Coca Cola y la mamá de Bambi

El mal hacer de la política prescribe abrazarse a los lugares comunes y la pobreza analítica, inventar a otros responsables para no tener que mirarse en el espejo.
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El pasado 25 de marzo apareció en las páginas de The New York Times un artículo titulado “Tres hurras por el Estado niñera”, en el cual la autora habla brevemente de la propuesta recientemente rechazada en Nueva York para prohibir la venta de bebidas azucaradas de tamaño mayor a 16 onzas (470 mililitros) en los restaurantes de comida rápida, como parte de una estrategia para combatir la obesidad.

Un sector de la sociedad considera que más que imponer restricciones, debería confiarse en que los ciudadanos son totalmente capaces de elegir y asumir sus decisiones. El punto crucial, dice Sarah Conly, es que en algunas ocasiones es complicado tener certeza de  que se tiene la información adecuada y elegir en consecuencia;a veces es necesario que alguien nos detenga cuando estamos actuando por ignorancia y tomamos decisiones que podemos a lamentar.

Beber un refresco de 32 onzas como parte de una comida no puede ser visto bajo ningún concepto como algo saludable, sostiene la autora; y aquí está en juego algo más que la libertad de comprar un refresco de tamaño gigante. Las políticas que nos parecen paternalistas están basadas en un análisis costo-beneficio y si bien muchas veces tenemos una buena idea de hacia dónde queremos ir, nuestra idea de cómo hacerlo es realmente espantosa. Eso es lo que el gobierno tiene que hacer: ayudarnos a llegar a donde queremos ir.

En México, una discusión que debiera darse en términos similares, termina siendo una cruzada frívola contra la Coca Cola. Pese a que en el país hay 26 millones de adultos con sobrepeso y 22 millones con obesidad, según datos de la Encuesta de Salud y Nutrición 2012, aún es fácil que medios y periodistas caigan en la trampa de titulares imprecisos, pero efectistas como “México encabeza las muertes por consumo de bebidas azucaradas”, perpetrando la idea reduccionista de que un problema de salud multifactorial como la diabetes es culpa de los refrescos.

Desde hace unos meses, varias organizaciones comenzaron en nuestro país una campaña para alertar a la ciudadanía sobre la diabetes y sus consecuencias, centrándose en “una de sus principales causas: el alto consumo de refrescos”. Desde entonces, los participantes han hecho circular un video de factura estadounidense que usa la idea publicitaria de Coca Cola y sus osos polares para mostrar que los refrescos son los causantes del crecimiento de la enfermedad.

El 4 de diciembre pasado, catorce senadores propusieron la aplicación de un impuesto especial del 20% sobre el precio de venta al público a todos los refrescos, con el fin de desincentivar su consumo. La iniciativa hace afirmaciones que no se sustentan en estudio alguno: el sobrepeso y la obesidad “tienen como una causa central el consumo de refrescos, ya que México es el principal consumidor de éstas bebidas en el mundo”. Es decir, la obesidad no es un resultado del aumento en la ingesta de alimentos hipercalóricos, asociada al sedentarismo, sino que viene en botellas de PET; las muertes por diabetes son resultado no de un inadecuado tratamiento de la enfermedad, sino una consecuencia del reto Pepsi.

Los legisladores usan en su exposición de motivos números viejos; nos dicen que cada mexicano consume un promedio de 163.3 litros de refresco por año, mientras que en Estados Unidos el promedio es de 118 litros. Por supuesto ni siquiera se menciona la última cifra publicada en 2012, pues es un poco menos dramática y nos quita la primera posición. Tampoco se menciona que países con alto consumo de refresco como Noruega y Bélgica tienen tasas de obesidad hasta tres veces menores que la nuestra.

Afirmar que el origen de la epidemia está en el refrigerador de los refrescos es una falacia, y pretender que la solución pasa por imponerle un impuesto especial a las corcholatas es demagogia. Sus promotores emplean la lógica de quien cree que repetir que la Coca Cola sirve para aflojar tuercas o disuelve piezas dentales, desplomará sus ventas.

Pero en su discurso no hay nada que hable de la responsabilidad individual frente a la enfermedad. El mal hacer de la política prescribe abrazarse a los lugares comunes y la pobreza analítica, inventar a otros responsables para no tener que mirarse en el espejo. El paternalismo barato es condescendiente; no son las bolsas de pan dulce (140 calorías por pieza), los vasos de un litro de jugo de naranja (440 calorías), la manteca de los puestos de comida ambulantes, las ensaladas de fruta con granola, miel y crema chantilly (500 calorías) o una torta de tamal con una taza de atole (1,130 calorías); son los anuncios de Coca Cola que no nos advierten.

El ideal de ciudadanos informados y responsables va siendo sustituida por Comités de Salud Pública que creen que la diabetes se combate inoculando miedo e ideas erróneas como que comer dulces y chocolates favorece la aparición de la enfermedad. Por más ruines que nos parezcan los productores de refrescos después de ver a los ositos inyectándose insulina o con una pata amputada, tienen un punto: los estudios carecen de mayor solidez porque muestran solo correlaciones y “no se puede considerar a un solo alimento sino a la dieta en su conjunto para establecer una correlación”.

La guerra contra las refresqueras ha producido más réditos políticos que resultados; decir que la mamá de Bambi murió por beber Coca Cola funciona como chantaje, pero no cambia el hecho sustancial de que prácticamente uno de cada tres niños y jóvenes mexicanos tiene sobrepeso. Tenemos una buena idea de hacia dónde queremos ir, pero nuestra idea de cómo hacerlo ha sido realmente espantosa hasta ahora.

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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