Concurso de belleza

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La campaña presidencial en Estados Unidos llega finalmente a su fase decisiva y, a pesar de todos los giros inesperados –principalmente, la decisión del senador McCain de nombrar como su compañera de fórmula por el Partido Republicano a la hasta ahora desconocida gobernadora de Alaska, Sarah Palin–, lo que queda claro es que este país está tan dividido hoy en materia ideológica como lo estuvo en 2000 o en 2004. Es posible, por supuesto, que algún acontecimiento exógeno de carácter político, militar o económico –la captura o la muerte de Osama Bin Laden, digamos, o la persistencia y el descontrol de los recientes fracasos de la banca y el sistema crediticio, por mencionar dos ejemplos extremos, aunque de ninguna manera imposibles– incline al electorado desproporcionadamente a favor de McCain, o bien, a favor del senador Barack Obama. Pero lo más probable es que la elección quede en manos de un puñado de los así llamados battleground states o estados en disputa –Míchigan, Pensilvania, Ohio, Colorado, Virginia y Florida–, en los que al parecer un grupo importante de votantes indecisos aún no tiene claro a quién brindarle su apoyo.

Claramente, esto no es lo que Obama y sus asesores esperaban. Al considerar a McCain su oponente en las elecciones generales, cometieron al parecer el mismo error que Hillary Clinton cuando se enfrentó a Obama en las primarias demócratas: dar por hecho la propia victoria. A esto hay que sumar que la soberbia es siempre el talón de Aquiles de las candidaturas mesiánicas, como lo es la de Obama (los salvadores pueden ser martirizados o traicionados, pero no pueden ser derrotados legítimamente). Así, resulta fácil darse cuenta por qué la campaña tropezó tan estrepitosamente en agosto y septiembre.

Sin embargo, lo anterior no quiere decir que ahora haya más probabilidades de que los demócratas pierdan en noviembre. Obama eligió al senador Biden como su candidato a la vicepresidencia en gran medida como una suerte de profilaxis política contra los argumentos cada vez más eficaces de la campaña de McCain durante la carrera hacia la Convención Nacional Demócrata, argumentos según los cuales Obama carecía de experiencia en materia de política exterior. En cambio, cuando McCain –un candidato al que la base conservadora, en gran parte evangélica, de su propio partido detesta– eligió a Palin, lo hizo como un intento desesperado por salvar cualquier posibilidad de victoria. Se trató, en la lengua del futbol americano, de un pase Ave María. Que esto, al menos en el corto plazo, haya resultado mucho más exitoso de lo que se habría podido esperar dentro de límites razonables, no cambia el hecho de que en una economía enferma, en la que las malas noticias provenientes de Afganistán comienzan a ensombrecer las buenas noticias provenientes de Iraq (McCain esperaba que la mejora en la fortuna militar de Estados Unidos constituyera un eje de su candidatura), la probabilidad de la victoria permanezca firmemente del lado de Obama.

Prueba de ello es que, pese a encabezar las candidaturas republicanas, McCain a menudo parece tener un papel secundario en las concentraciones, mientras que Palin desempeña el papel protagónico. Sea como fuere, casi nunca se ha visto que en la política estadounidense los candidatos a la presidencia y a la vicepresidencia hagan campaña juntos. Es verdad: la decisión de McCain refleja el entusiasmo que la base del Partido Republicano siente por Palin. Pero refleja de igual manera la debilidad de McCain como político y su vulnerabilidad como candidato. Parece bastante probable que, conforme el “efecto Palin” comience a menguar, como sucederá inevitablemente, la campaña de Obama se reavive de forma inteligente –Palin también es una candidata mesiánica y, en este sentido, tiene las mismas debilidades que Obama, sólo que se encuentra en un ciclo electoral que marcha a favor de los demócratas y tiene algunas limitaciones muy importantes que no llevan a cuestas estos últimos, sobre todo el desasosiego que su candidatura inspira entre muchos votantes independientes, a los que les asusta no sólo su inexperiencia, sino su adhesión al creacionismo y su oposición al aborto incluso en casos de violación e incesto.

Sin duda, un racismo no reconocido entre el electorado estadounidense –no sólo entre los blancos sino también entre los hispanos (los votantes hispanos se volcaron en favor de Clinton y en contra de Obama, y uno de los grandes temas intocables en Estados Unidos contemporáneo es la hostilidad entre afroamericanos e hispanos en las principales ciudades)– podría brindarle a la fórmula McCain-Palin una victoria inesperada. Los encuestados se muestran bastante renuentes a aceptar sentimientos racistas y, aunque este factor no se pueda desatender, las encuestas revelan de manera palpable que la mayor inquietud entre el electorado en general tiene que ver con la edad de McCain (si gana, será la persona más vieja que haya asumido jamás la presidencia), y que la preocupación más grande entre los votantes independientes que decidirán el resultado de la elección es si Palin, que sólo hasta el año pasado obtuvo un pasaporte para visitar a las unidades de la Guardia Nacional de Alaska que sirven en Europa e Iraq, es competente para ser presidente de Estados Unidos en tiempos de guerra. Las primeras entrevistas de Palin con los medios de comunicación, que destacaron por sus respuestas aprendidas de memoria y sus impresionantes lagunas, no tranquilizaron en forma alguna a dichos votantes.

La ironía de todo esto radica en que, pese a las profundas diferencias sobre el tema de Iraq, y pese a los estilos de presentación tan disímiles, no es mucho lo que distingue la postura de Obama en materia de política exterior de la postura de McCain. Ambos consideran que Rusia resurge como una seria amenaza y han llamado a la asimilación presurosa de Georgia y Ucrania a la otan. Ambos insisten en que bajo ninguna circunstancia se debe permitir a Irán continuar con su programa nuclear, y ambos apoyan a Israel a tal grado que prácticamente están dispuestos a darle al Estado hebreo un cheque en blanco (y en esto, por supuesto, no difieren de cualquiera de sus predecesores durante los últimos cuarenta años, con la extraña excepción del primer Bush). Finalmente, los dos están comprometidos con las políticas ambientales y de energía que, dictadas por los estándares de la actual administración, no amenazan ningún interés nacional ni internacional. De hecho, el inquebrantable apoyo de Obama al etanol –que difícilmente resulta una sorpresa, dado que él proviene de Illinois, un estado productor de maíz que se verá beneficiado con la continuación de este programa extremadamente descabellado en términos ambientales– lo pone un tanto a la derecha de McCain en este tema, algo parecido a lo que sucedió con su plan de salud pública, considerablemente menos liberal que el propuesto por Hillary Clinton durante las primarias demócratas.

Todo esto no significa que no existan diferencias entre ambos candidatos. Al contrario: en cuestiones de política interna la brecha casi siempre es ancha y profunda. Una de las razones por las que tantos conservadores se tomaron tan a pecho la inclusión de Palin en la fórmula republicana fue que su presencia les aseguraba –con o sin garantía: una larga historia muestra que los republicanos prometen la luna a los conservadores mientras están en campaña y cumplen bien poco una vez que están a salvo en sus puestos– que una administración McCain nombraría a magistrados conservadores para ocupar varios asientos de la Suprema Corte que probablemente quedarán vacíos por muerte o jubilación durante los próximos cuatro años. Existen pocas dudas de que, en temas que van desde la política impositiva hasta la cuestión clave de las consecuencias que tendrá la reestructuración financiera de la crisis bancaria e hipotecaria, pasando por la política educativa, Obama romperá con el estilo laissez-faire de gobierno que el presidente Bush ha mantenido tan tenazmente y con el que McCain, según se deduce de sus declaraciones, parece tener pocos desacuerdos, salvo en el tema del medio ambiente.

Pero cuidado… Si los republicanos han defraudado a sus derechistas de línea dura una vez que ganan el puesto, los demócratas tienen un historial igualmente sólido en materia de engatusar a las bases de izquierda de su propio partido (izquierda en el sentido estadounidense; bajo los estándares europeos la izquierda estadounidense está conformada casi enteramente por socialdemócratas de centro). Desde la década de 1960 sólo ha habido dos presidentes demócratas, Jimmy Carter y Bill Clinton, y ambos han gobernado más desde el centro que desde la izquierda (si no es que desde la derecha, al menos desde la perspectiva de una izquierda en forma). A decir verdad, sus candidaturas se basaron en buena medida en romper con el ala radical de su propio partido. Y si los demócratas se las han arreglado para pasar por alto, lo más posible, el hecho de que Obama es muy afín a esta línea Carter-Clinton, esto no es sino un índice del enojo y la desesperación que sienten (comprensiblemente) por la catastrófica e inepta presidencia de George W. Bush. Sin duda, esta afinidad se puede atribuir en parte al cliché liberal de que todo afroamericano que se precie de serlo es en el fondo un liberal de izquierda –no obstante Colin Powell o Condoleezza Rice–, una idea que parecerían confirmar tanto la participación juvenil de Obama en la organización comunitaria de Chicago como su asistencia a una iglesia presidida por un ministro militante, el reverendo Jeremiah Wright, pero que su carrera en la política electoral no hace sino desmentir. En cierta medida, esa misma afinidad es consecuencia del hecho de que las candidaturas carismáticas, como la de Obama, siempre tienen algo de mancha de Rorschach, en el sentido de que la gente tiende a ver en ellas lo que quiere ver.

Sería ingenuo culpar a un político profesional como Obama por no capitalizar su don de ser casi todas las cosas para toda la gente. Sin embargo, la faceta liberal de esta aparente suspensión colectiva de la incredulidad a cargo del electorado ha sido uno de los aspectos más impactantes de la campaña de 2008. Muchos de los seguidores de Obama –al igual que un gran número de los europeos que se han visto deslumbrados por su candidatura– no hablan en términos de sus políticas, sino más bien de su habilidad para, como dice la frase, “promover el cambio”. No existe consenso ni claridad, empero, sobre en qué consistiría ese cambio. Para cualquiera interesado en la historia medieval, esto habla de una maravillosa recapitulación de la idea de la curación cuando “el rey toca las llagas de los enfermos”. Pero esto también significa que muy pocos de los seguidores de Obama tienen una idea realmente clara de cómo sería una presidencia encabezada por este senador y, puesto que él también es un novicio en la política electoral (trabajó unos cuantos años en la legislatura del estado de Illinois y dos años en el Senado de Estados Unidos), tampoco hay mucho en el historial de Obama para emitir un juicio.

Si se mira con frialdad, es difícil no sentir que la mutación de la política presidencial estadounidense en un “concurso de belleza” cada vez más vacuo ha dado otro paso gigante en este ciclo de 2008. McCain el héroe de guerra, Palin la heroína de los pequeños pueblos conservadores de Estados Unidos, y Obama el paladín del multiculturalismo estadounidense (el candidato a la vicepresidencia de Obama, Biden, prácticamente no figura), sólo son auténticos si se los entrecomilla. Si el mundo no estuviera en una situación tan desesperada, y si su destino no dependiera a tal punto de las decisiones que se tomen, sea quien fuere el nuevo ocupante de la Casa Blanca, uno podría disfrutar de esta farsa. Pero así como están las cosas, uno sólo puede esperar, aunque sin muchos fundamentos para hacerlo, que las cosas no salgan tan mal. ~

 

Traducción de Marianela Santoveña

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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