De un tiempo a esta parte, el término “cuñado” se ha convertido en el insulto de moda en España. El cuñado sería una alegoría de esa figura consuetudinaria que en toda buena familia opina con aplomo sobre cualquier tema sin saber, en realidad, de casi nada. Un cuñado es aquel que dice cosas como: “La culpa de todos los males del sistema político la tiene la ley d’Hont”, y luego se pide otra cerveza. O bien: “Si los cargos públicos no cobraran, entonces tendríamos políticos honrados”, mientras trincha el pavo de Nochebuena.
Durante algún tiempo, el arquetipo tuvo su gracia. Sin embargo, progresivamente, cuñado se ha convertido en un comodín del descrédito para perezosos intelectuales. El debate político ya no necesita de argumentos esforzados para rebatir al adversario: basta con acusarle de “cuñadear”.
Y mucho me temo que la moda haya alcanzado las más altas instancias de los partidos. Los dirigentes de Podemos, por ejemplo, han abrazado con entusiasmo este nuevo paradigma del desprestigio. La querencia de Pablo Iglesias por este grado de parentesco reconvertido en dicterio me ha hecho rememorar uno de esos vídeos que se cuentan por decenas en la red, en el que el líder morado se desnuda como estratega, reconociendo que su discurso es “poco sofisticado” y que no admite “matices”, porque él no quiere “convencer a nadie de nada”, sino “ganar en un debate”.
Lo maravilloso de Iglesias es que está tan encantado de haberse conocido que no nos ahorra ni un detalle de sus intenciones: nos lo ha dejado todo en la hemeroteca. A veces me recuerda a uno de esos asesinos en serie de las películas, que está deseando que lo arresten para poder narrar con todo lujo de pormenores cómo perpetró sus crímenes y puso en jaque a la policía, creyendo que todos quedarán deslumbrados por su sagaz ingenio.
Pero ni la desidia intelectual ni el maniqueísmo discursivo son las únicas ni las más graves de las razones que subyacen a la dialéctica de los cuñados. En realidad, lo que hace de cuñado un insulto es el talante clasista de quien dispara el dardo. Hay un poso de superioridad en quien descarga el calificativo. Cuando alguien despacha a otro con un “cuñado”, está cavando un abismo moral e intelectual entre ambos. Le está diciendo: “eres un ignorante que no sabe de lo que habla; no como yo, que soy la repanocha de culto”. Porque un cuñado ha de ser siempre bruto y un poco zafio. No ha urdido revoluciones en la facultad de políticas y, desde luego, no ha discutido durante horas la tesis undécima sobre Feuerbach de Marx.
Mi cuñado Alberto, por ejemplo, no fue a la universidad. Se levanta cada día a las cinco de la mañana para ir a trabajar a MercaBilbao. Es un chaval estupendo, y le importa una mierda el concepto de hegemonía en Gramsci. Mi cuñada Rebeca terminó la carrera de magisterio hace un par de años. No ha encontrado trabajo como profesora, así que se saca un puñadito de euros como entrenadora de gimnasia artística. La construcción discursiva de los antagonismos sociales de Laclau no le quita el sueño, la verdad. Alberto y Rebeca constituyen una muestra muy pequeña, pero también muy representativa de lo que somos los españoles.
Sin embargo, cuñado se ha convertido en el insulto estrella de las redes sociales, con el que las minorías de señoritos con máster desprecian al vulgo desde el sofá de casa, en calzoncillos, tecleando muy fuerte en Twitter. Cuñado es también la mofa con la que las élites universitarias de Somosaguas juegan a sentirse académicos de verdad. El desaire de las élites burguesas, autoproclamadas progresistas, a ese pueblo al que aspiran a representar es, en realidad, una constante histórica. La intelligentsia urbana desdeñaba a los embrutecidos y alienados campesinos en la Rusia de los estertores del zarismo. Recuerdo una biografía fantástica de Mao, de Jung Chang y Jon Halliday, en la que los autores cuentan cómo el Gran Timonel menospreciaba a los trabajadores manuales, porque el trabajo más arduo y el que tenía valor no era el esfuerzo físico, sino el intelectual.
Yo, cuando miro a mis cuñados, reconozco en ellos a una España esmerada, sonriente y dignísima. Esa España no cabe en un significante vacío de Laclau.
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Aurora Nacarino-Brabo (Madrid, 1987) ha trabajado como periodista, politóloga y editora. Es diputada del Partido Popular desde julio de 2023.