El 23 de febrero de 1998, tres años y casi siete meses antes de que tuviesen lugar los atentados del 11 de septiembre, se constituyó formalmente la red de terrorismo internacional cuya violencia ha marcado decisivamente el cambio de milenio. Los dirigentes y enviados de los grupos musulmanes radicales que entonces decidieron el establecimiento de una alianza entre ellos provenían de numerosos países árabes y asiáticos. Acordaron denominar a esa alianza Frente Islámico Mundial para la Yihad contra Judíos y Cruzados. Su mentor era Osama bin Laden, un varón de origen saudí y con educación universitaria, hijo de un magnate de la construcción, quien apenas superaba entonces los cuarenta años y era ya el carismático líder de Al Qaeda, literalmente, “La Base”.
Al Qaeda fue creada hacia finales de los ochenta, tras la experiencia que sus fundadores habían acumulado durante casi un decenio en el reclutamiento, adoctrinamiento y entrenamiento de decenas de miles de jóvenes musulmanes llegados voluntariamente de todo el mundo árabe, y aun de comunidades asentadas fuera del mismo, para combatir la invasión soviética de Afganistán. Dicha organización armada se consolidó gracias al santuario que le fue concedido inicialmente en suelo sudanés por las autoridades del Frente Islámico Nacional, que para entonces se había hecho con el gobierno en ese país, y, más tarde, a partir de mediados de los noventa, beneficiándose del privilegiado acomodo que obtuvo en su retorno al territorio afgano bajo el emergente dominio de los talibán. A la definitiva instauración de este régimen teocrático contribuyeron tanto los miembros de Al Qaeda, que se enfrentaron a los adversarios de las nuevas autoridades mediante una brigada especialmente constituida a tal efecto y gracias a la infraestructura de que todavía disponían en el país, como el propio Osama bin Laden en persona, haciendo uso de sus recursos financieros privados.
Para entonces, Al Qaeda llevaba ya algunos años implicada en campañas de terrorismo contra gobernantes musulmanes acusados de no conducirse según los estrictos principios de la ley islámica y contra objetivos occidentales, en especial estadounidenses. De hecho, la mencionada alianza entre grupos y movimientos islamistas, que vino a configurar la nueva red del terrorismo internacional, fue presentada en un primer momento como si de una coalición esencialmente antiestadounidense se tratara. Una coalición destinada a movilizar masas de musulmanes contra los norteamericanos que, desde los prolegómenos de la llamada Guerra del Golfo, mantenían una continuada presencia militar en la península arábiga y el entorno inmediato de los lugares considerados como más sagrados para los devotos del Islam.
Sin embargo, una fatwa o edicto del propio Osama bin Laden, emitido en agosto de 1996, dejaba bien clara la extensión de los objetivos y la amplitud de los potenciales blancos de una violencia inspirada en el fundamentalismo islámico y entendida como una obligación religiosa. Una violencia no sólo dirigida contra los estadounidenses y que, pese a las aparentes limitaciones en su extensión, terminaría por alcanzar proporciones inusitadas: “La orden de matar a los americanos y sus aliados, civiles o militares, es una obligación individual para todo musulmán, que puede hacerlo en cualquier país donde le sea posible, a fin de liberar la mezquita de al-Aqsa y la mezquita santa de sus garras, y para que sus ejércitos salgan de todas las tierras del Islam, derrotados e incapaces de amenazar a ningún musulmán”.
Desde luego, a que se forjara esa extraordinaria red terrorista trasnacional contribuyeron activamente las autoridades de Sudán y Afganistán, entre otras, además de una veintena de grupos y movimientos extremistas islámicos de distinta procedencia. Esta combinación dispar de entidades estatales y actores no estatales permitió que Al Qaeda adquiriera verdadero alcance mundial, e incluso le facilitó un excelente acceso a las comunidades musulmanas de inmigrantes asentadas en numerosos países occidentales, donde ha desarrollado y desarrolla intensas campañas de proselitismo. Todo lo cual, unido a los avances en tecnología de las comunicaciones, propició la configuración de un auténtico terrorismo global.
Así es como, años después de que concluyera la guerra fría, el terrorismo internacional se había convertido en algo más, en un terrorismo global. Sus instigadores y ejecutores, los propósitos a que apelan para practicar esa violencia y las principales características de las víctimas ocasionadas, así como el modo en que se estructura la nueva red a través de las fronteras nacionales y sus escenarios más habituales, han cambiado sustancialmente. Pero, ¿en qué difiere este terrorismo global surgido en los noventa del terrorismo internacional conocido entre finales de los sesenta y los años ochenta? ¿Qué ocurría en los últimos dos decenios de la guerra fría? ¿Cómo era antes el terrorismo internacional? ¿En qué medida puede afirmarse que estamos ante un nuevo terrorismo?
Durante la guerra fría, el terrorismo internacional fue un sustitutivo de la guerra. Se gestó en los años sesenta y alcanzó sus mayores cotas durante la siguiente década, en el marco de la división de Europa, y por extensión del mundo, en dos grandes bloques militares. En este escenario, las hostilidades manifiestas entre dos superpotencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, se encontraban limitadas por la disuasión o capacidad de mutua destrucción asegurada. Por eso se canalizaron hacia la promoción de estrategias persuasivas y de técnicas subversivas. Estas últimas tenían como objetivo patrocinar a determinados partidos o grupos para generar inestabilidad política e incluso provocar cambios en la política interna de un determinado país, lo que a su vez podía incidir sobre el orden internacional. En las sociedades industriales avanzadas, el terrorismo practicado por pequeñas organizaciones clandestinas constituyó un vehículo privilegiado para inducir problemas de gobernabilidad.
La evidencia acumulada señala al desaparecido totalitarismo soviético como origen del respaldo político y material recibido, directa o indirectamente, por numerosas organizaciones terroristas activas especialmente en Europa occidental durante los setenta y ochenta. El colapso de los regímenes comunistas ha permitido conocer, por ejemplo, que a lo largo de esas décadas existió una trama de acogida, formación y aprovisionamiento de grupos armados clandestinos alemanes, japoneses, palestinos y armenios, entre otros, gestionada por departamentos especiales de los servicios secretos soviético y germano-oriental. Una trama en la que se encontraban además implicadas las autoridades comunistas checoslovacas, húngaras y rumanas, así como algunos dirigentes radicales del mundo árabe.
Vaclav Havel, primer presidente electo de Checoslovaquia tras la quiebra del régimen comunista, pidió excusas públicas a las naciones occidentales poco después de asumir el cargo en 1990. Lo hizo tras constatar que su país, entonces escindido pacíficamente en dos, no sólo dispuso de campos de entrenamiento, supervisados por el servicio secreto soviético, en los que recibieron instrucción militantes de numerosas organizaciones terroristas. También había facilitado en el pasado centenares de kilogramos de semtex, un explosivo difícilmente detectable, a distintos grupos extremistas y a otros gobiernos dictatoriales, como el libio. Se trata precisamente del explosivo utilizado para hacer estallar la aeronave Boeing 747 de la compañía Panam cuando, el 21 de diciembre de 1988, sobrevolaba, en ruta trasatlántica, la localidad escocesa de Lockerbie. Un agente libio fue condenado por un tribunal británico por haber introducido la bomba en el avión siniestrado.
También en julio de 1990, el entonces máximo responsable de los asuntos de interior en la hoy extinta República Democrática Alemana, Peter Diestel, aseguró ante la prensa internacional que el aparato estatal de seguridad establecido por las autoridades comunistas precedentes, la temida Stasi, mantuvo relaciones con casi todos los grupos terroristas activos en Europa Occidental y Oriente Próximo, incluyendo IRA y ETA. Estas declaraciones se produjeron poco después de que la policía germano-oriental detuviera en diversas ciudades bajo su jurisdicción a antiguos miembros de la raf. Se descubrió entonces que los antiguos gobiernos comunistas habían proporcionado acogida, recursos y nuevas identidades a militantes de dicha organización terrorista alemana, especialmente activa durante los años setenta y ochenta.
Libia, más concretamente el régimen que lidera desde 1969 Muammar el Gaddafi, estuvo involucrada durante los setenta y los ochenta en la utilización del terrorismo internacional como instrumento de política exterior, a veces auspiciando a organizaciones de extrema derecha y otras a grupos separatistas. A mediados de aquella primera década, las autoridades libias se sirvieron de antiguos nazis, a los que una común animadversión hacia los judíos había permitido encontrar asilo en algunos países árabes, para desplegar una trama europea de terrorismo neofascista. Al tiempo, en marzo de 1973 la marina irlandesa interceptó en la bahía de Waterford un buque mercante que transportaba cinco toneladas de armas, cargadas en Trípoli y con destino al IRA, como admitiera luego uno de los fundadores de dicha organización terrorista. No menos relevante fue por entonces la implicación en la nebulosa del terrorismo internacional de otros países árabes como Argelia, Irak, Siria y, sobre todo, Irán, especialmente a través de grupos con componentes armados como Hezbolá, la Yihad Islámica y Hamás.
Todo lo cual no supone ignorar la eventual implicación de algunos países occidentales en el patrocinio estatal del terrorismo internacional. Se ha insistido, por ejemplo, en las responsabilidades atribuibles a gobiernos como el norteamericano o el israelí, entre otros. Es sabido que las fuerzas armadas israelíes cuentan con una unidad especial dedicada a atentar contra supuestos miembros y dirigentes de organizaciones terroristas palestinas. También que en algunas de las incursiones protagonizadas por cazas israelíes sobre suelo libanés durante los años setenta y ochenta, o en el curso de sus reiteradas operaciones militares en los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza desde los noventa, se han conducido de una manera desproporcionada e indiscriminada, haciendo en la práctica un uso táctico del terrorismo estatal con el paradójico fin alegado de responder a los embates de un terrorismo palestino que fue durante mucho tiempo predominantemente nacionalista, pero que en la actualidad obedece sobre todo al fundamentalismo islámico.
Existen numerosos indicios que relacionan al gobierno de los Estados Unidos, a través de sus agencias de inteligencia o sus fuerzas armadas, con los escuadrones de la muerte, cuyo terrorismo vigilante fue practicado en varios países latinoamericanos, especialmente durante los años setenta y ochenta, y también con operaciones encubiertas desarrolladas en distintas naciones africanas y asiáticas durante ese periodo. Existe asimismo evidencia relativa a la venta ilegal de diverso armamento a las autoridades iraníes por parte del gobierno estadounidense, mediados los ochenta, para financiar con ello a los guerrilleros que combatieron en su momento al régimen sandinista nicaragüense, cuando aquéllas se encontraban entre las oficialmente acusadas por la propia administración norteamericana de patrocinar el terrorismo internacional.
Además, hay suficientes datos relativos a la relación de los servicios secretos estadounidenses con el terrorismo italiano de signo reactivo y procedente de la extrema derecha, buena parte de cuyos fundamentos correspondían a la estructura soterrada de subversión interna conocida como red gladio. Ésta fue establecida a finales de los cuarenta en distintos países europeos, a iniciativa del gobierno norteamericano, para hacer frente a una posible ocupación soviética, aunque décadas después, sobre todo a finales de los sesenta y durante los setenta, dicha estructura se activara, en el marco de una conspiración en la cual participaron distintos núcleos de orientación neofascista, con la intención de evitar la entrada de los comunistas italianos en eventuales gobiernos de coalición. Sudáfrica fue asimismo, en otro hemisferio, el origen de sustanciosas remesas de armamento enviadas con destino a los paramilitares lealistas del Ulster en la segunda mitad de los ochenta.
En cualquier caso, ¿qué hizo de Europa occidental el escenario preferente del terrorismo internacional durante las últimas dos décadas de la guerra fría? En primer lugar, ser un espacio con extraordinarias facilidades para el transporte y fronteras de relativo libre tránsito, próximo o contiguo a regiones de intensa conflictividad y países promotores de la violencia trasnacional. En segundo término, la gran concentración de objetivos potenciales, incluyendo importantes centros de la actividad diplomática, económica y militar. Tercero, una densidad de medios de comunicación masiva capaces de retransmitir amplia y simultáneamente cualquier acción violenta de envergadura. En cuarto lugar, un excelente acceso a los mercados legales o clandestinos de armamento. Un quinto elemento, no menos relevante, es la presencia de comunidades inmigrantes segregadas, en las que hallaron apoyo logístico y cobertura algunas organizaciones terroristas. Por último, países como Francia facilitaron a éstas sus actividades al adoptar hasta bien avanzados los años ochenta la doctrina del santuario. Es decir, ofrecer refugio y asilo a terroristas a cambio de eludir su violencia.
Desde el final de la guerra fría, a modo de contraste, las actividades del terrorismo internacional se han extendido hacia otras zonas del mundo, desde Argentina hasta Filipinas, desde Estados Unidos hasta Kenia. La frecuencia e intensidad de los atentados terroristas se ha incrementado muy significativamente en el sudeste asiático. En buena medida, esta extensión geográfica del terrorismo internacional obedece a la difusión e intensificación de factores en su día circunscritos a las sociedades más desarrolladas y que facilitan la movilidad de personas entre países lejanos unos de otros, así como a los más recientes avances tecnológicos aplicados a la comunicación y al flujo de capitales. Obedece, en suma, al proceso de interconexión e interdependencia que denominamos globalización, el cual amplía extraordinariamente el número de sociedades actualmente vulnerables al terrorismo internacional.
Pero la globalización del terrorismo internacional no se refiere únicamente al hecho de que semejante fenómeno se manifieste a lo largo y ancho del planeta. Como consecuencia de la llamada sociedad de la información, esa violencia trasnacionalizada tiende a adoptar una estructura horizontal en redes, con un contingente de activistas más bien difuso. Una configuración distinta de la habitual entre las organizaciones verticales rígidamente jerarquizadas que hemos conocido desde la década de los sesenta algunas de las cuales todavía persisten, donde los criterios que distinguen a quienes están dentro o fuera del entramado clandestino se encuentran mucho más demarcados. Internet se convierte así, para el nuevo terrorismo internacional, en el medio que facilita tareas fundamentales como las de proselitismo y reclutamiento, almacenamiento y tratamiento de datos, o incluso la gestión de los recursos financieros disponibles. También, junto con la telefonía celular, es un medio que permite un contacto estable entre los distintos componentes de la red terrorista internacional sin importar la distancia que pueda haber entre ellos.
Otra de las características más sobresalientes observadas en el terrorismo internacional desde el inicio de los noventa radica en que los individuos y colectivos a quienes se atribuye la mayor parte de los atentados ocurridos aducen estar actuando de acuerdo con un imperativo religioso, más concretamente con normas extraídas de una concepción integrista del credo islámico. Tanto la definición de los objetivos últimos que se persiguen como la propia concepción del tiempo necesario para alcanzarlo constituyen una novedad. Con el fin de la guerra fría han perdido centralidad las expresiones de terrorismo que apelan a planteamientos tradicionalmente relacionados con la extrema izquierda, aunque el extremismo de derecha no haya perdido tanto vigor. Incluso en la evolución de numerosos conflictos de etiología etnonacionalista, sobre todo pero no exclusivamente localizados en el ámbito del desaparecido imperio soviético, se aprecia una deriva terrorista asociada a la redefinición de los mismos en clave religiosa, quizá debida más a influencias externas que a la dinámica inherente a tales antagonismos.
De hecho, si al iniciarse la década de los ochenta apenas el 3% de los grupos armados a los que se atribuían atentados de terrorismo internacional estaban constituidos por musulmanes integristas, en la primera mitad de los noventa suponían ya al menos un tercio del total y el fundamentalismo islámico ha inspirado luego a los promotores de la actual red del terrorismo global. Este cambio en los supuestos doctrinales del terrorismo es el causante de algunas innovaciones en la ejecución de dicha violencia, así como de alteraciones en las pautas de victimización propias del fenómeno, incluyendo su creciente letalidad. Innovaciones y alteraciones claramente perceptibles, si las comparamos con el modo en que tanto el terrorismo en general como el terrorismo internacional en particular se manifestaron durante las dos décadas previas al fin de la guerra fría.
Ahora bien, la mayor novedad registrada en el terrorismo internacional, que combina precisamente los efectos de la globalización sobre ese fenómeno y la influencia del hecho religioso en su versión integrista, radica en la formación y el desarrollo de Al Qaeda. De un lado, se trata del núcleo originario y hoy central de una compleja y aparentemente sofisticada red terrorista que ha alcanzado dimensiones mundiales y subsiste sin depender de patrocinadores estatales, aunque entre algunas autoridades del mundo árabe disfrute de afinidades convertibles en apoyos más o menos evidentes. De otro, tanto sus fundadores como quienes pertenecen o están asociados a dicha red son extremistas musulmanes decididos en última instancia a lograr que la nación del Islam, como expresamente la definen, se unifique en una única entidad política gobernada según preceptos de fe tenidos por inmutables y sagrados.
Que el terrorismo internacional de nuestros días no necesariamente dependa de patrocinio estatal alguno pone de manifiesto otro de sus rasgos distintivos. Se trata de un terrorismo internacional privatizado. Más aún, el emprendedor por excelencia de Al Qaeda y sus seguidores fueron incluso capaces de ejercer un dominio sobre las autoridades afganas durante el régimen talibán, debido a que contribuyeron decisivamente a consolidar las estructuras estatales sobre las cuales pudo erigirse esa brutal teocracia, mediante aportaciones económicas del propio Osama bin Laden y el apoyo activo de los fanáticos armados que consideran al multimillonario saudí su líder incontestable. Pues bien, ese terrorismo internacional privatizado se ha tornado en terrorismo global y tiene entre sus indicadores más asombrosos al megaterrorismo. Tal y como se manifestó aquel 11 de septiembre, y hace pocos días en nuestro funesto 11 de marzo. ~
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