A fines de 1922, el corresponsal de La Nación en París, M. F. Ortiz Echangüe, se dirige a Valery Larbaud solicitándole su colaboración para una serie de crónicas sobre la vida literaria francesa que se publicarían mensualmente, como una columna fija, en las páginas dominicales del diario. Ortiz Echangüe no es, en realidad, sino el ejecutor de una idea ajena, ya que, detrás del proyecto de contratar la firma de uno de los escritores más influyentes de la Nouvelle Revue Française, se esconde otro célebre argentino de París: don Ricardo Güiraldes. Éste ya había hecho pesar toda su influencia entre bambalinas, para conseguir que su amigo Valerio pudiera realizar al fin uno de sus sueños más caros: escribir en español y para un público hispanoamericano una variada noticia sobre las letras galas. Por supuesto, Larbaud acepta dichoso el doble reto intelectual y lingüístico que representa la redacción de esas crónicas, y en el invierno de 1922 pone manos a la obra. Tal y como lo cuenta en el texto que hoy funge de prólogo a Ce vice impuni la lecture i, domaine français (1941), ya antes se había enfrentado a un desafío análogo: las veinte cartas inglesas de París (“Lettres de Paris”) que habían aparecido en The New Weekly de Londres entre 1913 y 1914. Sin embargo, el nuevo proyecto le parece mucho más rico e interesante, y tanto es así que no tarda en rodearlo de una ambición muy otra: trazar un vasto panorama histórico del pasado y el presente de la poesía francesa, un panorama que sería a la vez innovador y accesible, capaz de despertar la curiosidad del lego y de satisfacer al lector más exigente. Magna tarea, qué duda cabe, pero también muy propia del genio crítico y la extremada cortesía de Valery Larbaud. Para llevarla a cabo, el escritor se fija, desde un comienzo, un extenso plan de trabajo que divide la serie en cuatro partes distintas: la primera estaría dedicada a la información general y comprendería cuatro o cinco artículos sobre los premios, las academias, las revistas y los manuales de historia literaria; la segunda parte estaría consagrada exclusivamente a los poetas contemporáneos, de Verlaine y Mallarmé a las vanguardias; la tercera es la sección de los precursores y maestros de la modernidad, como Rimbaud, Corbière y Dujardin; en fin, last but not least, una última parte reuniría, en un ameno ejercicio de erudición, reseñas sobre poetas renacentistas y barrocos olvidados o ignorados por la universidad y el gran público.
La primera crónica, “A propósito de los premios literarios”, aparece el domingo 8 de abril de 1923; la última, “Un gran poeta desconocido, Etienne Durand, 1585-1618”, se publica, en dos partes, los domingos 4 y 11 de octubre de 1925. Durante esos dos largos años, Larbaud va ejecutando su programa con una aplicación admirable y llega a reunir hasta 25 textos que cuenta y ordena con vistas a la edición de un libro su primer libro escrito en español, Desde la nave de plata. Por la correspondencia con Güiraldes y otros amigos cercanos, hay noticias de que esta idea de reunir las crónicas en un volumen nace, en realidad, casi al mismo tiempo que el propósito de escribirlas y, desde muy temprano, le da un sentido y un fin a esa labor. Llevado por su proverbial entusiasmo, Larbaud diseña incluso una portada para la futura obra que habría de publicarse en Buenos Aires y cuyo título es, a la vez, una clara alusión a la heráldica viajera de la ciudad de París y al cosmopolitismo literario de la revista y la librería de Adrienne Monnier.
No se sabe exactamente cuándo, cómo ni por qué fracasa el proyecto de editar el libro, pero sí sabemos que se produce como una suerte de conjura entre varias circunstancias: la mala salud del autor, que vuelve cada vez más hipotético su tan ansiado viaje a Buenos Aires, la impericia de los tipógrafos porteños, que llenan los textos de erratas y le imponen el deber de pasar largas horas corrigiéndolos, la muerte de la tía Jeanne, que le obliga a permanecer en Vichy junto a su madre, los mil compromisos y encargos que entre tanto van copando su tiempo, y, en fin, el rudo golpe que representa la desaparición de Ricardo Güiraldes, el principal cómplice de sus correrías hispanas. Sea cual fuere la causa o las causas verdaderas, lo cierto es que Desde la nave de plata nunca ve la luz. Hacia 1928 no se vuelve a hablar del libro y, más tarde, la parálisis de Larbaud hace imposible cualquier intento de armarlo y editarlo. Durante casi setenta años, las crónicas duermen así su largo sueño de tinta en los archivos de La Nación y allí seguirían con toda seguridad si una especialista de Larbaud, la profesora Anne Chevalier, no las hubiera rescatado del olvido. Gracias a su dedicación, salieron el año pasado, con el fiel título de Du Navire d’Argent (Gallimard, 2003), cuidadosamente editadas, doctamente anotadas y vaya ironía traducidas al francés.
Obviamente, hay que celebrar que esa concienzuda edición exista, pero también hay que lamentar que no exista otra en nuestra lengua, que habría tenido que ser, en realidad, la editio princeps: la del libro original, tal y como lo concibió Larbaud. ¿La tendremos alguna vez? Francamente, lo ignoro. En cambio, sí sé que el lector español o hispanoamericano que se asome a estas crónicas va a descubrir en ellas a un escritor francés que le cuenta animadamente su historia más personal de la poesía gala sin actitudes condescendientes ni paternalistas, y, además, en buen castellano. Larbaud señala, en el prólogo ya mencionado, que escribió los textos de Desde la nave de plata poseído por un intenso sentimiento de comunión intelectual con el lector argentino. No creo que haya mentido, pues el juego de correspondencias y paralelos entre las referencias francesas e hispánicas forma aquí el entramado de una singular experiencia de la alteridad que no trata de reducir lo otro a lo uno sino de entender cómo lo uno accede a lo otro y se hace legible, es decir, comprensible. De ahí que, para nuestra sorpresa, el panorama que Larbaud acabe ofreciéndoles a los lectores de La Nación sea un panorama desde y con la literatura escrita en lengua española, un espacio especular y reversible en el que se cita a Gómez de la Serna y a Proa cuando se habla de las vanguardias, en el que se recurre a Góngora para explicar a Maurice Scève o en el que se comentan las traducciones del simbolista Jammes hechas por Enrique Díez Canedo.
No existían en aquel entonces muchos ejemplos de este tipo de ejercicio crítico que tan bien define la inteligencia abierta y la originalidad de Larbaud. Si le hubiéramos preguntado de dónde había sacado la inspiración para escribir de esa manera sobre figuras tan disímiles y a veces tan poco conocidas, sabemos que nos habría dado una última sorpresa. Y es que el verdadero modelo de Desde la nave de plata no está en el Lanson de los manuales ni en el Saint-Beuve de las causeries sino cerca, mucho más cerca de nosotros: en el Darío que rescribe sus crónicas de La Nación y, hacia 1905, las transforma en Los raros. Larbaud siente que su libro prolonga la labor del nicaragüense y, siempre cortés, le rinde un secreto homenaje en el que hoy acaso podamos ver algo así como el justo retorno no ya de las carabelas sino de los trasatlánticos: la gratitud, el reconocimiento del más hispanoamericano de los modernistas franceses para con el más francés de los modernistas hispanoamericanos. –
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