Creer y no creer

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Muchos niños creen en los Reyes Magos, es decir, dan por seguro que las palabras “reyes magos” y las dramáticas figuras de luengas barbas que saludan desde fantásticos carromatos, coinciden y son lo mismo. Será difícil que nos expliquen el sentido de su creencia o digan algo certero sobre Melchor, Gaspar y Baltasar, de dónde vienen o por qué uno de ellos es negro, ya que, desdichadamente, sabemos que se trata de una fantasía y que los niños viven un sueño. Sin embargo, mantenemos el engaño porque (decimos) así son felices. Es dudoso. Quizá serían más felices si cada 6 de enero sus padres les cubrieran de regalos, de modo que no tuvieran nada que agradecer a tres espantajos cuyas decisiones son incomprensibles y constataran en cambio el amor inmediato de sus padres.
     Nadie, sin embargo, es capaz de acabar con este enredo porque lo que está en juego no es la felicidad de los niños, sino la de los adultos, su deseo de no crecer. Y también el interés, la codicia y el negocio de los adultos. La gran mentira se santifica mediante un gran espectáculo para adultos, en el que los niños hacen de comparsas. La admirable espontaneidad infantil, que celebra con igual entusiasmo el salto de una foca que la presencia de un Rey Mago, nos permite mantener la conciencia tranquila. El alborozo de la chiquillería no hace daño a nadie.
     Algunos adultos creen en Dios, es decir, dan por seguro que la palabra “dios” y un ente en verdad vivo, creador del cosmos y centinela de nuestra existencia, coinciden y son lo mismo. Es difícil que nos expliquen el sentido de su creencia e imposible que nos digan algo interesante sobre Alá, Yahvé, Dios, si son todos el mismo, si sólo hay uno, si se llevan bien, si tuvieron hijos, porque, por desdicha, nosotros sabemos que es una fantasía y que viven en un sueño. Mantenemos el engaño porque (decimos) así son felices. Es dudoso. Quizás serían más felices si aceptaran que ningún inmortal nos puede salvar o condenar, y que la salvación o la condena se juega a muy breve plazo y entre humanos. Quizá entonces asumirían más responsabilidad terrestre en lugar de esperar a que la bondad divina o el progreso lo remedie todo.
     Nadie, sin embargo, puede acabar con esta alucinación porque no es la inmortalidad de Dios sino la de los creyentes, el deseo de no morir, lo que está en juego. ¿Cómo aceptar que somos innecesarios y que absolutamente nada puede remediarlo? Eso, y el interés de los creyentes, su codicia, su negocio. La esperanza de vida eterna se justifica así mediante el colosal espectáculo de las iglesias, en el cual los creyentes actúan de comparsas. La admirable resistencia de los humanos a aceptar su muerte nos permite mantener la conciencia tranquila. La bondad de muchos creyentes es, además, una bendición para todos.
     Una vez perdidas las creencias simples, hay una última y rebuscada creencia, antes de comprender que también es inútil. Algunos ciudadanos se aferran a la palabra “nación” y a la demarcación administrativa donde negocian sus papeles, persuadidos de que coinciden y son lo mismo. La Nación, otro ente eterno, único y sobrenatural, guía y determina sus vidas desde el más allá. Es difícil que nos expliquen el contenido de su creencia y es imposible que nos digan algo interesante sobre esa extensión física fabulosa que permanece inmóvil miles de años y que, aun siendo tierra, vegetales y animalia, parece como si tuviera alma. Incluso (eso dicen) es la misma Nación pero distinta según se llame España, Euskadi, Cuba o Israel; unas son buenas, otras malas, y las hay verdaderas o falsas, como entre las divinidades arcaicas. Es difícil porque, por desdicha, nosotros sabemos que es el último recurso antes de reconocer que nuestra vida en la tierra carece de fundamento y debemos aprender a vivir sin ayudas sobrenaturales. Mantenemos el engaño porque (decimos) así son felices. Es dudoso, pero no vale la pena hablar de ello.
     Nadie, sin embargo, puede acabar con esta religión animista porque no es la identidad de la Nación sino la de los creyentes, su deseo de ser alguien, lo que está en juego, y eso hace imposible el razonamiento. ¿Cómo aceptar que no hay varias identidades humanas, que todos somos exactamente iguales, que nuestras diferencias son ornamentales o estéticas, pero jamás de fondo, y que construir una identidad no trae mayor justicia, inteligencia o libertad a nadie, ni mucho menos al identificado? Eso, y el interés de los creyentes, su codicia, sus negocios. El sueño de la identidad se justifica mediante el gran espectáculo ideológico en el cual los patriotas ejercen de comparsas. La insaciable sed moderna de distinguirse de la masa humana indistinta nos permite mantener la conciencia tranquila. El patriotismo de los creadores de lenguaje, de los inventores de formas, músicas y arquitecturas, de los que luchan contra invasores asesinos, forman parte de lo mejor del tiempo moderno.
     Incomprensiblemente, y con el fin de ser alguien, de vez en cuando estos creyentes, en especial cuando son muy ricos, se dedican a liquidar a sus vecinos más próximos, como si para ser alguien debieran reducir a todos los demás a la nada, hasta reinar sobre un camposanto como únicos e idénticos a sí mismos. Entonces su sueño se convierte en nuestra pesadilla y nos obliga a despertarles de su ensoñación. Pero hay que ir con ojo, cuando despertamos a alguien profundamente dormido, lo más probable es que reaccione dándonos un furioso botellazo. ~

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