En una de las primeras clases de historia, civilización y cultura mexicana que di a mis alumnos franceses en Reims, les pedí que me dijeran todo lo que les viniera a la cabeza con la palabra México. Me estaba preparando para un bautizo de identidad. ¿Somos, lo que los otros piensan que somos? Los chicos son jóvenes, pero algunos de ellos ya han tenido la fortuna de darle la vuelta al mundo, dos veces; es una forma de decirlo, desde luego: jóvenes y privilegiados, con un nivel de español muy aceptable, y una vivacidad de espíritu digna de quienes viven solos por primera vez y quieren comerse al mundo con lo poco que saben, que hoy, ayudados por las herramientas tecnológicas de los emperadores modernos, Barnes-Lee, Gates, Jobs, Zuckerberg, es mucho.
Recuerdo que destelló una ráfaga de palabras, algunas más tópicas que otras: aztecas, mayas, Tijuana, maquiladoras, calor, playas, tortilla, Carlos Fuentes, picante, petróleo, charros, cárteles, droga, Cancún, pirámides, corrupción –en algún momento alguien tendría que decirlo–, y otros varios conceptos que me hicieron sentir, en la medida de que se referían a mi país, parte de cada uno de ellos, con orgullo y con vergüenza, más con el sentimiento de la segunda que con el de la primera. Fue al final que un alumno dejó caer, como una bomba de napalm lista para incendiar el salón, un palíndromo que el resto de sus compañeros no comprendió: dijo OXXO; no dijo Bimbo, ni Pemex, ni Cemex, ni Televisa. Dijo OXXO.
Tuve que explicar al grupo conceptos como tienda de abarrotes, tiendita de la esquina, changarro, miscelánea, miguelito, boing, pulparindo, brinquito, cazares, barritas de piña, gansito, chaparrita de naranja, motita y un largo etcétera que…, no, para ser honesto no tuve que explicar ni hablar siquiera de mi infancia, pero su recuerdo pasó ante mí como ese rayo de luz milagroso que dicen los que han vuelto que se ve, cuando se ha estado en el umbral de la muerte. Le pedí a mi alumno, quien por su acento era evidente que había aprendido español en el norte de México, que explicara a sus compañeros qué era un OXXO. Dijo algo más o menos así: “es una tienda que era abierta todas las 24 horas, donde compras de todo, pues, todo el tiempo y que es en todas partes”. En Francia, algo así es inimaginable: una tienda abierta todo el día, toda la noche, todas las semanas, todos los meses, todos los años: un dios omnipresente, pues, por el que no hacía falta corregir ni el verbo estar y ni el verbo ser.
Que a alguien del otro lado del mundo le viniera OXXO como el primer concepto o palabra de referencia para asociar a México, me hizo darme de golpes con la realidad. Y me hizo pensar que yo mismo formaba parte de ese concepto, alimentándolo o habiéndolo alimentado alguna vez; que yo mismo había ido matando, como muchos otros millones de mexicanos, las pequeñas misceláneas que han ido desapareciendo y que hace muchos años, eran también parte de nuestra identidad.
Pero, ¿qué es, pues, la identidad, si no lo que se puede resumir en conceptos con los que nos identificamos y con los que los otros nos asocian y terminan perteneciéndonos? Por aquellas mismas fechas, principios de septiembre, una europea que estaba haciendo un trabajo de fin de máster sobre literatura mexicana, me contactó para responderle un cuestionario. Su primera pregunta, que eran dos en realidad, fue: “¿Qué es la identidad mexicana? ¿Es la violencia parte de la identidad mexicana?” Me quedé reflexionando mucho tiempo sobre cómo responder. ¿Es la violencia parte de nuestra cultura, la mexicana?
Hace muchos años, en una entrevista que le hice a Adolfo Bioy Casares, le pregunté por la violencia en Argentina; ¿era la violencia un fantasma de su país? Bioy dijo, esa vez: “Con la dictadura descubrí una novedad. La novedad de que pudiéramos ser tan crueles. Me parecía que el país no tenía la fuerza necesaria para ser tan cruel como fue. Pero si, sumado a ello, se piensa que hemos tenido al tirano de Rosas antes, quiere decir que hay algo feroz y agazapado que en cualquier momento puede tomar posesión de nuestras vidas y del destino del país”.
Estuve tentado a copiar las líneas de Bioy, sustituir Argentina por México, Rosas por PRI y narco, dejar intacta esa frase genial: “quiere decir que hay algo feroz y agazapado que en cualquier momento puede tomar posesión de nuestras vidas y del destino del país”, y mandárselas a mí amiga, pero no lo hice.
En cambio, respondí esto: “en caso de que existiese algo así como la identidad mexicana, para mí seríaPancho Villa y Remedios Varo, Frida Kahlo y el barrio de Tepito; el templo de Santo Domingo de Oaxaca y las Barrancas del Cobre; el mito de la Revolución y nuestro PRI, la cultura de la impunidad y de la corrupción que viene desde los tiempos del PNR, Nacho López y Gabriel Figueroa, Los olvidados y Amores Perros, y más, y mucho más, una historia llena de traiciones que se remonta hasta la Malinche y a Hernán Cortés, pero la identidad mexicana también es Diego Rivera y nuestros grandes muralistas, nuestro único premio nobel de literatura, Octavio Paz, la pirámide de Chichen Itzá y la serpiente emplumada; Chavela Vargas, que acaba de morir, y los Tigres del Norte; Luis Miguel y Maná, y, desde luego, Cantinflas; y sí, también, sí, el narcotráfico y la violencia desatada que se ha apropiado de nuestra identidad, en tanto que el mundo nos identifica con ella: la saña gratuita y sangrienta que está llenando a México de cadáveres, devorándolo por dentro, esa gran fosa común en la que se ha convertido el territorio nacional, y las muertas de Juárez, y los feminicidios del Estado de México; todo eso es parte también de nuestra identidad, tan nuestra, como el tequila y la fama de habladores que tenemos los mexicanos en el extranjero. Sí, la violencia es, desafortunadamente, parte de nuestra identidad”.
Entonces no lo dije, y ni siquiera lo pensaba, pero de golpe, un alumno de 18 años, me evidenció que México estaba a un paso de olvidar el mito de Aztlán, y sustituir nuestro escudo nacional por un palíndromo que incluía, a dios gracias, al menos la letra x, parte de nuestra identidad, ella misma; la x. Así podremos quejarnos más sabroso: se escribe Meoxxotlán, no Meojjotlán.
Periodista y escritor, autor de la novela "La vida frágil de Annette Blanche", y del libro de relatos "Alguien se lo tiene que decir".