Buenas conciencias, malas palabras

Las malas palabras tienen un no sé qué que nos seduce, algo que frente al pudor referencial de los medios de comunicación y al recorte paulatino de léxico podrían perderse. 
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Siempre nos referimos a malas palabras y nunca a palabras malas, probablemente por esa regla gramatical tan útil que nos indica que el adjetivo antepuesto inocula cierta subjetividad y, con ella, un matiz afectivo que el adjetivo pospuesto no tiene (así, esas “oscuras golondrinas” de Bécquer remiten a un ambiente algo sórdido y a la condena cíclica de un Sísifo; unas golondrinas oscuras son, por el contrario, ‘aves poco iluminadas’). Resulta obvio que la maldad de las palabras es un atributo subjetivo que cada quien otorga en función de distintos valores y circunstancias, por lo que jamás nos atreveríamos a pensar en palabras que sean objetivamente palabras malas.

En México, son muchísimas las malas palabras, así que, para introducirlas en la conversación normal, recurrimos al eufemismo: palabras ingeniosas que sustituyen otras consideradas impropias y que permiten evitar en una plática de sobremesa, por ejemplo, menstruación, y acecharla por sus circunloquios más aceptados: regla, estar en sus días y periodo (hurtadas a la revisión médica); monstruar (¿alusión a los cambios de humor por los desajustes hormonales?); Andrés, el que viene cada mes (¿un tipo de rima infantil?). Nadie dice menstruación porque parece de mal gusto; en el fondo, quizá se nos dificulta enfrentar un hecho concreto mediante el instrumental quirúrgico de alta precisión deparado para tal fin: el lenguaje denotativo. Oh, relatividad: parecería que menstruar es la mala palabra y que regla (por alusión a la regularidad del periodo) es la buena palabra que viene en auxilio.

Nunca había sido tan consciente de este hábito hasta que un día me sorprendí a mí mismo sumergido en la lectura del Diccionario de mexicanismos como una novela llena de personajes pintorescos de esos que se vuelven entrañables por su capacidad innata para el cantinfleo (sin cursivas, porque está aceptado por la RAE en su diccionario y lo presumimos con orgullo nacional, sin advertir que se trata de un disfemismo: palabra con valor peyorativo). Personajes inmersos en situaciones propias de la televisión más comercial donde la trama se orienta a la sexualidad o al fraude. Ante la censura autoimpuesta para hablar directamente sobre ambos temas, el eufemismo resulta la feliz estrategia dominante:

los de abajo (‘testículos’)

abrazo de tamal (‘practicar el coito’)

abrocharse a alguien (‘practicar el coito’)

accionar (‘practicar el coito’)

achafranar (‘practicar el coito’)

acostón (‘practicar el coito… sin compromiso’)

afilar el fierro (‘practicar el coito’)

agasajo (‘sesión de besos y caricias… sin practicar el coito’)

aguayón (‘las nalgas en las mujeres’)

alcancía (‘fin de la espalda u órgano sexual femenino’)

alcanzar el timbre (‘alcanzar la edad necesaria para… practicar el coito’)

almidonar el escape, almidonar el mofle, almidonar las tripas(‘practicar el coito’) y un largo etcétera (donde brillan con luz propia los eufemismos para… practicar el coito).

Lo demás, se dirime en el ámbito de la política:

abogánster (‘abogado corrupto’)

acarreado (‘manifestante o votante político mercenario’)

acarrear (‘la acción de conseguir simpatizantes políticos mercenarios’)

acarreo (‘la acción de llevar acarreados en autobuses al acto público correspondiente’… nótese la pasividad con la que se percibe al grupo)

aceitar la maquinaria (preparar y controlar los detalles para conseguir un objetivo’… sorprende que no tenga una connotación sexual a la luz de medir el aceite en la letra m)

acomodo (‘cargo público conseguido por tráfico de influencias’)

ajusticiar (pese a sugerir justicia, ‘matar a alguien como castigo ejemplar sin pasar por un juicio’)

De los lemas contenidos en el Diccionario de Mexicanismos podría salir sin dificultades otro Laberinto de la soledad (en el fondo, el mismo Octavio Paz partió de palabras como madre, Malinche y chingar para su elaboración). No creo que haya sido la intención de Concepción Company, directora del proyecto, y de la Academia Mexicana de la Lengua, pero la unión de lenguaje, identidad nacional y cultura resulta indisoluble… y en nuestra cultura disfrutamos del sexo y del fraude, pero preferimos obviar los detalles por medio de eufemismos.

Esta satisfactoria experiencia me invitó a volver a otros diccionarios para repetir la maniobra de internarme en la novela lexicográfica de otras culturas. Recomiendo ampliamente el ejercicio: leer de un tirón un diccionario. Comencé por uno que no es propiamente un lexicón, pero parte de ahí: El latín erótico. Aquí, el tema de evitar aquellas palabras consideradas de mal gusto por una galopante falocracia nos rebasa: Enrique Montero Cartelle nos cuenta, por ejemplo, que Cicerón recomendaba esquivar asociaciones fónicas malsonantes como cum nobis (‘con nosotros’, en cuya contigüidad fónica estaba implícito un cunnus, término anatómico para vulva y donde el experto reconocerá la raíz etimológica de coño); eso, sin contar que el sentido original del cunnus romano pudo remontarse a ‘cloaca’. Las prácticas parecen cambiar poco con el tiempo.

En el Tesoro de villanos de María Inés Chamorro, diccionario de germanía de los siglos XVI y XVII (los mismos que son considerados los Siglos de Oro de la literatura española), se presenta un panorama de la germanía que convivía al tú por tú con la literatura más refinada del periodo y no se quedaba atrás por ingenio; aquí encontramos:

abanico (‘soplón’)

abocadar (‘robar’)

abrazado (‘preso’)

abrazador (‘alguacil’, el que abraza o apresa)

abrochar (‘prender’)

acerrador (‘alguacil’)

acometer (‘robar de modo violento’)

acuchilladizo (‘matachín, sicario’)

aderezar (‘castigar con el látigo’)

adobar puertas (‘prepararlas para el robo’)

aduana (‘donde se reúne lo hurtado’)

En el plano de la sexualidad:

abrocharse (‘amancebarse’)

abrocho (‘practicar el coito’)

aceite de almendras (‘semen’)

acomodar (‘amancebarse’)

aconchar (‘restaurar la virginidad’)

adarga (‘vulva’)

aderezar (‘restaurar la virginidad’)

adobar a doncellas (lo mismo)

aduana (‘burdel’)

afeitada (‘prostituta’)

agrofa (‘prostituta sucia’)

 

Para acabar pronto, la primera palabra del Tesoro de villanos es abadejo (‘prostituta de baja categoría’) y la última, zurrona (‘prostituta, estafadora’).

Las malas palabras no son, en el fondo, tan malas, siempre que sirvan para evitar otras palabras de mayor maldad y menos gracia: las palabras denotativas. Las malas palabras tienen un no sé qué que nos seduce, algo que frente al pudor referencial de los medios de comunicación y al recorte paulatino de léxico al que nos someten los editores para poder vender más libros (porque su objetivo comercial no es el lector letrado, sino la masa desbordante y algo cándida que compra libros como exquisitos regalos para salir de un compromiso social) podría perderse o quedar, simplemente, en nuevos tesoros de villanos del siglo XXI. Un no sé qué fundado en el ingenio necesario para entenderlas y en la creatividad para insertarlas al hilo de la conversación cotidiana. No creo que nos gusten tanto las malas palabras por ser malas, sino por su ingenio. Decirle abanico al ‘soplón’ y Andrés, el que viene cada mes, al ‘ciclo menstrual’ requiere creatividad casi poética y mucho sentido del humor. La malas palabras no son malas, solo son ingeniosas. Cuando entro a la habitación de mi hijo, tras el derrame de juguetes del fin de semana, podría pedirle sencillamente que “ordene su cuarto” y la deuda comunicativa quedaría saldada por un simple acto de lenguaje, una orden. Por el contrario, prefiero reprocharle de forma afable que “goza de una cornucopia lúdica”; de inmediato me mira con gesto cómplice y reímos juntos de la ocurrencia.

 

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Profesor investigador de tiempo completo de la Universidad Autónoma Metropolitana - Iztapalapa. Doctor por El Colegio de México y Licenciado por la Universidad Veracruzana.


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