Encuentros cercanos con el politiqués

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Hoy día 17 del lluvioso mes de mayo, me pidió Julio Trujillo alguna cosa sobre el tema “axial” del presente número de Letras Libres: dos o tres paginitas no más, pero rapidito, porque el número estaba ya listo para ir a la imprenta. Después de decirle “¡Vaya manera de pedir!”, le expliqué que el tema me atrae muchísimo: si en vez de un plazo tan perentorio me hubiera dado al menos quince días, éstos me habrían bastado para cosechar en los periódicos un buen manojo de ejemplos de esa forma de lengua que consiste en ocultar, en no decir. Sin ejemplos concretos, lo que escribiera no tendría sentido.

Puedo precisar en qué momento me atrajo el tema. Fue a comienzos del sexenio de Adolfo López Mateos. Cierto lambiscón, conocido como “el Cachetón del Puro”, tuvo la genial idea de mandar traducir al inglés y al francés, con miras a su difusión mundial, todos los discursos pronunciados por López Mateos durante su campaña. Y un buen día me visitó el profesor del IFAL que estaba haciendo la versión francesa. Llevaba en la mano los textos originales, todos llenos de marcas que significaban: “Preguntarle a Alatorre qué diablos quiere decir esto”. Lo único preciso que recuerdo es (no sé por qué) esta pregunta: ¿qué quiere decir perfiles de superación? “La traducción de esto al francés —decía él— no tiene sentido”. Y yo le contesté: “En español tampoco, pero no se preocupe; ponga usted algún otro sinsentido, el que se le ocurra, pero, eso sí, bien sonoro: suficientes recursos posee la lengua francesa”.

Fue mi primer encuentro cercano con el idioma politiqués. Más tarde pensé dedicarle un estudio muy académico, muy “lingüístico”, que hubiera podido llamarse, miríficamente, “Semántica del lenguaje político en México”. Y la prueba de que lo pensé en serio es que conseguí que Gloria Ruiz de Bravo Ahúja (del Colegio de México) me hiciera llegar gran cantidad de discursos presidenciales en copias mecanográficas encuadernadas en ocho o diez tomazos. Los tuve conmigo muchos años, pero al fin, como en el soneto de Cervantes, “no hubo nada”.

De todos modos, mi interés se mantuvo y se mantiene vivo, alimentado por la simple lectura de las declaraciones de los políticos (no sólo mexicanos) en la prensa diaria: me maravillan los escamoteos, las supercherías, las mentiras. Una vez, siendo Porfirio Muñoz Ledo presidente del PRI, me vino la fantasía de ir a hablar con él. Le diría: “oye, Porfirio (lo tuteaba porque durante un tiempo habíamos coincidido en el Colegio de México), tú que estás al tanto de lo que pasa en México, dime, por favor, qué quiere decir esto o esto otro. ¿Qué hay detrás? ¿Qué cosa se le está ocultando al ciudadano? Te lo pregunto de amigo a amigo; tú bien sabes que no soy político ni tampoco periodista” (y le pondría unos cuantos ejemplos). Pues bien, un día le conté mi fantasía a Luis Villoro, y Luis, después de reírse de mi ingenuidad, me dijo, ya serio: “Eso que te gustaría hacer lo he hecho yo, y varias veces. Pero mira, Antonio: está sentado Porfirio detrás de su majestuoso escritorio y tú enfrente de él, y el espacio entre los dos es una espesa nube de humo. Renuncia a tu fantasía. No vas a sacar nada”.

Pero un día, sin buscarla, tuve la oportunidad de examinar de cerca la nube de humo. Víctor Bravo Ahúja era Secretario de Educación, y se estaban haciendo en los libros de texto oficiales ciertas reformas debidas, en buena medida, a la colaboración de filólogos e historiadores del Colegio. Ese día me invitó Bravo Ahúja a platicar sobre algo que yo creí relacionado con los libros de texto, pero que resultó ser otra cosa: quería hacerme oír la lectura de la parte de “Educación” destinada a incorporarse en el gran “informe” anual del señor Presidente de la República. La lectura se hizo después de una comida a la que asistió toda la plana mayor de la secretaría. Un gran banquete. Había un mozo de chaquetín y guantes blancos cuya ocupación era llenar las copas en cuanto las veía medio vacías. De vez en cuando interrumpía el Secretario la lectura para preguntarme: “¿Y? ¿Qué te parece?” Recuerdo bien una de las interrupciones, tras un párrafo que decía más o menos: “Se han creado dieciséis escuelas de pesca.” A causa quizá de los vapores del Beaujolais, en todo caso tan seguro de mí mismo como los antiguos profetas de Israel cuando declaraban ante el pueblo y los gobernantes la palabra de Dios y su repudio de las abominaciones, yo iba respondiendo: “Pues lo que me parece es que se repite la historia de siempre. ¿Qué hay de serio en lo de esas escuelas de pesca? ¿Qué hacen? ¿Cómo funcionan? ¿Qué resultados están dando? Y, en primer lugar, ¿se han creado de veras? ¿Ustedes no se han dado cuenta de que el pueblo mexicano ya ni atención presta a toda esa hojarasca? ¿Y no se les ha ocurrido pensar en la lluvia de aplausos que les caería si hablaran con sobriedad, con claridad, y con la verdad?”

En fin, me explayé y dije sin tapujos lo que sentía. (Recuerdo a Pablo Marentes, que me escuchaba boquiabierto y pelando tamaños ojos.) Terminada la lectura, se fueron yendo los comensales hasta que quedamos sólo el Secretario, su secretario particular y yo, así como el mozo del chaquetín blanco, siempre atento a llenarle al Secretario su copa coñaquera. (Yo nunca fui bebedor, y de coñac menos.) Dizque agradecidísimo por mis inteligentes comentarios, el Secretario me soltó un largo discurso cuya única coherencia procedía del leitmotiv: “Tienes toda la razón, Toño. Todo cuando has dicho es justo. Pero mira, Toño…” (y trataba de explicarme por qué no se podía emplear el lenguaje nuevo que tan sabiamente pedía yo: el estilo de los documentos de esa naturaleza era inalterable). Al final se puso muy expansivo: “¡No te imaginas, Toño, lo que es ser Secretario de Educación! ¡Ojalá no me hubiera metido en esto! Fue Gloria la que me empujó…” (¡Qué cosa patética!)

Con lo dicho creo haber probado mi interés por esos productos lingüísticos. Si Julio Trujillo me hubiera hecho su pedido con quince días de antelación, sin duda habría reunido buena tela de donde cortar y, con ejemplos selectos, habría hecho un sesudo análisis de los mecanismos de simulación y distorsión, etc., con que se mueve el idioma politiqués. Será en alguna otra ocasión. ~

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