de otro ataque por parte de Serbia, lo cual no es siquiera una posibilidad remota, por la sola razón de que los poderes de la OTAN nunca lo tolerarían. De cualquier modo, si bien se han vuelto inmunes a la guerra, ello no significa que hayan aceptado o aprendido a vérselas con la paz. En el nivel psicológico, para muchos de ellos sigue siendo imposible digerir la guerra. Los signos externos de la lucha se están borrando a medida que la reconstrucción cobra velocidad, particularmente a lo largo de los últimos dos años, pero las deformaciones internas permanecen. De acuerdo con muchos médicos, las relaciones entre los sexos se vuelven cada vez más brutales (y nunca fueron demasiado equitativas, ni siquiera antes de la guerra); los índices de suicidio han aumentado en forma notoria; y existe un sentimiento generalizado de falta de sentido.
     Obviamente, la terrible situación económica explica una parte sustancial de todo esto. Bosnia podrá ser más rica que Serbia hoy en día —una realidad que atestigua el hecho de que, hoy en día, la gente roba coches en Bosnia para venderlos en la actual Yugoslavia, y no al contrario, como sucedía en un año tan reciente como 1999—, pero el desempleo real sobrepasa por mucho el 40%. Las grandes sumas gastadas por donantes extranjeros en Bosnia tras la guerra, estimadas por diversos métodos entre 46,000 y 53,000 millones de dólares, han producido resultados notoriamente magros. Sin duda, estas cifras incluyen miles de millones de dólares gastados en el despliegue continuo de tropas de la OTAN, pero aun incluyendo esto, la cifra está fuera de toda proporción respecto de cualquier paquete de ayuda previo destinado a la reconstrucción de postguerra. Dado que hay menos de cinco millones de bosnios, esto equivale a dar alrededor de 10,000 dólares para cada ciudadano del país.
     Un estudio reciente comisionado por el Open Society Institute de George Soros concluyó que, en gran medida, el dinero se había dilapidado. La corrupción es desenfrenada, las instituciones educativas siguen en la miseria, y la infraestructura médica es apenas una sombra de lo que era antes de iniciada la guerra en 1995. Durante los primeros años de paz, muchos bosnios atribuían esos males a la corrupción del partido en el gobierno, el sda (Partido de Acción Democrática), cuyo presidente durante la guerra era Alija Izetbegovic. Sin embargo, el sda fue destituido hace un año a manos de una alianza de partidos encabezada por el Partido Comunista reformado y vuelto socialdemócrata, el Zlatko Lagumjia. Para la consternación de la elite liberal bosnia, la Alianza ha resultado tan corrupta como su predecesor. Los empleos se distribuyen de acuerdo con los requisitos del patronazgo político y los lazos familiares, mientras que, al menos en el nivel local, el mejoramiento de la vida de los bosnios comunes parece preocupar tan poca cosa a los nuevos apparatchiks de la Alianza como a los oficiales del sda a quienes sustituyeron.
     El resultado es que los bosnios, ya cínicos respecto de sus líderes y pesimistas sobre el futuro de su país, han perdido casi toda esperanza. La mayoría de la gente joven no sueña sino con emigrar —esto en un país donde, a diferencia de Croacia, Serbia y Kosovo, la emigración era históricamente bastante rara. En Sarajevo hay a diario largas filas frente a las embajadas de todos los países occidentales, y en los cafés la gente joven planea cómo irse al extranjero. Las personas mayores —y en Bosnia, por lo general, se cae en la cuenta de que uno es viejo a los cincuenta— se muestran menos dispuestas a dejar su país, pero no están menos abrumadas por una sensación de impotencia y desesperanza. También hay un profundo sentimiento de decepción, una creencia extendida, aunque rara vez se exprese explícitamente, de que el mundo exterior, tras haber fracasado en su intento por rescatar a Bosnia de su calvario, debería de alguna manera restablecer el país como era antes.
     Lógicamente, los bosnios saben que ello es imposible. Ni todo el dinero del mundo, incluso si se gastara con orden, en lugar de dilapidarlo, podría borrar el sufrimiento de los años de guerra o mitigar el horror y la injusticia de lo ocurrido. Pero es aquí donde el sentimiento bosnio, ése de que lo sucedido no sólo fue terrible sino anormal, ha causado un efecto extremadamente dañino. Los bosnios están molestos con Occidente y al mismo tiempo esperan que los rescate. En cierto sentido, la cultura de la dependencia y la cultura del privilegio interactúan de la manera más perjudicial y destructiva. Y mientras tanto, los oficiales occidentales en Bosnia, y los gobiernos que representan, se muestran cada vez más impacientes con los bosnios, a quienes consideran malcriados, desagradecidos y flojos. No es de sorprender, pues, que en la actualidad bosnios y extranjeros no se comuniquen, sino más bien sostengan lo que los franceses llaman un diálogo de sordos.
     Insatisfechos con la respuesta de Occidente, y aun así paralizados por su propio sentimiento de impotencia y aflicción, es como si muchos bosnios estuvieran caminando dormidos a través de sus vidas.
     Sarajevo, en particular, no está saliendo adelante. Si bien gran parte de la Bosnia rural ha retrocedido hacia una vida casi premoderna en los pueblos, en la que los granjeros venden pieles curtidas a la orilla de los caminos, una buena parte de la economía está basada en el trueque y muchas personas se han aislado en sus propias comunidades, y si bien gran parte de la Bosnia rural en las afueras de Sarajevo está sufriendo a causa de la misma desaparición de la base industrial que ha padecido el antiguo imperio soviético desde 1991, la capital bosnia, que durante la guerra merecía la atención de tantas personas en todo el mundo, está empantanada en la miseria y la negación. La gente es simplemente incapaz de moverse. En lugar de ello, viven casi como lo hacían durante la guerra: para el momento.
     Un amigo bosnio que emigró a Estados Unidos, pero que regresa a su natal Sarajevo una vez al año, me dijo con evidente frustración: "Aquí todos quieren negociar para hacerse rápidamente de unos cuantos dólares. Si les dices 'ahorra para el futuro', sólo ríen. '¿Qué futuro?', te preguntan. Dicen que no hay futuro para Bosnia".
     Y, por supuesto, si eso es lo que la gente llega a creer, entonces ése terminará siendo su destino. Las grandes potencias mantendrán una presencia militar para conservar la paz, pero es un hecho que, con Afganistán, el retroceso de la economía mundial y la militarización de las sociedades occidentales que ha acompañado la guerra contra el terrorismo, quienes elaboran las políticas consideran la ayuda destinada a Bosnia cada vez más como un lujo que ya no se puede pagar. Los propios bosnios parecen comprender esto sólo en parte. Al menos para quienes estaban en edad de combatir, el reto de vérselas con lo ocurrido es ya más de lo que muchos pueden manejar.
     "Me estoy volviendo como mi abuela —me dijo una amiga en Sarajevo—, aburriendo a todos con mis reminiscencias del sitio." Y agregó, "eso es lo único sobre lo que cualquiera de nosotros puede o quiere hablar. Estamos atrapados en nuestros recuerdos".
     El poema de Szymborska termina con estas líneas:
      
     Alguien tiene que yacer
     sobre la hierba que cubre
     las causas y los efectos,
     con una espiga entre los dientes,
     mirando cómo pasan las nubes.
      
     Pero los bosnios aún no alcanzan ese punto. Y de ninguna manera está claro cuándo lo podrán alcanzar. –— Traducción de Adriana Santoveña

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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