Christian Marclay es para algunos un artista difícil de escuchar porque lo suyo no es la música; ni siquiera el sonido en un sentido pragmático, sino la zona en la que éste se rebela contra los cánones culturales (e incluso fisiológicos) de la percepción. Algo que él mismo ha resumido en una frase sencilla: “lo que a mí me interesa es el sonido que la gente no quiere”. Nacido en 1955 en Estados Unidos, Marclay ostenta el inmarcesible título de padre del reciclaje en tornamesa, pues empezó a utilizar el recurso antes que los hip-hoperos de los 70. La mejor muestra de este aspecto de su obra es Records 1981-1989, compilación de collages sonoros que no conoce desperdicio e incluye piezas como “Pandora´s Box”, “Night music” o “Groove”.
Otro aspecto de su obra vincula los abismos sonoros con instalaciones plásticas que subvierten irónicamente la sintaxis material y espacial de los objetos musicales: bajos eléctricos de goma, toms de batería cuya altura física es determinada por su afinación –lo que los vuelve materialmente inalcanzables para el ejecutante… Y, también, sus ejercicios de found footage sonoro –un aspecto de su obra que se ha vuelto constante durante la década presente–: collages de metraje hollywoodense como Telephones (1995), Screen play (2005) y, de manera notable, Video Quartet (2002), videoinstalación montada originalmente en la Tate Gallery que alterna no sólo los fotogramas sino (sobre todo) el audio de distintas películas en cuatro pantallas, produciendo una nueva estructura sonora.
En tanto la obra temprana de Marclay está más cerca del punk que del arte conceptual, sus instalaciones y performances de la última década condescienden hasta cierto punto a ese esteticismo indespeinable actualmente tan en boga; las habita un ligero perfume manierista. En contrapartida, su pieza más filosa y profunda sigue siendo, a mi juicio, Guitar drag: un video del 2000 en el que se entrecruzan el compromiso social con la reflexión acerca de las fuentes históricas de la música norteamericana; el performance y la instalación; el documental aludido y el videoarte; el artepurismo sonoro y la participación ciudadana.
http://www.youtube.com/watch?v=2PYefPW1ZOU
Guitar drag conmemora el linchamiento de James Byrd Jr., un african-american que fue arrastrado con una camioneta por tres suprematistas blancos en 1998, en el condado de Jasper, Texas. Para ilustrar el suceso, Marclay viajó de Nueva York a San Antonio, conectó una Fender a su ampli, la ató a la parte trasera de una troka y arrastró el instrumento por terracerías, campo traviesa y una carretera, hasta destruirlo.
Por una parte, la pieza extrema (no olvidemos que estamos en Texas) el uso del slide llevándolo más allá de cualquier distorsión heavymetalera; por la otra, pone en contacto la intolerancia del Deep South gringo con una metáfora aliterada: representación sonora de una joya de la ingeniería arruinada por la indiferencia humana ante sus gritos. Guitar drag sigue siendo tan fresca, violenta, reflexiva, visceral y precisa como el día en que se filmó. En parte quizá por su dimensión antigenérica: participa lo mismo del videoarte que del performance o la instalación sonora. En parte, también, porque en su simpleza resume tanto las aspiraciones del arte conceptual como una derivación del más puro espíritu blusero y rocanrolero, mostrando que la rivalidad entre experimento y tradición proviene, la mayor parte de las veces, de una simplificación académica.
– Julián Herbert