De vuelta a Cri-Crí

Autor de historias para niños, a Cri-Crí la vida en la ciudad de México de los años veinte y treinta le revela una certidumbre: no había lugar para fábulas con moraleja.
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¿Cómo mirar el cielo si no es a solas, en el silencio negro alumbrado por estrellas? Es muy probable que la primera sensación de eternidad de una persona provenga, antes que de la reflexión, de aquella mirada tendida hacia la noche que no acaba. Es comúnmente una sensación infantil que llega a uno en los primeros años, cuando uno comienza a organizar la imaginación., a jugar con disciplina cierta, a comprender los motivos de la propia risa. Una sensación que coincide con el florecimiento de la fantasía y la inventiva o el recuerdo creador. Que Francisco Gabilondo Soler, Cri-Crí posterior y universalmente, no haya podido alejarse de ella prueba que no pudo nunca distanciarse de su naturaleza niña. La mirada al cielo, junto a prácticas deportivas y otras menos constructivas, digamos (como la tauromaquia), llegaría pronto al centro de la vida de Francisco.

Al hablar acerca de Cri-Crí los mexicanos recordamos, inevitablemente con una sonrisa, momentos buenos de nuestras infancias y también, sin remedio, encantados ponemos entre paréntesis a aquel personaje de apellidos Gabilondo Soler que ha enriquecido nuestra cultura popular durante ya ocho décadas. Francisco refirió sus oficios a la periodista Elena Poniatowska:

Yo me dediqué a la astronomía antigua. De niño quise ser de todo: astrónomo, ingeniero, geógrafo, linotipista, torero, boxeador, marino…, y si llegué a ser un poco de todo. Mi última pelea fue en el Club Tacuba, cuando cumplí 17 años, a guantazo limpio, sin técnica ni nada. Éramos aficionados y salíamos hechos unos santos cristos. Yo me entrenaba corriendo por Reforma hasta la calle de Rosales, donde vivía. También toreé. Pero lo más importante fue trabajar en el Observatorio en tiempos de don Joaquín Gallo. En la noche, tocaba yo música de tapanco. En las cantinas ponían un tapanco, en lo alto, una batería y un piano; pasaba uno toda la noche encaramado, empericado. Por eso le llamo yo música de tapanco. Y en la mañana me iba yo al Observatorio a calcular. Yo podía aguantar porque era muy joven. Era voluntario en el Observatorio, y don Joaquín Gallo no me daba más que el abono del tranvía… Un día don Joaquín me dijo: “Si usted se queda aquí, no va a salir de perico perro”. Pasaron los años y fui a buscar al maestro Gallo para decirle: “Ay, pues no fui ni perico ni perro, ahora soy grillo”.

Nunca dejaría Francisco su afición celeste; fabrica sus propios aparatos primero, y luego, ya siendo Cri-Crí, adquiere aparatos mejores. En 1950 construye un observatorio en Tultepec, que donaría más tarde a la Sociedad Astronómica de México —de la que sería Presidente—. Se convierte también colaborador habitual de la revista Universo.

De aquellos amores y esas aficiones está lleno el universo melódico de Cri-Crí. Con frecuencia aparecen elementos de la naturaleza, del cielo y el campo, los mares y las plantas. Autor de historias para niños, a Cri-Crí la vida en la ciudad de México de los años veinte y treinta le revela una certidumbre: no había lugar para fábulas con moraleja. Se distancia aquí de toda cursilería, y parece estar más cerca de lo picante que de lo extremadamente dulce tal vez por su experiencia musical en cantinas y centros de noche. No hay complacencia en su visión de los seres y sus conductas. Hay ironía, doblemente eficaz en virtud de la ternura con que suele acompañarla.

Las letras de las canciones de Cri-Crí tienen inteligencia, cierta malicia, conocimiento indudable del idioma y sus posibilidades. Cuentan historias sencillas, compartibles por los escuchantes. Emplea a menudo a los animales para representar a los seres humanos, como en La patita, pero inclusive va más lejos y llega a dar vida, a animar hechos fortuitos de la vida diaria, como en una de sus canciones más célebres: El chorrito, se diría que escrita para los niños más pequeños de todos sus escuchas. Cri-Crí vuelve a su infancia al hacer su trabajo, y en tal sentido recrea lo que imaginó, sintió, disfrutó, lo que lo hizo formularse mil preguntas. También se reconoce en su propia obra cuando expresa que quiere estar solo, alejado de todos, a solas con sus historias y su música, como le dice a Pudenciana para que ella no deje entrar a nadie a interrumpirlo.

Francisco Gabilondo Soler fue un músico talentoso. Era bueno para componer en los ritmos más disímiles; brincaba con toda naturalidad del foxtrot al tango, de la rumba al minué. Podía inclusive hacer pastiches más o menos claros de autores tan consagrados como su amigo Agustín Lara. A la ductilidad y la versatilidad de sus ritmos, Cri-Crí sumó una voz del todo adecuada para la interpretación (conversada, contada con alegría, apenas cantada en tono familiar). Una voz cálida, que decía a las claras que era posesión de un personaje amigo, en el que podía confiarse.

La irrupción y la larga estadía de Cri-Crí en la radio nacional ha sido sin hipérbole un hecho cultural de gran importancia. Marca no solo la excepcionalidad de un artista y una obra en un medio comúnmente orientado a la pura ganancia comercial; contribuye como muy pocas otras cosas a formar una rica memoria común de generaciones, y además de una memoria de piezas bellas, y también indica el poderío de la radio, por lo general puesto en un plano secundario respecto a la televisión. Al omitir las imágenes, la radio gana lo que la tele derrocha. Gana imaginación, sugerencia, posibilidad de fantasía. Cuando las canciones de Cri-Crí han querido pasar al nivel de lo representado el mejor resultado ha sido un pálido reflejo de lo que acontecía en la radio. Gabilondo Soler fue un escritor y un músico notable. Un autor inolvidable; tanto, como será siempre su Negrito Sandía o “La patita, de canasta y con rebozo de bolita…”.

 

 

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Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México


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