¿De qué prodigio me hablan?

‘Lo que Natura non da, Salamanca non presta’. ¡Mentira!
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Hacia el final de su exitoso libro Matemática, ¿estás ahí?, de 2005, el divulgador argentino Adrián Paenza se pregunta qué significa ser eso que normalmente se llama un “niño prodigio”. “¿Qué condiciones hay que reunir? ¿Ser más rápido que tus pares o estar más adelantado, o ser más profundo, más maduro? ¿O es hacer más temprano lo que otros hacen más tarde o nunca?”.

Paenza relata su propia experiencia: con 5 años de edad, entró directamente al segundo grado de la escuela; con 11 saltó a segundo de la secundaria; a los 14 empezó los cursos universitarios; a los 19 obtuvo su licenciatura en matemática y, poco después, el doctorado. Y le quedaba tiempo para estudiar piano. A los 11 años interpretó La tempestad, de Beethoven, en la Radio Provincia de Buenos Aires.

“Yo no tenía idea de lo que estaba haciendo —dice Paenza—. Me costaba conseguir las cosas igual que a mis compañeros. Es obvio que podía hacerlo, pero también es obvio que tenía todas las condiciones para poder desarrollarlo. En la casa en que yo nací, con los padres que tuve, ¿cómo no me iba a desarrollar más rápido si no había virtualmente restricciones? ¿De qué prodigio me hablan?”.

Y más adelante señala: “Todos los niños nacen con habilidades, con destrezas. El problema reside en tener los medios económicos que permitan descubrirlas y un entorno familiar que las potencie y estimule. Yo lo tuve, y eso no me transformó en un prodigio, sino en un privilegiado”.

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El inglés Matthew Syedfue durante años el mejor jugador de tenis de mesa de su país, tres veces campeón de la Commonwealth y deportista olímpico en dos ocasiones. Se sentía especial, tocado por la varita mágica, sorprendido de que todas esas habilidades para el ping-pong (velocidad, fortaleza mental, adaptabilidad, agilidad, reflejos) hubieran caído justo sobre él, un muchacho común y corriente de la pequeña ciudad de Reading.

Pero llegó un momento en que se detuvo a reflexionar acerca de su propia historia. Cuando tenía 8 años sus padres les regalaron a él y a Andy, su hermano mayor, una mesa de ping-pong profesional. Los dos niños se aficionaron al juego y comenzaron a pasar largas horas jugando en el garaje. En la escuela a la que asistían daba clases un hombre llamado Peter Charters, uno de los mayores descubridores y formadores de talentos en el tenis de mesa de su país. Charters invitó a ambos a que se unieran al Omega, el club del barrio. En los años 80, un tramo de la Silverdale Road —la calle en la que vivían los hermanos Syed— produjo más jugadores top de tenis de mesa que todo el resto de Gran Bretaña junto.

Cuando Syed tomó conciencia de que aquello no podía ser una coincidencia, experimentó lo que describe Paenza: dejó de considerarse un prodigio para darse cuenta de que había sido un privilegiado. Él mismo lo narra en su libro Bounce (2010), que lleva un subtítulo elocuente: The myth of talent and the power of practice (“El mito del talento y el poder de la práctica”). El término inglés bounce significa “rebotar”, pero también “vitalidad” y “fanfarronería”.

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La reacción de la mayoría de la gente ante la tesis central del libro (el talento es un mito y el poder está dado por la práctica) es de resistencia o de rechazo. La creencia de que el talento es innato está muy arraigada en nuestra cultura. Ponerla en duda genera, con frecuencia, incomodidad. Preferimos pensar que los genios son genios porque nacieron para serlo, y no porque se hayan esforzado más que el resto para conseguirlo. Pensar que si nos esforzamos más podríamos alcanzar la excelencia de lo que nos propongamos es, para muchos, una idea perturbadora.

Una de las mayores virtudes de Bounce es que se apoya en decenas de estudios y experimentos. Uno de los más famosos es el realizado por el sueco Anders Ericsson sobre los violinistas de la Academia de Música de Berlín Occidental en 1991. Todos los músicos habían comenzado a la misma edad y seguido un camino en apariencia similar. ¿Por qué entonces unos eran mediocres, otros buenos y otros muy buenos o excelentes? La respuesta es: por el tiempo que han practicado. Mientras los primeros habían sumado unas 4 mil horas de entrenamiento y los segundos unas 8 mil, el tercer grupo, el de los mejores, se había preparado durante 10 mil horas. De ahí nace la regla de las 10 mil horas, conocida como el “número mágico de la grandeza”, expresión acuñada por el sociólogo Malcolm Gladwell en su libro Outliers (Fueras de serie), de 2008.

Otro caso popular es el del húngaro Laszlo Polgar. En los años 60, este hombre se propuso demostrar que cualquier niño podía ser capaz de destacarse en un determinado ámbito si contaba con el entorno propicio, y creó ese entorno para que sus tres hijas aprendieran ajedrez. ¿Cuál fue el resultado? Una de ellas, Judit, es la mejor mujer ajedrecista de la historia. Las otras dos, Susan y Sofia, han estado entre las mejores y lograron marcas difíciles de igualar (Susan, por mencionar solo un dato, ganó cinco oros olímpicos).

Y otro caso sorprendente es el experimento realizado con 400 estudiantes de 11 años de edad. Tras resolver algunos sencillos puzles, la mitad recibió un mensaje que valoraba su inteligencia: “¡Se nota que eres listo!”, y la otra, uno que ponderaba su esfuerzo: “¡Se nota que has trabajado duro!”. Algo en apariencia tan inocente como esa felicitación influyó de forma notoria en lo sucesivo. La mayoría de los pequeños del primer grupo prefirieron pruebas más fáciles, ante desafíos más complejos se dieron por vencidos antes y sufrieron más la frustración. Y todo por no ver los problemas como algo que podrían resolver con trabajo, sino como algo que dependía del talento natural (del cual, les pareció de pronto, carecían). “Elogiar la inteligencia de los niños perjudica su motivación, y esto perjudica su rendimiento”, concluyó la directora del trabajo, Carol Dweck.

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Más allá de los experimentos, creer que para destacarse en una determinada área hay que tener un talento innato o que, por el contrario, esto puede lograrse con la suficiente práctica y un entorno adecuado, puede parecerse mucho a una cuestión de fe. En cualquier caso, merece la pena al menos cuestionárselo.

“Aún no encontré una buena definición de lo que es la ‘inteligencia’ —señala Adrián Paenza—, pero hay una fuerte tendencia entre los humanos a considerarla un bien ‘heredado’ o ‘genético’. Y eso lleva a la veneración. Y como no depende de uno, es inalcanzable: ‘Lo que Natura non da, Salamanca non presta’. ¡Mentira!”.

La recomendación podría ser: pase 10 mil horas de su vida (el equivalente a unas cuatro horas diarias, de lunes a viernes, durante una década) entrenando de forma dura y deliberada en pos de alcanzar el objetivo de ser muy bueno en un determinado campo. Si lo hace y, pese a ello, no lo consigue, échele la culpa a sus genes, a la mala suerte, al destino o a cualquier chivo expiatorio que vea pasar por ahí.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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