Confusión y revolución

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La idea de revolución es un mito estrechamente asociado a las izquierdas políticas. Pero en México esta idea, tan cara a los movimientos socialistas de diverso signo, ha sido el símbolo de una burocracia militar y política que gobernó en forma autoritaria durante casi todo el siglo pasado. De hecho, esta burocracia se consideró a sí misma, en muchas ocasiones, como de izquierda… Claro que “dentro de la Constitución”, como dijo López Mateos.

La mitología política retrata a los revolucionarios como la encarnación de lo nuevo. Por ello, no hay peor pesadilla para la gente revolucionaria que la idea de que ha quedado rezagada y que no vive a la altura de los nuevos tiempos modernos y postmodernos. ¿Es la revolución un fenómeno que se agotó durante el siglo que se acaba de ir? Macario Schettino contesta con un enfático sí. En su excelente libro (Cien años de confusión: México en el siglo XX, Taurus, 2007) muestra cómo el siglo de la Revolución Mexicana fue un siglo perdido, dominado por un experimento fallido y por el estancamiento. La Revolución Mexicana fue –y sigue siendo– un mito tan poderoso que hasta la derecha lo adoptó. En el México del siglo XX todos éramos revolucionarios: burgueses e intelectuales, campesinos y burócratas, obreros y tecnócratas.

Esta situación ha hecho pensar que se están volatilizando los tradicionales límites entre lo revolucionario y lo conservador, entre la izquierda y la derecha, sobre todo después de la quiebra y desaparición del bloque socialista. ¿Cómo entender ahora la supervivencia del “viejo” capitalismo y la derrota del “nuevo” socialismo? La transición democrática en México, encabezada por la derecha y entorpecida por los revolucionarios, ha nublado también el panorama. Ha surgido una nueva geografía política, pero no tenemos todavía un mapa adecuado para viajar por ella. El libro de Macario Schettino es un brillante ensayo que contribuye a dibujar una nueva carta de navegación política. Para ello ha tenido que mirar hacia atrás, al siglo pasado y al antiguo régimen, para buscar las claves de la nueva época. Es una formidable recuperación del trabajo de intelectuales y académicos, mexicanos y extranjeros, que durante decenios han realizado estudios sobre el siglo XX mexicano, y nos ha aportado una visión de conjunto que no existía.

Ciertamente, el tramo final del siglo XX cambió el panorama político mundial. En primer lugar, es un hecho que el capitalismo tejió una inmensa red global, construida con la ayuda decisiva de los espectaculares avances científicos y tecnológicos en computación, genética, conductores, etc. En segundo lugar, ocurrió otro proceso: una formidable expansión de la democracia política en oleadas sucesivas fue barriendo del mapa de América Latina y de Europa las dictaduras de diverso signo. Así, las dictaduras fueron sustituidas por democracia en España, Grecia y Portugal primero, el cono sur latinoamericano después, el bloque soviético a continuación y, por último, siempre a la cola, hasta México, justo antes de terminar el siglo XX.

Quiero brevemente hacer referencia a algunos de los aspectos más relevantes de los nuevos retos postmodernos que enfrentamos. Los revolucionarios más radicales se enfrentan a una erosión brutal de la esperanza en un progreso que debía conducir el capitalismo hacia un colapso revolucionario o, al menos, a una gran renovación encabezada por las fuerzas populares; en contraste se han levantado a un primer plano las nuevas dimensiones de la política, las formas culturales de la legitimidad y las exigencias morales.

Podemos comprobar que la nueva cultura política ha erosionado la idea de revolución, y que era la bandera con que se enfrentaba a las típicas nociones derechistas que querían conservar el orden establecido y los privilegios tradicionales. Paulatinamente, la idea de revolución se está convirtiendo en parte de una cultura reaccionaria, es decir, de hábitos que reaccionan contra las nuevas tendencias democráticas. Se dirá, con razón, que las corrientes socialdemócratas ya habían hace mucho superado la tradición revolucionaria. Sin embargo, en muchas partes del mundo, especialmente en América Latina, se mantenía la ilusión de que era posible un tránsito cualitativo y revolucionario a una nueva situación, gracias al apoyo directo o indirecto del bloque socialista. Esa ilusión comenzó a derrumbarse en 1989, y hoy ya no queda mucho de ella. En México ya ni el subcomandante Marcos quiere llamarse revolucionario: prefiere ser rebelde.

El drama de la revolución que se convierte en símbolo retardatario lo hemos vivido de cerca, no sólo con nuestra revolución de 1910. El néctar de la revolución cubana se ha agriado ante un Termidor antidemocrático inaceptable. El apoyo de muchos revolucionarios de izquierda y de derecha al gobierno castrista no puede ocasionar más que sequedad y esterilidad, aunque se practique en nombre de la lucha contra un bloqueo que –como todos sabemos– no hace otra cosa que fortalecer la decrépita dictadura de Fidel Castro, además de empobrecer a la población cubana.

No sólo la izquierda extremista o “revolucionaria” entró en crisis. La socialdemocracia también envejeció y sus tradicionales tesis sobre la gestión de gobiernos fuertes y orientados hacia el bienestar, con dosis variables de estatismo más o menos keynesiano, han sufrido los embates de una expansiva “nueva derecha” durante los años finales del siglo XX. Para contrarrestar esta expansión, surgió una “tercera vía” socialdemócrata, teorizada por Anthony Giddens y encabezada por Tony Blair, que hoy en día se encuentra en dificultades.

Uno de los fenómenos que debemos, y que se conecta con el franco retroceso de las tesis revolucionarias y estatistas, es la paulatina marginación de los temas económicos en las preocupaciones de la opinión pública. Ante la imposibilidad de cambios cualitativos en la estructura económica y en la naturaleza del Estado (cambios “revolucionarios”), la gestión financiera, fiscal o laboral tiende a ramificarse y, sobretodo, a especializarse y tecnocratizarse. Las alternativas políticas encuentran relativamente pocos asideros en la dimensión económica y se desplazan cada vez más a planos simbólicos y metafóricos referidos a las consecuencias culturales y éticas de la administración gubernamental. Creo que, aunque parezca paradójico, esta tendencia es tan fuerte en los países del llamado Tercer Mundo –con sus terribles carencias económicas– como en las regiones más ricas y prósperas del globo. Ello ocurre porque las experiencias políticas del siglo XX han demostrado que las palancas fundamentales del desarrollo industrial tienen un carácter más cultural que económico. Con esto no quiero decir, por supuesto, que los graves problemas del atraso económico se van a resolver con programas culturales. Quiero decir que la sociedad civil entiende cada vez menos los programas económicos y financieros si no van acompañados de, por decirlo así, una traducción a términos y símbolos culturales y morales. Este desplazamiento de la política hacia los territorios culturales es un fenómeno estrechamente ligado a la gestación de nuevas formas de legitimidad democrática.

En este tema el libro de Macario Schettino es particularmente útil y creativo. Alguien como él, formado como ingeniero, viene a respaldar con fuerza la interpretación de la Revolución como un mito cultural. Lo hace con la razón aparentemente ingenua del niño que en el cuento señaló que el Rey iba desnudo. La Revolución Mexicana ha vivido desnuda durante el siglo XX y sus sastres intelectuales ilustraron y vistieron durante decenios la gran mentira. Macario Schettino nos vuelve a contar la historia de la revolución sin el velo que ha nublado la vista a tantos. Nos describe una historia de guerras civiles, violencia, crisis política, luchas faccionales a lo largo, no de una, sino de tres revoluciones entre 1910 y 1916. Y aún hizo falta una cuarta, la verdadera, encabezada por Lázaro Cárdenas, para evitar una nueva guerra. Esta última ya no ocurrió: quedó atrapada en la jaula institucional. La Revolución, con mayúscula, engulló a las revoluciones.

Macario Schettino explica, creo yo, algo fundamental: no es que la Revolución Mexicana no existiese, sino que existió en demasía. Hubo un exceso desproporcionado de revolución, una verdadera indigestión, una sobreabundancia de revolución, un verdadero hartazgo. La realidad quedó como un pálido reflejo de la hinchada y grandiosa Revolución, la permanente y la interrumpida, la eterna y la coyuntural, la única, la omnipresente, la inevitable.

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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