De cómo se alarman todos mientras yo me río

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“¡Ay! ¡Oh dolor! Los cristianos están olvidando su ley!”, decía hace más de once siglos un cordobés culto, llamado Álvaro. La ciudad de Córdoba, que fue una de las más renombradas del imperio romano, había estado viviendo de acuerdo con su “ley” (el cristianismo, el orden social visigótico, la lengua latina), y he aquí que ahora está a punto de olvidar esa “ley” a causa del atractivo que muchos cordobeses (sobre todo los jóvenes, me imagino) hallan en la maldita cultura de los moros. Hay en esta civilizada y cristiana ciudad quienes se visten a la moda árabe; hay quienes bautizan a sus hijos con nombres árabes; hay quienes hablan árabe (o, si solo lo chapurrean, meten arabismos cada que pueden); hay quienes escriben en árabe, y hasta se conocen poetas hispanorromanos que versifican magistralmente en árabe.

Un adarme de empatía le bastará a cualquiera para simpatizar con Álvaro de Córdoba, para comprender el “dolor” de este concerned citizen, de este celoso guardián de una “ley” que sus paisanos están en trance de olvidar. Y, en esos tiempos en que la mayor parte de la península estaba en poder de los moros, hubo seguramente muchos Álvaros, muchos otros preocupados por la ley cultural y lingüística que había dominado en la Hispania visigótica, la que había producido a un Isidoro de Sevilla, lumbrera de nivel europeo.

Sí, sí, pero… Tampoco nos hace falta un quintal de empatía para meternos en el pellejo de quienes sucumbían al encanto de lo nuevo: vestían a la moda árabe, aprendían árabe porque así mejoraban sus condiciones de vida, y se deleitaban con las maravillas de la cultura de los moros. En el momento de escribir, Álvaro está viviendo (dolorosamente) una crisis histórica. Eso es todo. Ahora vemos que las cosas, contempladas a distancia y en toda su amplitud, no fueron trágicas, ni mucho menos. Córdoba, unos siglos después, gozaba de muy buena salud: seguía siendo cristiana y podía criar hijos tan brillantes como don Luis de Góngora. Y ocurre que Góngora, beneficiario de un sueldo de la catedral de Córdoba (otrora espléndida mezquita), era un admirador de la cultura árabe: se quedó boquiabierto ante la Alhambra de Granada, y para el episodio de la caza de cetrería, en la Soledad segunda, metió ostentosamente los hermosos arabismos que designaban a los distintos halcones, así los propios de España como los traídos por los moros de otras partes del mundo: el alfaneque, el baharí, el alferraz, el borní, el sacre, el neblí. Claro, Álvaro de Córdoba no podía prever esto. No era profeta. Él se imaginaba lo peor. Pero los españoles del siglo xvi poseían tranquilamente buena parte de la herencia árabe y la vivían con toda naturalidad. (Si fray Luis de León llora en la Profecía del Tajo la suerte de España, sometida “a bárbara cadena” durante siglos, es por una especie de patriotismo histórico-poético.)

Álvaro de Córdoba, como todo ser humano, tenía su corazoncito. Todos sentimos, seguramente por instinto, una reacción adversa, o por lo menos recelosa, ante lo que no nos es familiar, reacción que evoluciona de diversas maneras en cada ser humano y cada grupo social. Hay los guardianes de la cultura en que nos criamos, los paladines de la pureza de la lengua, los enemigos jurados de las novedades extranjeras, los que no transigen, los nacionalistas a ultranza, los xenófobos; pero hay también los que, después de no mucho tiempo, neutralizan la aversión a lo extraño y acaban por apropiárselo; y hay, finalmente, los que viven entre los dos extremos, o sea la masa, la mayoría, que no experimenta aversión ni entusiasmo, sino que se deja llevar por la corriente y se acomoda al estado de las cosas. A estos muchos debemos la existencia de los miles de arabismos de nuestra lengua; gracias a ellos la palabra panadería, de origen latino, convive armoniosamente con la palabra alfarería.

En tiempos de Álvaro de Córdoba, la cultura musulmana, en todos o casi todos sus aspectos, estaba muy por encima de la cristiana. Los moros poseían mejores técnicas agrícolas: por eso alquería, zanja y acequia son arabismos. Se tiene la impresión de que antes de ellos no había en España verdaderos huertos ni verdaderos jardines: por eso aljibe y alberca, alcachofa y berenjena, sandía y naranja, arrayán y adelfa, azahar y jazmín son arabismos. Los moros, por lo visto, tenían más fino el sentido del color: por eso azul y escarlata son arabismos. Sabían emplear inteligentemente el ocio: de ahí el ajedrez. Tenían gusto por la música y las fiestas: de ahí el añafil, el tambor y el laúd, como también la algazara y el alborozo. Sobre todo, sus conocimientos científicos y técnicos eran incalculablemente superiores, lo cual explica la existencia de palabras españolas como alquimia, alcanfor, alcohol y azogue; cero, cifra, algoritmo y álgebra; cenit, nadir y acimut. Palabras absolutamente necesarias, pues designaban lo antes desconocido: en ningún país europeo había berenjenas ni se conocía el cero. (Por eso muchos arabismos se difundieron en toda Europa; no solo álgebra y logaritmo, sino hasta jazmín y escarlata.) Pero hay también arabismos “innecesarios”, y por ello especialmente reveladores de la seducción ejercida por el “gusto” de los moros: es notable que las palabras almoraduj y alhucema, nombres de plantas aromáticas, hayan podido competir con las correspondientes del vocabulario románico, mejorana y espliego, tan bonitas, por lo menos, como los arabismos. (Resumo apretadamente en este párrafo las diez páginas que dedico al asunto en Los 1,001 años de la lengua española, resumen a su vez de lo que se sabe acerca de los arabismos, con una idea de su enorme cantidad y de las razones de su enorme difusión.)

 

II

“¡Ay! ¡Oh dolor! Los mexicanos estamos olvidando nuestra ley” (nuestra cultura, nuestra lengua), dicen en estos últimos tiempos muchos mexicanos cultos. México la celebrada, que tuvo universidad, imprenta, orden cívico, así como escritores y artistas, cuando nuestros vecinos del Norte vivían en condiciones muy primitivas, se está convirtiendo ahora en pardo satélite o copia feísima de los Estados Unidos. Son cada vez más los paisanos nuestros que sucumben al encanto de lo gringo. (Sobre todo los jóvenes, los que van a ser el México de mañana.) Son muchísimos los que usan blue jeans y los que encuentran no sé qué exquisito placer en comer hot dogs y beber cocacola. Hay millones que conocen punto por punto las jugadas de un partido de fútbol o de béisbol, y que externan su aprobación o su desaprobación no ya a gritos, sino a alaridos. Hay quienes bautizan a sus hijos con nombres como Erick y Nancy. Muchos mexicanos saben hablar inglés (o, si solo lo chapurrean, meten anglicismos en cuanto se presenta una ocasión). Muchos mexicanos que aquí solo hablan zapoteco o tarasco y que encontraron modo de ir a trabajar en los Estados Unidos, regresan no solo con un dinerito que aquí nunca hubieran podido ganar, sino también, no pocos de ellos, con nociones básicas de una segunda lengua: el inglés. Los mexicanos cultos están alarmados. Ven ya a la lengua española aplastada, eliminada por el spanglish. Se horrorizan pensando que en un futuro no muy lejano será necesario traducir el Quijote –para que pueda entenderse– al spanglish.

(Por supuesto, la situación no es cosa de hoy, ni exclusiva de México. Ya Rubén Darío, hace exactamente un siglo, reconocía que “los Estados Unidos son potentes y grandes”, y le decía al presidente Theodore Roosevelt: “Eres los Estados Unidos; / eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.” Pero lo que hoy pasa no había pasado nunca. Si hasta en España se oyen cosas como “Pase usted al living” y “Quiero unos huevos con bacon”, ¡qué no ocurrirá en la América ingenua, y concretamente en México, “tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos de Dios!” –donde Dios significa “bienestar”, “vida digna”, “cultura de primer mundo”.)

Se comprende el “dolor” de los susodichos mexicanos cultos. Pero también son “cultos” los científicos mexicanos que deben publicar sus cosas en inglés si quieren que sean conocidas, y que, aun escribiendo en español, tienen que acudir al inglés para decir algo sobre cuestiones de física o de astronomía. Esto, por lo demás, ocurre en todito el mundo; también los científicos rusos, japoneses, chinos, etc., escriben en inglés. Y, antes incluso de que se inventara la degradante etiqueta spanglish, ya algunos franceses, azorados por la penetración de anglicismos en la lengua de Montaigne y de Racine, ponían el grito en el cielo y pedían que se aplastara al franglais para salvar al français. (Los anglicismos del francés proceden sobre todo de Inglaterra, y son poquísimos en comparación con los nuestros.)

No cabe duda: estamos viviendo una crisis de cultura, muy parangonable con la que le tocó vivir a Álvaro de Córdoba. Él, por no ser profeta, se preguntaba a dónde iba España y, guiado por las señales que veía, imaginaba que iba al abismo. Tampoco nosotros sabemos en qué va a acabar esto (ni a dónde va el mundo). Pero la tentación de imaginar el futuro es irresistible. Me encanta una reflexión de Chesterton que ya he recordado no sé dónde: A la humanidad le encanta el juego de la profecía. Constantemente y en todas partes surgen profetas. La humanidad, embelesada, los escucha. Alguien profetiza, por ejemplo: “Dentro de tanto tiempo Rusia va a ser parte de los Estados Unidos” (y Chesterton le da la palma al profeta que, adelantándose a los otros, ha previsto que la abreviatura de Rusia va a ser Ra, tal como la de Pennsylvania es Pa). Un día el profeta se muere, y entonces la humanidad, después de hacerle solemnísimas honras fúnebres, se dedica a lo suyo y hace cosas completamente distintas de las profetizadas.

Yo, como Chesterton, tomo a risa las profecías catastrofistas, y concretamente las que anuncian la ruina de la lengua española. El español goza de buena salud. En el siglo xx se dan simultáneamente dos fenómenos: la penetración profunda de lo gringo y el auge de la literatura escrita en español. Son muchísimas las cosas que deben tomarse en cuenta si se quiere que las profecías tengan alguna consistencia. Recuerdo a este propósito mi primera aparición pública dizque como “lingüista”. Fue una entrevista publicada en la revista Contenido cuando acababa de nacer. A la pregunta de si no era alarmante la invasión de anglicismos y si no habría que prohibirlos, contesté que esto a mí no me alarmaba; me parecía natural. Y entonces Nikito Nipongo me lanzó una de sus “perlas japonesas”, diciéndoles a los lectores de Contenido: “Está nuestra lengua dada al cuaz, toda embarrada de anglicismos, y el profesor Alatorre, muy quitado de la pena, nos sale con que no pasa nada, que todo está bien.” Él sugería, de hecho, que los anglicismos quedaran prohibidos (y no sé si castigados con multas) si no se quería que acabáramos como colonia de los gringos. Yo le contesté más o menos: “Con prohibir la expresión corn flakes y ordenar que se diga tostaditas de maíz no va a cambiar ni un milímetro nuestra dependencia de los Estados Unidos. Las palabras son inocentes.”

En las vicisitudes de la entrada de los anglicismos se repiten, mutatis mutandis, las que hubo en la irrupción de los arabismos de la Edad Media. Hay de nuevo los defensores de la pureza gramatical y léxica de la lengua, los intransigentes, los nacionalistas a ultranza, los xenófobos. Pero hay también quienes, sobreponiéndose al instintivo recelo ante lo ajeno, se lo apropian no solo rápidamente, sino con enorme entusiasmo. Y hay, claro, los que se dejan llevar por la corriente.

Los anglicismos están penetrando todo el tiempo. Y donde menos se espera salta la liebre. Una vez, durante su primera visita a México hace más de medio siglo, Marcel Bataillon (que hablaba y escribía un español irreprochable) me dijo: “He oído en el restaurante a un cliente que pedía una orden de picadillo, seguramente traducción de an order of…”. ¡Por supuesto! Y yo ni cuenta me había dado de ese anglicismo. ¡Qué librazo, en todos los sentidos, sería el que reuniera todos los anglicismos ya arraigados, tal como R. Dozy y W. H. Engelman reunieron todos los arabismos del español y del portugués! Pero hay una importantísima diferencia: el catálogo de arabismos está completo, cerrado, mientras que el de anglicismos está bien abierto hacia el futuro; si muchas páginas del catálogo están ya impresas, muchísimas más son las páginas en blanco que esperan ser escritas. (Y no hay para qué estampar aquí algo equivalente a los párrafos que dediqué al neblí, a la alberca, la naranja, el azul, el ajedrez, el laúd, la alquimia y el álgebra, el acimut y el algoritmo.)

Si los anglicismos –o mejor, los “americanismos”, pues hasta el nombre América se lo han apropiado los Estados Unidos– están penetrando a raudales en nuestra lengua es, sencillamente, porque la cultura “americana” está muy por encima de la nuestra. La “americación” es fatal. Y además necesaria: pensemos en los científicos, pensemos en los braceros. Nos estamos “americanizando” por la fuerza de las cosas. Si Nikito Nipongo o alguien como él me moteja de derrotista y malinchista, yo le entenderé muy bien, pero, si creo que vale la pena, lo invitaré a ver las cosas como son (y a leer más).

Tengo que añadir que yo también tengo mi corazoncito. Vivo tranquilo con los anglicismos normales, inocentes, y hasta dotados de cierta pátina (por ejemplo ginandtonic), y estoy completamente de acuerdo en que otros usen anglicismos recién hechos, sin pátina alguna, como escanear (pues ¿cómo decirlo de otra manera?). Pero dentro de mí, en mis anticuerpos, veo que nunca haré mía la palabra escanear. Me parece fea. Todos los neoanglicismos me parecen feos. Jamás diré carro en vez de coche.

Y cuando leo los periódicos, y sobre todo los subtítulos de las películas que ofrece la t.v., estoy tragando vasos y más vasos de “arrayán venenoso” (expresión que le copio a Arreola, que se la copió a Neruda). Con un placer de índole seguramente masoquista oigo lo que dicen los actores en inglés leyendo al mismo tiempo su traducción a spanglish. Los traductores son como máquinas. La máquina está programada para decir que to take es “tomar”, y entonces leo “tomar un baño” (to take a bath) en vez de “bañarse”, “la acción toma lugar en…” (takes place in) en vez de “tiene lugar”, o simplemente “sucede”. La máquina aprende que it’s about significa “se trata de”, y entonces leo “Este libro se trata de aves” (is about birds). La máquina aprende que murder es “crimen”, y entonces leo “el crimen de Kennedy”. (Quienes ya dominan el spanglish y ven libros llamados El crimen de Silvestre Bonnard y El crimen del padre Amaro entenderán que estos señores murieron asesinados). La máquina aprende que to look es “lucir”, y así leo “Luces enojado” (You look angry). Aprende que to feed es “alimentar”, y así leo “Ella alimenta al perro”, lo cual me hace pensar que le da la teta. ¿No es triste carecer del mínimo de imaginación que hace falta para decir que “le da de comer”?

Sí, mis contactos con el spanglish son dolorosos. Comienzo ya a oír (sin leer en la pantalla) cosas como “Lo soltaron por falta de evidencias” (evidences), como elevando a no sé qué alturas la expresión que siempre se ha usado (y que la gente sensata sigue diciendo): “Por falta de pruebas”. Esas evidencias me duelen.

Por fortuna, soy perfectamente consciente de que mis sentimientos no cuentan ni un ápice en el fluir de la historia. Y aquí termino. Podría seguir y seguir, pero esto también lo puede hacer el lector por su cuenta. Solo recordaré lo que dijo Rubén Darío sobre el futuro invasor de la América hispana y portuguesa, que resultó profecía verídica, como nos consta. Y añado mi propia profecía: la vida de nuestra lengua y la vida de la literatura escrita en nuestra lengua van para largo. Menos categóricamente, diré que el futuro de México es ser bilingüe. Lo son muchos países, por ejemplo Holanda. ~

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