En abril de 1940 Albert Camus tenía 27 años de edad y era un ilustre desconocido que trabajaba armando el diario Paris-Soir, Jacques Monod se había convertido en un “fósil por La Sorbonne”, pues a los 30 no acababa de doctorarse en Zoología, mientras que François Jacob era un joven de 19, estudiante del segundo año de medicina con aspiraciones de convertirse en cirujano. Un mes más tarde, estalló la Segunda Guerra.
Los tres, cada uno por su cuenta, se unieron a la resistencia y al cabo del tiempo llegaron a conocerse. Compartieron ideas, sus carreras dieron un vuelco y ganaron el Nobel, uno en Literatura, y los otros dos en Fisiología y Medicina.
Visité a François Jacob en mayo de 1996, veinte años después de la muerte de Jacques Monod. Fue él quien me hizo comprender la enorme influencia de El mito de Sísifo (1942) en el legendario ensayo autobiográfico de Monod sobre el sentido de la vida y su lugar en el universo, Azar y necesidad (1970). “Debe usted comprender que la guerra se llevó a los mejores”, me dijo Jacob, “lo que hicimos fue trabajar en su memoria”. Trabajaron para develar los mecanismos que utilizan los organismos vivos frente a los acontecimientos azarosos, descubrieron el modo cuasi artesanal en que operan las especies cuando deben moverse, por ejemplo, en busca de alimento.
La frase de Demócrito, “Todo en el Universo es fruto del azar y la necesidad”, inspiró a Monod para intitular su libro, mientras que el existencialismo de Camus le mostró el camino para entender el sentido de la biología molecular, la cual comenzaba a revelar los secretos de la vida. Albert Camus hizo deporte, de cuya práctica aprendió sobre los motivos profundos de las personas cuando se ven enfrentadas al reloj del cosmos. En la cancha de futbol, durante una invasión militar, ante la página en blanco, sobre la arena del desierto argelino, en cada una de esas actividades se nos revela la necesidad de saber quiénes somos.
Como dice Sean B. Carroll en su libro Brave Genius (2013), quedó claro desde entonces que los ingredientes básicos del ADN eran compartidos por todas las especies del planeta y que las diferencias anatómicas, fisiológicas y conductuales se deben a miles de millones de cambios acumulados en dicho ADN. Mutación y código genético se volvieron conceptos clave. Según Monod, “la aparición de la humanidad solo fue posible debido a un colosal juego de Monte Carlo”, esto es, producto de un número incalculable (y, no obstante, finito) de eventos fortuitos. Un mito popular era creer que la ficción literaria con fuerte contenido filosófico no sería capaz de influir de manera decisiva en el pensamiento científico. Camus y Monod demostraron lo contrario.
¿Qué ideas han roto la cabeza de los mejores científicos? ¿Cuáles son los temas míticos alrededor de la ciencia? Sin duda, el poder gritar: ¡Eureka! La escena en la bañera de Arquímedes convertida en laboratorio y su alocada carrera por las calles de Siracusa al descubrir los fundamentos de la hidrostática reclaman el primer sitio. Enseguida aparece la ecuación más conocida de la historia, E = mc2, que Albert Einstein dedujo, entre otras cosas, para demostrar el poder del espíritu. Hay quienes le atribuyen haber descifrado la clave que abrió las puertas a la fabricación de bombas atómicas, pero no es verdad. Fueron el descubrimiento de la radiactividad y la investigación de la estructura interior del átomo factores mucho más decisivos que condujeron a la hecatombe nuclear.
Las diabluras del demonio de Maxwell impiden la eficiencia perfecta de cualquier máquina en el universo, por lo cual toda su energía mecánica terminará disipándose en calor y eso lo coloca en el tercer lugar, junto con otra idea mítica: el movimiento perpetuo de los artefactos. Encontrar el eslabón perdido entre los homínidos y nuestros ancestros más lejanos se lleva el cuarto sitio, mientras que la manzana de Newton y la creatura del doctor Frankenstein comparten un decoroso quinto escaño. Sven Ortoli y Nicolas Witkowski mencionan, en su libro La baignoire d´Archimède (1996), la serpiente de Kekulé, quien descubrió en un sueño epifánico la estructura química del benceno; la tabla de Mendeleiev, un verdadero rompecabezas para los químicos del siglo XIX; la idea de un Big bang único y su secuela: ¿hubo algo antes o no?; y el gato de Schrödinger, experimento mental que nos enseñó a flirtear con la realidad.
El mito del genio único de Leonardo es ejemplar, pues gran parte de su creatividad desmedida habría quedado en bocetos si no hubiera contado con la ayuda e inspiración de dos miembros de la familia de relojeros y fabricantes de instrumentos científicos, Lorenzo y Eufrosino Della Volpaia. Lorenzo enseñó y proporcionó a Leonardo los más adelantados mecanismos de relojería conocidos en esa época, mientras que a Eufrosino lo conoció cuando estuvo en París, entre 1494 y 1500, invitado especial en la corte de Francisco I. Gracias a los hermanos Della Volpaia Leonardo pudo impresionar al monarca francés con sus artefactos programables, entre ellos un león autómata.
Algunos mitos contemporáneos han tenido sus quince minutos de fama y han caído casi en el olvido. Ejemplos son los ovnis, los hoyos negros y la mariposa de Lorenz. En cambio, durante las últimas décadas han surgido otros, como viajar más rápido que la luz, la fusión en frío de los átomos, la idea de que el internet va a terminar por conectarnos en una gran mente cibernética y que seremos capaces de habitar planetas como Marte. En realidad, son nuestras extensiones robotizadas quienes explorarán el espacio y, quizá, nos enviarán noticias de otras formas de vida. Las naves tripuladas por androides harán ese trabajo por nosotros, mientras nos dedicamos a examinar nuestro próximo hábitat: el fondo de los océanos.
escritor y divulgador científico. Su libro más reciente es Nuevas ventanas al cosmos (loqueleo, 2020).