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Curzio Malaparte, el Ășltimo condotiero

FirmĂł un libro sobre cĂłmo dar un golpe de Estado, caricaturizĂł a dictadores y mantuvo una relaciĂłn de escandalosa ambigĂŒedad con el fascismo. Su personalidad contradictoria permite entender la Europa de la Segunda Guerra Mundial.
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Snob comme le sont toujours les rĂ©volutionnaires…

Daniel Halévy, Pays parisiens (1932)

En beneficio de quienes hemos repetido como pericos aquello de que en cinco siglos serĂĄ difĂ­cil distinguir a un fascista del XX de un comunista del mismo siglo, Curzio Malaparte (1898-1957) estĂĄ de regreso para ayudarnos a ganar la apuesta. Por motivos mucho mĂĄs trascendentales que su bien ganada reputaciĂłn de vedette del fascismo, Malaparte se reedita en Nueva York, Barcelona, MĂ©xico y ParĂ­s, junto a una biografĂ­a al parecer definitiva: Malaparte. Vidas y leyendas, de Maurizio Serra. Sin Malaparte –nacido Kurt Suckert, hijo de un alemĂĄn protestante al que odiaba y de una madre italiana quien al parecer lo alejĂł del resto de las mujeres– es difĂ­cil entender lo que significĂł no solo el comĂșn origen revolucionario de los totalitarismos bolchevique y fascista sino lo que la Segunda Guerra Mundial fue para sus protagonistas.

En sus dos grandes novelas-reportaje, Kaputt (1944) y La piel (1949), Malaparte fue el Ășltimo en pregonar, estilĂ­sticamente, que aquella barbarie tambiĂ©n era un momento culminante en la historia de la civilizaciĂłn. Presiento –es decir, no tengo pruebas para afirmarlo– que aquella frase famosa de Adorno sobre la imposibilidad de escribir poesĂ­a despuĂ©s de Auschwitz fue una reacciĂłn a la lectura de Malaparte, cuya prosa elegante y decadente es poesĂ­a de la guerra. En Kaputt, madame Frank, la esposa del comisario del Tercer Reich en esas “tierras de sangre”, alaba a Schumann mientras los invitados les disparan a los judĂ­os que escapan “como ratones” por los muros del gueto de Varsovia. La visiĂłn de Malaparte es a veces dantesca, a veces lĂ­rica y hasta elegĂ­aca para escĂĄndalo de una Ă©poca dada a creer –con Claude Lanzmann– que el Holocausto, por ejemplo, es, aunque sujeto a filmarse, metodolĂłgicamente inenarrable; o aterrada ante un libro como Vida y destino (escrito en 1959 y publicado en 1980), de Vasili Grossman o sus secuelas, ya mĂĄs bien mĂłrbidas, como Las benĂ©volas (2006), de Jonathan Littell.

Malaparte no oculta el horror, siendo Ă©l mismo uno de los muchos que lo impusieron, pero tampoco se priva de contraponerlo con una Europa donde Ă©l y sus amigos aristĂłcratas y diplomĂĄticos gozan de la naturaleza, la gran conversaciĂłn, los perros y los espectros del Antiguo RĂ©gimen. Muchas de sus pĂĄginas, sentado el autor a la mesa de los asesinos en la remota Finlandia o en Polonia bajo el dominio del “rey” nazi Hans Frank, las pudo haber escrito un Proust vigorizado por el baño sauna nĂłrdico. No lo hace con cinismo sino con la naturalidad de un hombre de otro tiempo pues Ă©l, en efecto, fue un condotiero, aquellos mercenarios alemanes de lujo que bajaban a la penĂ­nsula desde el norte para ponerse al servicio de los prĂ­ncipes italianos. Estos soldados de fortuna trabajaban muchas veces, como lo hizo Malaparte con la literatura, para su propia gloria.

Formado en la guerra de 1914, ingresa como voluntario a la LegiĂłn Extranjera del ejĂ©rcito francĂ©s, dada la pereza italiana en entrometerse en esa batalla de los latinos contra los germĂĄnicos, tal cual la veĂ­a el joven Suckert (quien desde 1925 firma Malaparte en contraposiciĂłn irĂłnica al Buonaparte de NapoleĂłn). Una vez terminada la guerra y aunque Italia se cuente, con ganancias de escaso valor, entre los vencedores, Malaparte se alista en el llamado fascismo rojo: salido de los sindicatos, quiere nacionalismo en vez de internacionalismo, el predominio del Estado y no su disoluciĂłn, la guerra y no la paz, el vigor de las razas por encima de un obrerismo al que, por otro lado, nunca renunciarĂĄ. Como Mussolini, Malaparte viene de la izquierda y su obra maestra, la TĂ©cnica del golpe de Estado (1931), segĂșn la docta opiniĂłn del filĂłsofo Ernst Bloch, solo podĂ­a haberla escrito un marxista. El “maquiavelismo” del libro causa escĂĄndalo: tras las ilusiones humanistas decimonĂłnicas, alguien pintaba cĂłmo se obtenĂ­a el poder absoluto, no cĂłmo debĂ­a ser.

Antes de Hannah Arendt, Malaparte omite la oposiciĂłn izquierda/derecha como una segunda naturaleza del siglo y afirma que si desde 1919 no triunfaron las revoluciones rojas o negras, se debiĂł a que no abundaban los Trotski y los Mussolini, los Ășnicos capaces de entender la esencia tĂ©cnica del golpe de Estado totalitario, la gran lecciĂłn bonapartista del 18 de brumario que solo los tontos confunden con una conspiraciĂłn militar. El totalitario obtiene legalmente el poder: lo lograron los bolcheviques con la Asamblea Constituyente, Mussolini al hacerse nombrar primer ministro por el rey, Hitler al ganar sus elecciones. La voluntad general no existe: nadie menos rousseauniano que Malaparte.1

A casi ninguno de los involucrados les gustĂł que Malaparte los pusiera frente al espejo: el humanitario Trotski, lector de Anatole France y libertador fallido de todos los pueblos, aparece en TĂ©cnica del golpe de Estado como el genio sin escrĂșpulos que se apodera del paĂ­s mĂĄs grande de la tierra, tomando los puntos estratĂ©gicos de San Petersburgo ante la cobardĂ­a de un Lenin disfrazado de obrero convencido de que la RevoluciĂłn soviĂ©tica todavĂ­a puede diferirse una generaciĂłn. Trotski le envĂ­a en 1932 un telegrama de protesta a Malaparte; años despuĂ©s, enamorado del viejo Stalin, Malaparte –quien siempre disloca nuestra versiĂłn de las cosas con ucronĂ­as histĂłricas fantĂĄsticas– dirĂĄ que la Segunda Guerra la ganĂł Stalin el dĂ­a que Mercader le dio un pioletazo a Trotski en CoyoacĂĄn: ese “mĂ­stico hebreo”, seguido por una corte de popes, sabĂ­a tomar un Estado, pero no ganar una guerra.2 Como si se tratara de la develaciĂłn de un secreto de Estado (y algo habĂ­a de eso), Mussolini mandĂł prohibir el libro.

En 1931 Hitler todavĂ­a no ha llegado al poder y si Malaparte logrĂł morir del lado de la izquierda fue por su antihitlerismo, que fĂĄcilmente puede ser interpretado, recurriendo al psicoanĂĄlisis de banqueta, como odio hacia su propio padre. Aun cuando no lo haya hecho el propio Hitler, que no era hombre de libros, otros nacionalsocialistas vaya que leyeron TĂ©cnica del golpe de Estado en 1933 y despuĂ©s. El bufĂłn Malaparte se permitiĂł llamar a Hitler una mujerzuela histĂ©rica con los ovarios dañados (y opinar que “no existen hombres que sean hombres de la cabeza a los pies. Hay siempre en ellos una parte de fĂ©mina”)3 y, pese a las reticencias del cĂ­rculo del FĂŒhrer, recibiĂł la autorizaciĂłn para ser corresponsal de guerra junto a los alemanes en el Frente Oriental, de donde regresĂł regañado por haber mostrado demasiada empatĂ­a hacia los soviĂ©ticos. La sovietofilia de Malaparte, hija sietemesina de su amor por el Cristo ruso, le durĂł desde La rivolta dei santi maledetti (1923), uno de sus primeros libros, hasta En Russie et en Chine (1959), inmediatamente pĂłstumo.

Escasamente se toma en cuenta que fue hasta 1935 cuando Mussolini se acercĂł de verdad a su discĂ­pulo Hitler, del cual resultĂł ser el peor de los aliados, con su ejĂ©rcito rascuache y sus decisiones siempre inoportunas. Antes de ello, el amor secreto de los fascistas originales, los de 1922, era el bolchevismo y la urss, el proyecto de gran imperio a imitar. Eso pensĂł hasta el fin de sus dĂ­as Malaparte sin olvidar que Mussolini fue el primer soberano de Europa en reconocer diplomĂĄticamente a los soviĂ©ticos. Pensaba lo mismo el conde Galeazzo Ciano, yerno del Duce y protector de Malaparte. Cuando Ciano se confabulĂł contra su suegro, escapĂł a Alemania, de donde Hitler lo devolviĂł a la efĂ­mera RepĂșblica de SalĂł. AhĂ­ fue fusilado por traidor.

La relaciĂłn de Malaparte con Mussolini es una de las mĂĄs extrañas que puedan registrarse entre un intelectual y un tirano. Antes de entrar en materia, deben decirse ciertas cosas. El fascismo italiano, comparado a la Alemania hitleriana y a la urss de Stalin, nunca fue un rĂ©gimen del todo totalitario. En potencia lo era, pero esa potencia nunca se multiplicĂł al grado de que VĂ­ctor Manuel III, una vez depuesto Mussolini en 1943, le encargĂł al mariscal Badoglio que Italia cambiase de bando. Castigos como los impuestos a Malaparte –fascista “independiente” y escritor a la vez temerario y travieso que viajaba por las universidades britĂĄnicas dando sus opiniones heterodoxas sobre la Europa de los dictadores– no fueron mĂĄs allĂĄ de confinamientos a sitios ĂĄridos como Lipari entre 1933 y 1938, desde donde, con pseudĂłnimo, siguiĂł colaborando en la prensa italiana y recibiendo a amigos o a escritores judĂ­os como Alberto Moravia (al igual que muchos italianos, Malaparte era antisemita de baja intensidad: solo lamentaba que Marx hubiera sido “hebreo”). Y el aburrimiento en Lipari estuvo a punto de someterlo al matrimonio con la viuda de Edoardo Agnelli, presidente del Juventus y de la Fiat, quien habĂ­a sido maltratado por el obrerista Mussolini (a diferencia de Hitler, tan obsequioso con el capital financiero, si en algo pecĂł de totalitarismo Mussolini fue al someter a los empresarios italianos a su capricho).

Don CamaleĂłn, como nos lo recuerda Malaparte en las ediciones de 1946 y 1953, fue editado en 1928. “No despuĂ©s de 1945, cuando Mussolini estaba muerto e indefenso” sino cuando podĂ­a defenderse, como lo hizo, retirando el libro de la circulaciĂłn. En ese prĂłlogo de la posguerra, Malaparte se presenta como un verdadero disidente del rĂ©gimen (y se compara con el comunista Gramsci, a quien ni los nazis ni los soviĂ©ticos le hubieran permitido escribir los Cuadernos de la cĂĄrcel, ni autorizado su muerte en un hospital). Es una deliciosa novela satĂ­rica donde Mussolini le sugiere a Malaparte que eduque a un camaleĂłn como su bibliotecario, pero la operaciĂłn es tan exitosa que don CamaleĂłn se convierte en el segundo hombre del rĂ©gimen, su confidente, su ninfa Egeria, su eminencia gris, un Talleyrand reptil que visionariamente le advierte al Duce que los italianos detestan contarse entre los vencedores. Lo suyo es la derrota.

Serra, el biĂłgrafo de Malaparte, advierte que la primera ediciĂłn de Don CamaleĂłn estaba dedicada al liberal Piero Gobetti, muerto en ParĂ­s en 1926, como consecuencia de la paliza que le propinaron los fascistas. De esa matonerĂ­a rufianesca, nos recuerda Serra, habĂ­a participado Malaparte cuando asesinaron al diputado socialista Giacomo Matteotti en 1924, crimen en el cual el escritor estuvo involucrado. El cuadro completo indica que Malaparte era un bufĂłn de la corte al cual le estaba permitido burlarse del Duce, una vez acreditado su fascismo en hechos de sangre, lo cual no niega –y por ello la dedicatoria a Gobetti– que Malaparte aspirase a un fascismo mĂĄs liberal en cuanto a su trato con los intelectuales. El condotiero era escĂ©ptico y juguetĂłn. Arriesgaba, sin duda, su margen de libertad. Y en 1928, el fascismo italiano –como ocurrĂ­a en la urss con la oposiciĂłn trotskista– todavĂ­a toleraba los conflictos internos.

Acaso lo mĂĄs doloroso para Malaparte –concluye Serra– fue la relativa indiferencia con que Mussolini dejĂł pasar Don CamaleĂłn, en la misma Ă©poca en que habĂ­a decidido deshacerse del amenazante Gabriele D’Annunzio, Ă©l sĂ­, años atrĂĄs un rival de peligro tras su aventura en el Fiume, “sepultĂĄndolo en oro como a una muela podrida”. Con buen ojo, el dictador los consideraba a ambos exhibicionistas literarios de la misma calaña. Malaparte, de ser el Architaliano, como se titulaba un libro de poemas suyo en 1928, paso a ser el camaleĂłn, en lugar de Mussolini, quien una vez muerto –aunque Malaparte dudaba que los muertos no pudieran defenderse– se convirtiĂł en Muss y solo despuĂ©s de ser colgado, ya cadĂĄver, de las patas en la plaza Loreto de MilĂĄn, en el gran imbĂ©cil.4

Expulsado de la prensa oficial en 1931, Malaparte dijo haber renunciado al partido fascista el 18 de enero de ese año. No le faltaban enemigos en Italia, sobre todo entre los colegas envidiosos en un momento de gran Ă©xito en Francia –aplaudido por los Maurois, los Bernanos, los Giraudoux– del nativo de Prato en Toscana, tanto por la TĂ©cnica del golpe de Estado como por Le bonhomme LĂ©nine (1932). Serra no encuentra documentaciĂłn que pruebe un encono particular del dictador hacia Ă©l aunque todas sus andanzas en ParĂ­s eran consignadas religiosamente por los servicios secretos del Duce, a quien le aburrĂ­an los frĂ­volos, fuesen D’Annunzio, Malaparte o su yerno Ciano. MĂĄs bien querĂ­a castigar a Malaparte con el lĂĄtigo de su desprecio.

Desde París, Malaparte deseaba ser el caricaturista de los dictadores y por ello escribió su venganza, dice Serra, contra el padre padrone: Muss. Retrato de un dictador. El bufón aspiraba a convertirse en condotiero y batirse por su propio honor, oro y prestigio: no le faltaba inteligencia ni historia. Había visto nacer el fascismo y quería jugar su propio juego como un amante de Italia sin ser un lacayo de Mussolini, capaz de relacionarse con intelectuales antifascistas, como lo hacía con Gaetano Salvemini, íntimos ambos de Daniel Halévy, el contacto de Malaparte en Francia.

Anarquista de derechas o no –asĂ­ lo llamĂł el expresidente italiano Giorgio Napolitano, quien lo tratĂł en la segunda posguerra–, Malaparte creĂ­a en la libertad del escritor y no la encontraba incompatible, vaya sorpresa, con el fascismo italiano de su juventud, en el cual se veĂ­a como un “restaurador de nuestra fe catĂłlica, un hombre de la Contrarreforma, soldado y profeta, un restaurador de la autoridad de la fe, del dogma, del heroĂ­smo” y toda la cantaleta contra el malĂ©fico racionalismo de la IlustraciĂłn.5 Aunque lo de Malaparte era mĂĄs el modernismo en su versiĂłn fascista, esas contradicciones entre tradiciĂłn y vanguardia eran muy propias de la derecha revolucionaria. Malaparte deja al futurista Marinetti en calidad de un provinciano entusiasta de los aviones de hĂ©lice pero Ă©l mismo es miembro nominal del Strapaese, un ruralismo italiano. La peste en NĂĄpoles, con su desenlace prostibulario, en La piel, estĂĄ mĂĄs cerca del Sade de Pasolini que del pobrecito de AsĂ­s.

Muss es un violento libro contra Hitler, que envilece y corrompe a millones de niños alemanes, donde tambiĂ©n se deploran las “condiciones de esclavitud a las que el fascismo ha reducido al pueblo italiano”, aunque luego se pierda Malaparte en consideraciones confusas sobre las diferencias entre la violencia legal y la ilegal. Sus sueños totalitarios eran esencialmente proletarios: pan y trabajo para los obreros sin detenerse en las tonterĂ­as de la democracia burguesa. Se burla de Muss, a quien no desea volver a ver nunca por concebirse como hĂ©roe del cinematĂłgrafo, junto con todos los polĂ­ticos de la Ă©poca. Siempre usa a Mussolini como el mal menor junto a Hitler, un austrĂ­aco que tradujo al bĂĄvaro el fascismo, este mismo la suma de todos los defectos de la civilizaciĂłn catĂłlica del sur.

“John Stuart Mill y Marx se nos aparecen como los Ășltimos herederos de Lutero” mientras que Hitler y Mussolini lo son de Ignacio de Loyola, dice Malaparte. Sus crĂ­ticas al liberalismo anuncian lo que serĂĄ el fin de su vida: una Ășltima conversiĂłn, primero a Stalin, luego a Mao Zedong. Pero en el camino, en un verdadero galimatĂ­as, Malaparte recuerda a su maestro liberal Gobetti y afirma: “no es Mussolini el que ha inventado la tĂ©cnica de la divinidad artificial, pero es quien la ha perfeccionado hasta su grado mĂĄximo” dejando como un juego de niños al Estado policĂ­aco napoleĂłnico. Finalmente, se justifica como un italiano acaso indigno de ser compatriota de Maquiavelo (la TĂ©cnica del golpe de Estado serĂ­a El prĂ­ncipe del siglo XX), se precia de la heterodoxia de su obra literaria y de “imprudente conducta polĂ­tica”,6 asĂ­ como de sus duelos, pues fue Malaparte, gran esgrimista, uno de los Ășltimos duelistas de la historia y lamenta (en privado) que el fascismo haya vuelto moralmente indigno al pueblo italiano.

Salvo los fragmentos contra Hitler, las consideraciones de Malaparte sobre la conversiĂłn del fascismo en una bufonada no se publicaron sino pĂłstumamente. Pero este publicista todavĂ­a guardaba sus cartuchos contra Lenin. Es propio del fascismo primigenio el tener un horror contra la burguesĂ­a aĂșn mayor que el de los distintos socialismos. En Le bonhomme LĂ©nine, se divierte Malaparte burlĂĄndose del mito burguĂ©s sobre el supuesto Atila de los soviets, quien a los ojos de su TĂ©cnica del golpe de Estado resulta un despreciable pequeñoburguĂ©s. Marx interpreta la realidad, dice el italiano, Lenin la transforma. ¿CĂłmo lo hace? AlejĂĄndose del bello ejemplo de su hermano terrorista Aleksandr UliĂĄnov y evitando parecerse a Robespierre o a NapoleĂłn. Vive sus exilios europeos en la estrechez y la avaricia, alimentado por su esposa y por su madre, metido en una biblioteca donde se la pasa calculando la crisis del capitalismo y sus ciclos, escribiendo mamotretos de filosofĂ­a inepta, mientras en 1905 sus camaradas intentan por primera vez el sovietismo en San Petersburgo. Consagra el fanatismo de su voluntad a deshacerse de los mencheviques. Para tener una visiĂłn de Lenin como la de Malaparte habrĂĄ que esperar al Taurus (2001), la pelĂ­cula de Aleksandr SokĂșrov sobre los Ășltimos dĂ­as del fundador de la urss.

Como el Lytton Strachey de los tiranos, Malaparte no tiene parangĂłn. EntrĂ©guenle a Lenin, a Trotski, a Mussolini, a Hitler como monstruos y les devolverĂĄ unos personajes circenses, contorsionistas, histĂ©ricos. QuizĂĄ solo la estĂłlida e imperturbable maldad de Stalin le pareciĂł a la altura de su sueño de superhombre y por eso no se ocupĂł de Ă©l, mientras que es probable que Malaparte haya muerto ignorando los millonarios crĂ­menes de Mao, su Ășltima pasiĂłn. Nadie nunca, asegura Malaparte, ha ejercido el arte de la calumnia, de la destrucciĂłn de aquellos que le eran mĂĄs afines, como Lenin, quien sin Trotski no hubiera podido dar el golpe de Estado de octubre de 1917 y habrĂ­a quedado como un oscuro agente del KĂĄiser (que le dio paso franco en un vagĂłn sellado, para firmar, como ocurriĂł en Brest-Litovsk, la paz por separado con Alemania). Como todos los ignorantes, Lenin no distinguĂ­a las ideas de las personas y por ello a nadie dejĂł sin traicionar, dice su deturpador. Aunque Malaparte en los años de los procesos de MoscĂș habĂ­a decidido callar, disciplinado por Muss, debiĂł ver en la matanza estalinista la consecuencia lĂłgica de la inmoralidad consustancial a Lenin. Una vez que se hicieron del Palacio de Invierno en 1917, el jefe bolchevique solo buscĂł un tocador para quitarse su disfraz de obrero y tomar el aspecto de comisario del pueblo, escasamente mayestĂĄtico a ojos de Malaparte. Veinte años antes, tras una ceremonia, Lenin habĂ­a olvidado su sombrero sobre la tumba de Marx en Highgate.

A Malaparte nunca lo citan los sovietĂłlogos y hacen mal. Aunque era mentiroso y cambiaba fechas para darle coherencia a su narraciĂłn, como en Le bal au Kremlin (aparecido en 1971), donde altera el dĂ­a del suicidio de Mayakovski para inventarse una visita al despacho del poeta, nadie pone tan en duda los tĂłpicos y los clichĂ©s como Ă©l. Su descripciĂłn de la sociedad soviĂ©tica antes del pleno dominio de Stalin, hacia 1930, es formidable. No podĂ­a haber gente en el mundo mĂĄs despreciable que los soviĂ©ticos, porque hablaban el peor francĂ©s. Urgidos, los bolcheviques crearon sobre los restos de la antigua nobleza una aristocracia pedestre, ladrona y servil, mĂĄs decepcionante incluso para el autor de Kaputt que el fascismo italiano que segĂșn Ă©l se habĂ­a desviado de su camino revolucionario. Sin embargo, como anotĂł agudamente Gramsci, nadie supo quĂ© entendĂ­a por “revolucionario” Malaparte, el verdadero don CamaleĂłn.7

NegĂĄndose a ser el Thomas Mann italiano, el supremo caricaturista de los dictadores decide, inesperadamente, volver a Italia a principios de los años treinta con la intenciĂłn de ser el mandamĂĄs de la prensa del rĂ©gimen. Renunciaba a aquello en lo que habĂ­a emulado a D’Annunzio: ser un escritor italiano cuyos libros se editaban primero en francĂ©s y luego en su lengua. Siendo mentira su supuesta renuncia al carnet fascista, tal parece que cayĂł en desgracia no por hablar mal de Hitler, apenas elegido canciller del Reich en ese momento, ni de Mussolini, el cual toleraba los chistes de su bufĂłn. Y no solo eso: en cuanto se filtrĂł a la prensa que Malaparte estaba enfermo debido a la penosa reclusiĂłn a la cual era sometido por el fascio, Muss mismo lo mandĂł fotografiar totalmente desnudo, en un gesto que hoy es difĂ­cil no calificar de homoerĂłtico, para exaltar la belleza muscular de su bello bufĂłn.

Todo fue una intriga palaciega. Malaparte le faltĂł el respeto a un condotiero de mayor rango que Ă©l, el aviador Italo Balbo (1896-1940), quien en 1933 comandĂł, ida y vuelta, el vuelo de veinticuatro hidroaviones entre Chicago y Roma. Balbo, mĂĄs que toda su obra literaria y polĂ­tica, lo remitiĂł a su confinamiento en Lipari, como si fuese un modesto enemigo del zar internado en Siberia. Tuberculoso, al parecer por los gases tĂłxicos inhalados durante la Gran Guerra, el audaz Malaparte tampoco era un suicida. La nueva guerra se aproxima, carece de permiso mĂ©dico para reingresar al ejĂ©rcito y Mussolini nazifica el paĂ­s con las leyes antisemitas de 1938. Pero si los nacionalsocialistas querĂ­an imponer el dominio de la raza aria exterminando a los judĂ­os, a Malaparte le entusiasmaba la eugenesia solo para mejorar a las razas caninas. “Ninguna voz humana expresa el dolor universal de manera tan intensa como el ladrido de un perro”, llega a decir en Kaputt.8

Esos años los dedica Malaparte al arte y a la literatura modernas con Prospettive, una magnĂ­fica revista que reĂșne a toda la vanguardia internacional encabezada por Picasso junto con Joyce, GarcĂ­a Lorca, Pound y Heidegger, nada menos, y a muchos escritores italianos, prueba de que el Duce toleraba “el arte degenerado” perseguido por los hitlerianos.9 Cuando Malaparte necesitaba dinero para Prospettive recurrĂ­a a su magnificencia. Serra insiste en que, contra toda correcciĂłn polĂ­tica, los años del fascismo fueron, mĂĄs prolongadamente, similares en creatividad y riesgo a los inicios de la RevoluciĂłn rusa.

Antes de 1939 Malaparte vive a la expectativa, escribiendo secretamente contra Mussolini lo que despuĂ©s serĂĄ Muss. Retrato de un dictador y cultivando sus dos grandes pasiones: sus perros y la arquitectura. Es difĂ­cil leer una biografĂ­a moderna donde un varĂłn heterosexual le dĂ© tan poca importancia a las mujeres. A Virginia, la mĂĄs cercana, la culpa de ser indiferente a los animales, dueña de una feminidad no abstracta, sino distraĂ­da. A Febo, su perro favorito y fundador de una dinastĂ­a, le escribirĂĄ una elegĂ­a en prosa, “Un cane come me”, de la misma manera que a su casa en Capri, una de las maravillas de la arquitectura del siglo XX, la llamarĂĄ “Una casa come me”, sitio iniciĂĄtico donde filmaron Godard y Bardot y que no ha sido indiferente a la pluma de Tom Wolfe o de Bruce Chatwin, quienes, ademĂĄs de admiradores de la Casa Malaparte, hablan de su creador como uno de los padres no reconocidos del new journalism.

Otra vez, esta suerte de navĂ­o funcionalista (cuyo arquitecto fue Adalberto Libera) que parece aterrizar en el risco de Punta Massullo parece un escenario dispuesto para SokĂșrov. Se trataba naturalmente de contraponer, al Vittoriale degli Italiani, en el lago de Garda, donde se habĂ­a enterrado D’Annunzio en vida, una esbelta fantasĂ­a futurista, envidiada por Axel Munthe, el autor de La historia de San Michele, otro de los famosos del vecindario.10 El tercer episodio lo protagonizarĂĄ, ya no en la arquitectura monumental familiar sino en el cine, el tercero en la dinastĂ­a camaleĂłnica, Pier Paolo Pasolini. SegĂșn Serra, uno hereda en el otro. Los uniĂł, dice, el perdĂłn y la venganza. QuizĂĄs, agrego yo, fueron los primeros cristianos de la no muy catĂłlica Italia.

No siendo posible reseñar aquĂ­ sus dos grandes novelas sobre la guerra, solo puedo decir que Kaputt es el norte, la aristocracia, el gueto de Varsovia, el grito de Munch, la anticipaciĂłn del nazi como ogro propia de Tournier o de Sarban, mientras que La piel es el sur, la pobreza, la peste y la prostituciĂłn, es Goya y sus desastres de la guerra. Escritas ante una Italia derrotada, entrampada desde el comienzo con una invasiĂłn de Grecia que retrasarĂĄ la OperaciĂłn Barbarroja contra la urss, acortando la llegada del General Invierno, el dueto malapartiano no compone, desde luego, un par de novelas patriĂłticas. EstĂĄn hechas para corroborar que en 1944 como en 1918, sea cual sea su bando, Italia siempre pierde y Malaparte solo puede ser el dibujante de un bestiario. Cada parte de Kaputt lleva el nombre de un animal y describe una comedia “humana” donde el crimen y la perversiĂłn se suman a la melancolĂ­a y la indiferencia de la naturaleza ante la historia. Mientras JĂŒnger (que no lo cita en sus Diarios de guerra y ocupaciĂłn) narra memoriosamente, dice Serra, Malaparte pinta con acentos lĂ­ricos aun lo mĂĄs siniestro: ya se trate del grotesco Hans Frank, quien quiso evadir la horca en NĂșremberg haciĂ©ndose pasar por el monaguillo que fue de niño, o del ustacha Ante Pavelić, cuyas orejotas le recuerdan a la mĂșsica de Honegger o Milhaud. Malaparte se esconde en la noche blanca de Finlandia entre una tropilla de inĂștiles como Ă©l, jubilados por la historia, en la que se destaca el poeta y aristĂłcrata español, el “fĂșnebre” AgustĂ­n de FoxĂĄ, embajador de Franco en Helsinki, amistado con el escritor italiano. Serra, en todo caso, las llama “novelas-reportaje” para enaltecerlas: compara a Malaparte con Flavio Josefo y Daniel Defoe.

El fin de la guerra hace que en Malaparte nazca un cristiano a la rusa, como puede mirarse en la Ășnica pelĂ­cula que filmĂł (El Cristo prohibido, que compitiĂł contra Los olvidados de Buñuel en Cannes) y leerse en Le bal au Kremlin, donde Malaparte interroga obsesivamente a Lunacharski y a otros bolcheviques para saber quĂ© hay de cristianismo en ellos. Le dicen todo y nada. Malaparte elucubra tonterĂ­as –si el trotskismo es el nuevo judaĂ­smo, etcĂ©tera– y al final, como el poeta simbolista Aleksandr Blok, reconoce que la Ășltima y desoĂ­da oportunidad de recristianizar primitivamente al mundo fue la del apostolado bolchevique. En El gran imbĂ©cil, a su vez, Malaparte narra su encuentro seguramente imaginario con el asesino de Mussolini, el hombre que dirigiĂł su fusilamiento en Giulino di Mezzegra, supongo. En sus novelas, quien importa es Ă©l, el narrador.

Este gran stendhaliano querĂ­a que todo el mundo, desde su mujer hasta su casa pasando por su perro, fuera como Ă©l, grandioso y etĂ©reo, incorruptible entre la peste. Este mĂ©todo egotista vuelve particularmente fascinante la lectura de Kaputt y La piel (de la cual hay una versiĂłn ligera, Il compagno di viaggio, editada hasta 2007), libros donde no hay identificaciĂłn con las vĂ­ctimas como en Grossman (que llega a ser una incesante mortificaciĂłn para el lector), pero tampoco la altivez aristocrĂĄtica de JĂŒnger, su distanciamiento. Malaparte siempre es Ă©l y lo que Ă©l significa, precisamente esa Europa deliciosa y decadente, delicada y tĂ©cnica, cosmopolita y nacionalista a la vez, madre de Proust y de Hitler. Por ello insisto en que la empatĂ­a fatal establecida por la Escuela de FrĂĄncfort entre la IlustraciĂłn y la barbarie del siglo pasado es una lectura malapartiana de la Segunda Guerra, sus causas y sus secuelas. Malaparte fue el Ășltimo de los intelectuales que creyĂł que la guerra no solo era la continuaciĂłn de la polĂ­tica por otros medios. La guerra misma, Ă©l que la provocĂł y la sufriĂł, era a la vez el gran arte de Occidente y su consumaciĂłn.

En 1944, asegura Serra, no queda claro a quiĂ©n debe obedecer el oficial de reserva Malaparte, si a la RepĂșblica de SalĂł o a la moribunda monarquĂ­a que se ha deshecho de Muss. Nada tonto, Malaparte elige ser oficial de enlace de los vencedores, los estadounidenses, a quienes trata con la habitual condescendencia europea, y luego el condotiero se las arregla para caer parado. Serra demuestra que es falsa su historieta como disidente del exilio interior, cuando mĂĄs bien fue un tolerado enfant terrible del fascismo, dueño de un relativo fracaso –no llegĂł a ser un D’Annunzio, rey de una Barataria a modo– y un dandi regañado por ofender a un gran aviador.

Antes de la Guerra FrĂ­a, cuando los comunistas todavĂ­a forman parte de los gobiernos vencedores en Italia y Francia, Malaparte se alinea con quienes vencerĂĄn en la siguiente ronda, los democratacristianos, y se perfuma de anticomunismo. Y una vez que el Partido Comunista Italiano queda, poderoso pero aislado, lejos del gobierno, Malaparte se saca un as de la manga: Palmiro Togliatti, el jefe de los comunistas italianos y la figura mĂĄs importante en el mundo comunista despuĂ©s de los jerarcas soviĂ©ticos, lo adora y lo necesita. Limpia con gran Ă©xito el expediente de Malaparte, esta vez presentado como un autĂ©ntico compañero de viaje. Tras la invasiĂłn soviĂ©tica de HungrĂ­a en 1956, no muy exitoso ni como hombre de cine ni de teatro (montĂł en 1949 Das Kapital, quĂ© habrĂĄ sido eso), Malaparte le da por la sinofilia y recorre la China comunista justo antes del Gran Salto Adelante que matarĂ­a mĂĄs seres humanos que varios de los dictadores que Ă©l ridiculizĂł. Se inventa una entrevista con Mao (quĂ© mĂĄs da: Chateaubriand, uno de sus modelos, habĂ­a hecho lo mismo con Washington) y de China llegan dos noticias. Una buena y otra mala. La buena es que Malaparte ha logrado la intercesiĂłn del Gran Timonel para que libere a los catĂłlicos presos en las ergĂĄstulas maoĂ­stas. La mala es que Malaparte ha caĂ­do mortalmente enfermo en una aldea del sur de China. Trasladado a PekĂ­n, los mĂ©dicos confirman que aquella vieja tuberculosis tĂłxica contraĂ­da en la Primera Guerra se ha convertido en el cĂĄncer de pulmĂłn que le impedirĂĄ ser testigo de la tercera, si la hay. El traslado de PekĂ­n a Roma se convierte en una noticia mundial y, segĂșn rumores, se realizĂł en el turbojet de Jrushchov y Bulganin, anota Maurizio Serra.

En Roma su lecho de muerte queda rodeado de ratas eclesiĂĄsticas de todos los colores. La clĂ­nica Sanatrix de la ciudad es un desfile de celebridades: tras Amintore Fanfani, lĂ­der de la Democracia Cristiana, hacen pasar a Togliatti con el carnet del pci firmado por Ă©l mismo para el camarada Malaparte. Se dice que lo rompiĂł una vez que Togliatti saliĂł de la habitaciĂłn. Se dicen muchas cosas. La curia se mueve con eficacia y pese a que La piel ha sido puesta en el Index, o por ello, consigue que el hijo del protestante Erwin Suckert, el CamaleonĂ­simo al que amaron con pasiĂłn lo mismo Togliatti que Henry Miller, se convierta al catolicismo. Roma locuta, causa finita.

Muchos, muchos años despuĂ©s, vi, una sola vez en mi vida, al mĂĄs amado de los discĂ­pulos de Malaparte, el narrador trilingĂŒe Carlo Coccioli, quien gozĂł de muy escasas simpatĂ­as entre los escritores mexicanos. Una historia de amor lo trajo a vivir a MĂ©xico donde muriĂł en 2003. “¿Ha leĂ­do usted a Curzio Malaparte?”, me preguntĂł muy sangrĂłn como era Ă©l. “No”, respondĂ­, seguramente pensando, atolondrado, en Errico Malatesta. “Pues vaya y lĂ©alo. No hacerlo es como subirse a un pegaso y no saber que vuela.” ~

 

 

 


1 Curzio Malaparte, Opere scelte, ediciĂłn de Luigi Martellini y testimonio de Giancarlo Vigorelli, MilĂĄn, Mondadori (I Meridiani), 1997, p. 139.

2 Curzio Malaparte, Le bal au Kremlin, París, Denoël, 1985 y 2005, p. 161.

3 Malaparte, Muss, p. 82.

4 Serra, Malaparte, pp. 146-154.

5 F. Perfetti, prĂłlogo a Muss, p. 22.

6 Malaparte, Muss, p. 69.

7 Antonio Gramsci, Cuadernos de la cårcel, 6, edición crítica de Valentino Gerratana, traducción de Ana María Palos y José Luis Gonzålez, México, Era, 1999, p. 120.

8 Malaparte, Opere scelte, p. 735.

9 Ibid., p. XXVII.

10 Michael McDonough, Malaparte. A house like me, prĂłlogo de Tom Wolfe, Nueva York, Clarkson Potter/Verve Editions, 1999, 198 pp.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicĂł sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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