Me cae bien el inaudito compatriota Hubertus von Hohenlohe, esquiador tenaz. Celebro su ironía, su desdén a la juventud como requisito deportivo y a las exclusiones geográficas; canto su ocurrencia de inventar el traje de charro aerodinámico (una mezcla de “Indio” Fernández y Flash Gordon) y, sobre todo, su propuesta de “repensar” al slalom como una competencia de caerse con frígida espectacularidad.
¿Qué importa que Hohenlohe pueda competir no por estar clasificado entre los 500 mejores esquiadores del mundo, sino por una regla piadosa? (Un país puede registrar a alguien que haya competido en cinco slaloms oficiales y haya quedado entre los –sic– 140 primeros lugares.) Tiene más relieve haber sido el único invernal que lleva seis olimpiadas seguidas; el competidor de mayor edad y uno de los pocos amateurs que quedan en ese circo de robots preprogramados.
No siempre fue Hohenlohe el único mexicano dispuesto a darse heroicamente en la madre en una pista bajo cero. Todavía en las olimpiadas de 1992, en Albertville, la delegación mexicana contó con una decena de atletas. En aquel tiempo evoqué a un compatriota –llamémosle Menchaca– que esquió la carrera a campo traviesa: avanzaba tortuosamente entre una nevada impía, buena parte de la cual se había amontonado sobre su cabeza y sus hombros. Con su letrero de MÉXICO en el muslo aterido, cruzó la meta a punto de fenecer. La multitud lo ovacionó, el atleta usó sus últimas reservas de energía para persignarse, un hombre trataba de cubrirlo con un cobertor y una enfermera de la Cruz Roja en meterle chocolate caliente por salva sea la patria. Una pantalla tenía el número 82 y un cronómetro su tiempo: 3 horas y 26 minutos. El locutor (mexicano) estaba tan orgulloso que supuse que Menchaca había ganado.
Pero no. El número 82 señalaba el lugar en que había llegado a la meta, lo que era extraño, toda vez que sólo habían iniciado la carrera 75 competidores y el primero había llegado a la meta hacía dos horas. Y la multitud no era de aficionados, sino reporteros (mexicanos), jueces y médicos furiosos porque llevaban dos horas queriendo ir a guarecerse a sus casas y no podían hacerlo hasta que llegara Menchaca.
Pero todos los involucrados lo consideraron un triunfo. El locutor definió como una proeza que hubiese demostrado que cuando alguien se decide a llegar en último lugar, lo logra. El regocijo de Menchaca nacía de su triunfo interior, de haberse probado a sí mismo, etcétera. La televisión lo mostraba cruzando la meta en cámara lenta, lo que, a fe mía, era del todo redundante. Cuatro años más tarde, Menchaca fue seleccionado para llevar el lábaro patrio a las siguientes olimpiadas y se manifestó dispuesto a romper su propia marca, lo que sólo podía entenderse como su deseo de, esta vez, llegar en el lugar 83.
El atleta fortalecía de este modo la íntima convicción patria de que el fracaso es una expresión inexplorada del éxito, una suerte de hermetismo axiológico. O bien, una crítica del mercado con su ideología dominante y a todas luces imperialista. (Este slalom sí se ve.) Lo importante para Menchaca no era ganar, pero tampoco competir: lo importante era perder. Una entrevista que le hicieron lo explicaba todo:
–Desde luego no hay esperanza de medalla.
–Claro que no. Me he preparado mucho para lograrlo.
Es muy rara, más por lo mismo loable, la obstinación por competir en deportes invernales en un país en el que la nieve, para serlo, tiene que saber a pistache y caber en un barquillo. Quizás eso habrá de cambiar cuando los millones de pesos anuales invertidos en las pistas de hielo propicien una escuela mexicana de patinaje artístico (“Huapango” de Moncayo incluido). O cuando el Comité Olímpico otorgue categoría de deporte invernal a la confección de muñeco de nieve en cofre de automóvil con suegra adentro.
(Publicado previamente en el periódico El Universal)
Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.