Hace ya mucho tiempo que entre los conocimientos básicos de la historia de la Tierra de cualquier persona ilustrada figuraba la existencia de períodos en los que la temperatura media de la atmósfera y de la superficie terrestre había sufrido cambios muy importantes. Posiblemente esas mismas personas que conocían los hechos poco sabían sobre las causas concretas de estos ciclos climáticos, mas no había duda de que se trataba de un fenómeno raro y natural. Lo cual no es de extrañar, pues los expertos que intentaban explicar esos importantes cambios climáticos, en concreto las llamadas glaciaciones, no se ponían de acuerdo en las causas de tan complejo fenómeno. Y las hipótesis que se iban proponiendo, fundamentalmente dos, la tectónica de placas y los cambios de la órbita terrestre, no podían ser contrastadas con los hechos de forma que permitieran o su refutación o un conocimiento preciso de lo sucedido. Principalmente porque se trataba de estudiar acontecimientos o casos únicos, accidentes en suma, cuyas escasas huellas, caso de encontrarse, no permitían pasar muchas veces de las meras conjeturas. En realidad, la climatología no hace mucho que ha alcanzado la consideración de ciencia académica autónoma, pues hasta la década de 1950 era poco más que una actividad centrada en torno a la recogida casi artesanal de temperaturas estacionales, datos sobre precipitaciones y vientos, etcétera, que pudieran ayudar a los labradores y granjeros en sus decisiones sobre el tipo de semillas a plantar o a los ingenieros de caminos, poniendo a su disposición datos estadísticos fiables sobre las crecidas de los ríos y barrancos sobre los que se iba a construir un puente o viaducto. Se trataba, en suma, de una rama menor de la meteorología, una ciencia que, a su vez, se había independizado hacía poco de la geografía y la geología.
El descubrimiento del cambio climático1
En la década de 1930 aparecieron las primeras informaciones sobre la tendencia a un calentamiento global detectado desde finales del siglo XIX. Mas sin relación alguna con la actividad industrial humana. Máxime cuando por aquellos años Milutin Milankovitch publicó unos detallados cálculos de las variaciones de la órbita terrestre que parecían dar una explicación plausible a los ciclos climáticos, en general, y a la periodicidad de las glaciaciones, en particular.
Sin embargo, en 1938 sucedió un hecho que, visto en perspectiva, parece haber sido el primer aviso de la presencia de factores humanos en el cambio climático. Guy Stewart Callendar, un ingeniero especialista en vapor y por tanto sin credenciales académicas ni profesionales como meteorólogo, dio una conferencia en la Royal Meteorological Society de Londres durante el curso de la cual no sólo afirmó que sus muy completos y detallados datos –su afición a la meteorología le llevó a recopilar todos los datos estadísticos sobre climatología que pudo encontrar– indicaban sin lugar a dudas un calentamiento global, sino que sostuvo que era la actividad humana de la quema de combustibles fósiles la que creaba cantidades ingentes de gas dióxido de carbono (CO2), y que esa era la causa principal del cambio climático.
La propuesta de Callendar –la de identificar el CO2 como agente primordial del calentamiento de la atmósfera– tenía antecedentes científicos, escasos, pero de prestigio, que se remontan a las primeras investigaciones teóricas del gran matemático Joseph Fourier, pionero en el estudio del flujo del calor. Pero hubo que esperar al científico británico John Tyndall para que éste confirmara en su laboratorio (en 1859) que ciertos gases tenían la propiedad de ser opacos a las radiaciones infrarrojas (esto es, en lenguaje llano, “atrapar”), responsables del flujo, a través de la atmósfera, del calor emitido por la superficie de la Tierra. Primero el metano –componente de un gas industrial obtenido quemando carbón– y después el CO2, se mostraron en las experiencias de laboratorio de Tyndall tan opacos a la radiación infrarroja como tablas de madera.2
La Segunda Guerra Mundial significó un paréntesis en muchas disciplinas científicas no relacionadas directamente con el esfuerzo bélico, como era el caso de la climatología a largo plazo. Mas la necesidad de que las predicciones meteorológicas a corto plazo fuesen cada vez más fiables, dio lugar a la aparición de nuevas tecnologías para el estudio en detalle de la atmósfera que permitían precisiones mucho más altas tanto para la obtención de los datos como para los cálculos climatológicos que se hacían a partir de ellos. Así, hacia 1950, algunos científicos, estadounidenses principalmente, sacaron provecho de las grandes mejoras de los instrumentos de recogida de datos atmosféricos y del enorme aumento de la capacidad de realizar cálculos complejos mecanizados (el primer ordenador moderno de propósito general, el ENIAC, empezó a funcionar en febrero de 1946) para tomar en consideración la hipótesis de Callendar de que el CO2 producido por la humanidad era, en gran parte, responsable del calentamiento global. Curiosamente, esta posibilidad de investigar a fondo el cambio climático fue propiciada, fundamentalmente, por la repentina abundancia de fondos disponibles a través de los organismos dependientes del Ministerio de Defensa y de las fuerzas militares estadounidenses, que consideraban la climatología y el estado de los mares y océanos como parte muy importante de la información necesaria para controlar lo mejor posible el curso de la Guerra Fría.
El resultado más espectacular de este esfuerzo posbélico para analizar y estudiar la realidad e importancia del cambio climático y su relación con el CO2 fue, muy probablemente, la publicación en 1960 de los datos obtenidos por Charles D. Keeling y sus colaboradores tocantes a la variación, mes a mes, de la concentración de dicho gas en la atmósfera a lo largo de dos años (septiembre de 1957 a noviembre de 1959, en el Polo Sur y en otro par de lugares). No obstante, científicamente hablando, aún se estaba lejos del descubrimiento, o mejor dicho, de su confirmación, del calentamiento global. Como mucho se puede decir que hacia 1960 se había ya descubierto la posibilidad de que se estuviese produciendo un calentamiento global y que el aumento de la concentración de dióxido de carbono fuese una de sus principales causas.
La década de 1960 es, en relación a las investigaciones sobre el cambio climático, a grandes rasgos, un período gris, de transición, en el cual destaca principalmente la aparición de los primeros modelos matemáticos del clima, muy sencillos y elementales al principio, y por lo general diseñados y puestos a punto para las predicciones meteorológicas a muy corto plazo y muy locales. No obstante, con el aumento del poder de cálculo de los ordenadores y la puesta en órbita de la primera generación de satélites meteorológicos (en 1960 se lanza el primero, el tiros i), empieza la transición a gran escala de la climatología cualitativa a la cuantitativa.
El primer Día de la Tierra se celebró el 22 de abril de 1970 y fue un hito de la mayor importancia para la cultura occidental, ya que significó la consagración del ecologismo como uno de los valores principales de las sociedades tardomodernas de Occidente. Sin embargo, puede decirse que los ecologistas fueron de los últimos en subirse al carro del cambio climático. En algunos casos porque eran más rentables las campañas contra las centrales nucleares, una fuente de energía de las más limpias y potentes de las que disponemos para resolver el problema de la emisión de gases de efecto invernadero. En otros, porque las ONG de ecologistas carecían de los conocimientos científicos necesarios no ya para liderar la opinión pública respecto del cambio climático, sino para saber qué efecto tendría dicho fenómeno atmosférico universal en la vida de los animales salvajes y su hábitat natural, las selvas y los bosques, que era la preocupación principal de los ecologistas por aquel entonces. En realidad fue la gran prensa libre de Occidente, si bien al principio de forma muy limitada y sobre todo, confusa –una veces con profecías de costas inundadas por causa del derretimiento del hielo polar, otras, de una catastrófica glaciación–, la que inició, por así decirlo, el gran cambio cultural, una auténtica revolución en muchos aspectos, que ha llevado a una parte importante de la población de los países desarrollados a convertir el ecologismo derivado del cambio climático en una especie de religión, con sus verdades reveladas, que se creen a medias, y sus preceptos que sólo se cumplen cuando no nos incomodan apreciablemente.
Mas tan pronto como las asociaciones y ONG de ecologistas y partidos “verdes” vieron el potencial de movilización cívica de la preocupación por el medio ambiente, se prestaron a liderar la “conciencia social” de que algo había que hacer para evitar las consecuencias apocalípticas del cambio climático, aún antes de que tal fenómeno quedara probado por la comunidad científica internacional con suficiente probabilidad de veracidad, en sus más importantes detalles y aspectos. Tal vez aprendieron la lección del Protocolo de Montreal (1987), en el cual poco o nada intervinieron, y de cuyo éxito no pudieron sacar rentas.3
Politizar la ciencia con el ecologismo emocional
Llegado aquí, es probable que más de un lector se pregunte si es cierto que el Protocolo de Montreal significó un éxito de negociación y colaboración internacionales por las razones que sostiene el embajador Richard Benedick (cf: nota 3 al pie de página) –y que nadie, o casi nadie discute–, ¿por qué no está ocurriendo lo mismo con el cambio climático? Hay muchas similitudes técnicas y científicas en ambos casos, mas se dan también factores de escala que hacen muy difícil, por no decir imposible, el razonamiento por analogía entre el problema del ozono y el del cambio climático. Los intereses económicos y políticos, que ya estaban presentes en las negociaciones del Protocolo de Montreal, adquieren ahora, en el caso del cambio climático, una magnitud tal que escapa al ámbito de la ciencia y la tecnología, de la economía industrial y del comercio y se convierte en una cuestión cultural, en el sentido más amplio de este término. Tal es así que lo que fue posible –a veces, con gran dificultad– evitar en el caso del ozono, la politización de la parte científica del problema, ya no lo es. En este sentido, se puede decir que se ha impuesto el criterio de los ecologistas y de sus adversarios más economicistas y neoconservadores de que la ciencia y la política son una misma cosa, sentando así un precedente cultural muy grave que pone en peligro la autonomía de la empresa científica, sin la cual es muy difícil que se produzca el avance del conocimiento científico fiable y acumulable. Este hecho es muy evidente cuando se observa el comportamiento de muchos de los miembros del IPCC, incluso aquellos cuyo perfil profesional es exclusivamente científico y académico, que hablan más como activistas medioambietales que como tales científicos.4 Baste como ejemplo señalar que el presidente del IPCC, el economista hindú Rajendra Pachauri, y otros destacados miembros de este organismo, han visto con buenos ojos la “emocionalización” del cambio climático que están propiciando muchos medios de comunicación y destacadas personalidades políticas, como Al Gore, cuyo reciente documental Una verdad incómoda se aplaude sin mucho rubor, pese a los errores y ambigüedades que todos reconocen que contiene.
El problema es que el IPCC –del que forman parte los más prestigiosos científicos de las especialidades involucradas en el estudio del cambio climático– no es un grupo político cuya meta sea ejercer presión en uno u otro sentido, sino una institución científica y un panel de expertos. Sus miembros deben, pues, presentar sus resultados y análisis de forma desapasionada, desinteresada, por así decirlo, tal y como hacen los patólogos o los psiquiatras y demás peritos cuando prestan declaración como expertos ante un tribunal. Quizá el error de base de la ONU y de la PIB al establecer el IPCC haya sido mezclar en un mismo matraz el análisis científico de los datos con las recomendaciones sobre las opciones socio-económicas y políticas que se pueden adoptar para resolver el problema del cambio climático. En suma, se ha obligado a los científicos a ser parte de un proceso de toma de decisiones para lo cual no tienen ni la preparación ni la experiencia necesarias.
Quizá el aspecto más claro en estos momentos de la polémica sobre el cambio climático es que dicho fenómeno ha alcanzado ya lo que el filósofo John R. Searle llama una realidad social, es decir, que se ha alcanzado tal grado de aceptación social de que la biosfera está en grave peligro por el incremento de su temperatura media que esta creencia colectiva –será conocimiento verdadero en la medida en que ese grave peligro se corresponda con la realidad de los hechos– es ya casi independiente de la realidad fáctica. Lo que significa, entre otras cosas, que el ecologismo asociado al cambio climático va a condicionar nuestra cultura en todos sus ámbitos, o lo que es lo mismo, y como ha se ha dicho en párrafos anteriores, va a propiciar a buen seguro una revolución cultural de insospechadas consecuencias. Como ya está sucediendo a nuestro mundo industrializado, de forma que, verbigracia, los hábitos de los consumidores están cambiando hacia lo que algunos expertos llaman ya “el neoconsumismo verde”, las empresas de capital riesgo de Silicon Valley están invirtiendo grandes sumas en energías limpias del estigma de los gases de invernadero y hasta los servicios de espionaje e inteligencia de los Estados Unidos han identificad el cambio climático como un grave riesgo para la “seguridad de la nación”.5
Ahora bien, aunque el ecologismo puede haber propiciado que sea bastante segura una revolución cultural surgida del cambio climático, es sumamente improbable que ésta se desarrolle por los cauces que proponen las ONG de ecologistas, los partidos verdes y los activistas del “altermundismo” y la antiglobalización. Será, si por fin se consolida, más bien una revolución del tipo hipermoderno, que seguirá y superará muy probablemente las pautas de la reciente revolución informática, la de los ordenadores, las telecomunicaciones e internet, y que creará nuevas y desconocidas oportunidades de mercados de bienes y servicios. Estará marcada, sobre todo, por la capacidad de innovación científica y tecnológica del ingenio de los individuos, la flexibilidad de adaptación de las instituciones y organizaciones sociales, económicas y políticas y la movilidad de los recursos financieros de cada sociedad. Es altamente posible que disciplinas científicas y tecnologías que apenas tienen peso en la economía actual del mundo, como la nanotecnología o la proteómica, se conviertan en industrias de gran peso y, además, con gran valor añadido, en el PIB de los países más desarrollados, por lo que la brecha entre el mundo industrializado y el mundo subdesarrollado tenderá más a crecer que a disminuir.
El estado actual de nuestro desarrollo científico y tecnológico, nuestra escasa y decreciente competitividad y el bajo valor añadido de la actividad industrial estándar española hace que debamos ser más bien pesimistas respecto del papel que nos tocará desarrollar en esa próxima revolución cultural. ~
1. Spencer R. Weart, The
Discovery of Global Warming.Harvard University Press,
2003.
2. Otro pionero del estudio de lo que hoy llamamos “gases de
invernadero” fue Svate Arrhenius, que hacia 1896 realizó
unos cálculos sobre el posible efecto del CO2 producido por la
actividad humana. Una de las consecuencias de sus cálculos fue
la predicción de que si se doblara la cantidad de dióxido
de carbono en la atmósfera, la temperatura de la Tierra
subiría unos 5 o 6ºC. El modelo climático usado
por Arrhenius tenía muchos defectos, y eran muchas las cosas
que se desconocían sobre la posible acumulación del
CO2, por lo que no es de extrañar que hacia 1910, la mayoría
de los científicos que se ocupaban de la por entonces
esotérica cuestión del cambio climático, los
consideraran erróneos y de nula relevancia.
3.
“El éxito del Protocolo de Montreal [que viví
profesionalmente muy de cerca como miembro del TEAP (o comisión
de expertos asesores de la UNEP) –Nota
del autor], está generalmente considerado como un
ejemplo de que la ciencia puede servir de guía para que la
toma de decisiones no se vea afectada, o lo sea en el menor grado
posible, por conflictos políticos o intereses económicos
encontrados, a fin de que las resoluciones puedan ser lo más
objetivas posibles y sobre todo, las más reales y conformes a
los hechos empíricamente demostrados. La historia del ozono
atmosférico demuestra cómo hasta en situaciones reales
de ambigüedad y conocimientos imperfectos, la comunidad
internacional, con el apoyo de la ciencia, es capaz de adoptar
acciones difíciles y de largo alcance para beneficio de la
humanidad.” (Richard Benedick, Embajador y responsable de la
Delegación de Estados Unidos para el Protocolo de Montreal.
The Columbia Earth Institute,
EARTHmetteres, 1999)
4. Como es sabido, el IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change)
es el organismo establecido en 1988 por la WMO (World Metereological
Organization) y la UNEP (la agencia de la ONU para el medio ambiente)
para recopilar la información científica, técnica
y socioeconómica relevante para entender el cambio climático,
sus impactos potenciales y las opciones para adaptarse a él o
mitigarlo.
5. Mark Mazzetti, “Spy Chief Backs Study of Impact of Warming”. New
York Times, 2007-05-12