Artistas y ambidiestros

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El epígrafe de esta nota es una de las sesenta cartas que enviaron Bestué y Vives a sesenta destinatarios de Barcelona cuando Chus Martínez les propuso participar en la exposición (valga el término, a falta de otro más apropiado) Mal de escritura, que podrá verse y sobre todo hojearse o leerse en el Centro de Documentación del macba de Barcelona hasta final de mes.

Además del convento, recibió la suya el restaurante favorito de la pareja (se autoinvitaban a almorzar gratis durante un año como parte del proyecto) y el honorable ex president Jordi Pujol (le devolvían una foto que se hicieron con él en un aeropuerto, arrepentidos de su arrebato fetichista); la tienda de los chinos de la esquina (con membrete del Ministerio de Exteriores de China, con los códigos secretos que anunciarán el inminente alzamiento revolucionario de sus conciudadanos en España) y la madre de un amigo de la infancia (con la confesión tardía de una fascinación erótica adolescente); el actor Lluís Homar (invitándole a recitar en voz alta la frase “A estas alturas de mi vida ya estoy exento de temor y deseo”) y el compañero de instituto largo tiempo perdido de vista (anunciándole que ya nunca se le devolverá un libro que probablemente ya tuviese completamente olvidado). Siempre mandaron lo que escribieron, pero no siempre escribieron lo que mandaron: uno de sus envíos fue una postal de Egipto usada y matasellada, escrita y recibida veinte años atrás, que compraron en el Mercado de Sant Antoni, sellaron de nuevo y volvieron a echar al buzón. Cerraban así una especie de bucle entre cómico y melancólico que tiene que ver con el espíritu de este proyecto y de muchos de sus trabajos. ¿Llegaría de nuevo al destinatario perplejo, veinte años después? ¿O a otro nuevo en las viejas señas, quizá aún más desconcertado?

La telaraña tejida por los artistas cómodamente, en el estudio, pinta como sin quererlo una especie de retrato colectivo de su micromundo (de lo personal a lo político, si no son ambas cosas lo mismo), juega con el azar, se beneficia conscientemente de la reacción diferida que suscita y la posición “a salvo” del que escribe (Bestué y Vives dan en el clavo al hablar de la cobardía implícita en el acto de escribir) y acepta el misterio del incontrolable destino final de lo escrito: al fin y al cabo, escribir un libro o una carta tiene mucho de lanzamiento de mensaje en botella, y artistas y escritores comparten la condición de náufragos en la isla desierta del escritorio o del estudio. Es muy posible que en todo lo anterior pueda verse reflejado ese modelo de escritor “tradicional” que Mal de escritura se propone revisar.

Y aumentar: porque la idea de partida es dar a conocer la escritura de los artistas. Y contaminar, seguramente, las dos taxonomías. ¿Qué pasa cuándo alguien supuestamente dedicado a trabajar con claves visuales se apodera de la escritura y la retuerce con otros fines? ¿Cuáles son las referencias y los fines de quien escribe sin ubicarse, en principio, en una tradición literaria? ¿Se puede hablar, que diría De Quincey, de la ficción considerada como una de las bellas artes?

Otro de los trabajos sirve de emblema aproximado del proyecto: Bitsy Knox es una artista zurda que muestra las páginas del diario que recoge su intento por volverse ambidiestra y escribir, con la mano derecha (la mala), una novela. Fechados desde el primer día, vemos sus primeros ejercicios caligráficos, la evolución de sus vocales y consonantes desde la ilegibilidad hasta que poco a poco forman palabras y frases cada vez más pulcras: las líneas que se enderezan, los párrafos que empiezan a encadenarse, las ideas que fraguan como consecuencia.

Como ella, otros artistas se instalan aquí en la escritura como terreno incómodo y por explorar, y ven en la posible torpeza al manejar un medio nuevo un acicate y una curiosa ventaja. No se trata aquí de explotar la escritura en tanto que elemento puramente gráfico. O no del todo: aunque todo esto no viene mal para recordarnos que al final –o al principio– lo escrito entra por los ojos. Y en ese sentido no deja de ser un arte visual. Pero aquí laten por debajo otras sugerencias: la concepción del texto como “proceso” y el paso a un lugar secundario de la idea de obra acabada, pulida, corregida y cerrada antes de entregarse a la mirada de terceros. Parece que la deriva conceptual de Duchamp caló entre los artistas más que entre los escritores: quizá cuando un artista coge la pluma (con la izquierda o con la derecha) es más consciente de las posibilidades de la escritura como “documentación del proceso” de escribir; del hecho mismo del escribir como work in progress por excelencia. Una escritura que es más un espacio capaz de proveer de margen de maniobra que un mero instrumento o vehículo: más fin que medio, para entendernos.

También hay libros-libros aquí: Rita McBride, una artista que ha trabajado con temas relacionados con la estandarización y la serialización, propone sus ediciones baratas de novelitas pulp. Escritas en equipo y siguiendo las recetas infalibles del género policíaco, la fantaciencia o la novela rosa, desde la foto de la portada hasta el desarrollo de la trama: en este caso, es difícil decir si la “obra” es la ficción resultante (que puede leerse y se vende sin problemas como literatura de estación), cada uno de los volúmenes de la colección, el proceso de su escritura o la idea misma del conjunto.

Unos, como Seth Price, practican una especie de ensayo-ficción visual y escrito que retuerce las posibilidades de la narración fragmentada. Otros, como Miranda July, son más convencionales: aparte de dirigir películas y de hacer performances, escribe relatos en un tenue estilo lírico-minimal que publica después por los canales literarios al uso (en España, una editorial tradicional como Seix Barral.)

Y aunque Mal de escritura no se ocupa del tradicional “libro de artista”, sí que encontramos a quien trabaja con los libros en su aspecto más puramente físico, en tanto que pieza material: la mexicana Mariana Castillo Deball y su Fundación Uqbar proponen un tomito realizado únicamente con las solapas y sobrecubiertas de libros que no han llegado a escribirse: un libro de libros que ironiza sobre el vicio inconfesable y universalmente compartido de los lectores que (a veces) juzgamos los libros por su portada. Las pistas borgeanas afloran también en la obra inacabada (perpetuamente inacabada) de Erick Beltrán, que se empeña en recopilar entradas para una enciclopedia imposible, El mundo explicado, armada a pie de calle a base de las explicaciones que unos transeúntes más o menos desprevenidos proponen para los fenómenos más complejos del Universo: una anti-enciclopedia, en realidad, que nos niega el consuelo de un mundo inteligible. Siglo y medio después del trabajo desesperante de Bouvard y Pécuchet, primer dúo cómico posmoderno, vuelve a recordarnos que sus contrapartidas “serias” quizá no sean más que sofisticadas piezas de ficción.

Hay aquí piezas de teatro irrepresentable (por ahora), como el entremés futurístico-cienciológico Goodle, de Ingo Niermann. Sesudos tratados seudo-kantianos de una artista veterana (y doctora en filosofía) como Adrian Piper. Primeros diagnósticos de este mal de escritura, quizá una cepa virulenta de aquel mal de archivo al que daba vueltas Derrida, ofrecidos por Jorgen Michaelsen (el texto es casi impenetrable; el pronóstico, al parecer, reservado). Y un espacio off-off para publicaciones y revistas de contenidos difícilmente clasificables (de la más conocida Cabinet a Dot Dot Dot o Material) y para editoriales alternativas-a-las-editoriales-alternativas: ésas que mientras vamos, remolones, al iPad, ya vuelven al papel y la letra impresa como lugar de reflexión y resistencia. ~

 

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