A lo largo de las últimas semanas, se ha dicho y se ha repetido en distintos medios y diversas lenguas que, con la desaparición de Mario Vargas Llosa, se cierra una época dorada en la historia de las letras de América Latina: el periodo que empieza con el boom a mediados de los años sesenta y que, durante varias décadas, convierte a un puñado de escritores latinoamericanos en grandes figuras de la literatura mundial. Es innegable que la muerte del peruano tiene este marcado valor simbólico no solo porque él era el último superviviente de aquella gesta, sino además porque fue uno de los que llevó más lejos la ampliación a una escala planetaria del reconocimiento concedido a los autores y las obras del continente. Existe, sin embargo, otro ciclo que también termina con él y que, si bien está vinculado al anterior, tiene en realidad un perfil propio: aludo a la relación privilegiada que se tejió durante buena parte del siglo XX entre la literatura latinoamericana y el campo cultural francés. Vargas Llosa supo insertarse en esa trama y hacerse en ella un lugar destacadísimo, como prácticamente nadie, salvo Octavio Paz, lo había hecho antes y como probablemente, me temo, nadie lo hará después.
La narrativa histórica de nuestras afinidades electivas con Francia se remonta, en algunos casos, hasta la Ilustración y, en otros, hasta el modernismo, en función de los asuntos que se traten y de la perspectiva que se quiera adoptar; pero, por lo que toca específicamente a Vargas Llosa, debemos situarla en un momento preciso y particular: esa etapa de la inmediata posguerra en que el gobierno del general De Gaulle busca redorar la imagen internacional del país e implementa una voluntariosa política destinada a toda la región. A partir de 1945, y durante los quince años siguientes, van a multiplicarse así los centros de enseñanza del francés en las principales ciudades latinoamericanas, se van a crear los Institutos Franceses de América Latina (IFAL) en México, Santiago de Chile y Lima, se van a transmitir programas de radio desde París concebidos especialmente para los oyentes latinoamericanos y, entre tantas otras cosas, se van a conceder un buen número de becas de estadía y estudio a jóvenes artistas, escritores y universitarios. Vargas Llosa vive ese momento de efervescencia en que la operación de branding difunde con renovados bríos por todo el continente lo mejor de la cultura francesa en literatura, filosofía, música, cine, arte y ciencias sociales. Como él mismo lo cuenta en su breve introducción a los dos volúmenes de la colección Pléiade, hacia 1953, ya era un asiduo visitante de la biblioteca de la Alianza Francesa de Lima donde devoraba estanterías enteras de libros y donde estudiaba al mismo tiempo la lengua de Molière junto a madame del Solar, una abnegada profesora con quien trataba de descifrar, semana tras semana, nada menos que los principales textos de la polémica entre Sartre y Camus sobre ética e historia. Una parte del escaso dinero de que a la sazón disponía la había empeñado en suscripciones a las revistas Le Temps Modernes y Les Lettres Nouvelles, para poder seguir a distancia la actualidad de la agitada vida intelectual a orillas del Sena. Paralelamente, y desde el secreto de la clandestinidad, compartía con sus compañeros de la célula comunista Cahuide, en la Universidad de San Marcos, la lectura de la introducción al marxismo de Georges Politzer, Principes élémentaires de philosophie, buscando arrojar alguna luz sobre los conflictivos lazos entre literatura, filosofía y acción política.
A través de estas referencias y algunas otras, tal y como lo cuenta más tarde en varios artículos de Contra viento y marea, Vargas Llosa se hace muy temprano una idea bastante clara del lugar del escritor en el espacio público, tanto más cuanto que la noción de compromiso sartriano le permite interpretar la intervención del intelectual en las luchas sociales como un acto de libertad y de solidaridad con una causa justa y no como la simple adhesión a un partido o a una ideología. Lejos de presentarse como un refinado salón o una aletargada academia, el ejemplo francés le muestra además que el campo cultural es un campo de batalla político donde, para decirlo como Bourdieu, se libra un combate continuo y feroz entre los distintos grupos y agentes que se posicionan unos contra otros, persiguiendo un capital simbólico en pos de un mayor ascendente e influencia. El peruano se empapa muy joven de esta concepción bélica y beligerante, hasta tal punto que la primera imagen de la figura de autor con que se identifica y con la que todavía algunos suelen identificarle es la de un “sartrecillo valiente”, el sonado mote que varios de sus amigos le ponen en esos años.
Sin embargo, no es esta la única imagen de cepa francesa con que Vargas Llosa construye por entonces su postura de autor. Hay otra igualmente decisiva y cuya génesis él mismo ha situado en una tarde de 1959, cuando, ya instalado en París con la tía Julia, compra en La Joie de Lire, la famosa librería de François Maspero en el Barrio Latino, su primer ejemplar de Madame Bovary. Son muy numerosos textos en los que nuestro peruano relata lo que significó para él ese encuentro con el novelista normando y, entre ellos, no se puede menos que destacar los tres ensayos de La orgía perpetua. A mi modo de ver, empero, el libro donde se deja leer mejor el impacto que tuvo Flaubert en aquel muchacho recién llegado a Francia es en las Cartas a un joven novelista. En ellas, si se leen bien, podemos escuchar la voz del escritor maduro que, como el Borges del cuento “El otro”, habla con su doble juvenil a través del tiempo. El concepto de vocación, la construcción de un estilo, el realismo objetivo, la arquitectura de voces y tiempos dispuestos como vasos comunicantes, todos los aportes del novelista de Madame Bovary a la forja de la poética narrativa de Vargas Llosa fueron indudablemente determinantes. Pero, más allá de estas cuestiones técnicas, Flaubert le ofrece una segunda imagen de la figura de autor con la que el peruano no tarda en identificarse y con la que también hoy se le sigue identificando: la del “hombre-pluma”, el ethos del escritor que ha hecho de la literatura una religión a la que se entrega por completo y cuya devoción por su oficio le impone reivindicar a la vez una absoluta libertad como creador y la total autonomía de sus creaciones ante cualquier injerencia heterónoma de tipo ideológico, político o moral.
Cuando Vargas Llosa afirma en varios textos autobiográficos que fue en París donde se hizo escritor alude manifiestamente al hecho de que fue en la capital francesa donde terminó La ciudad y los perros y redactó La Casa Verde; pero no menos influyente es la definición de la imagen de autor que por entonces se construye en la continuidad de su escritura. Las relaciones entre el “sartrecillo valiente” y el “hombre-pluma”, como es sabido, nunca fueron sencillas a lo largo de las seis décadas que cubre la obra de Mario Vargas Llosa. Pero las numerosas tensiones, contradicciones y conflictos que acarrearon no son en el fondo muy distintas a las que ha vivido en Francia la generación de escritores a la que pertenece el peruano, también marcada por Sartre y Flaubert, y que actualmente lo ve como uno de los suyos. Su ingreso en la Academia Francesa sanciona en buena medida esta familiaridad, esta cercanía, que lo vincula con el drama íntimo del campo literario galo, desgarrado desde hace dos siglos entre los llamados al compromiso y la defensa de la autonomía.
El reconocimiento de los pares de Francia corresponde, además, a una forma de gratitud no hacia el escritor de lengua francesa que nunca fue, evidentemente, sino hacia el gran lector de literatura francesa que sí fue. Sus ensayos sobre Sade, Victor Hugo, Flaubert, Sartre, Camus y tantos otros siguen siendo leídos y forman parte de las bibliografías de referencia, como los ensayos de Octavio Paz sobre la poesía y el surrealismo. De hecho, Borges, Paz y Vargas Llosa constituyen una santa trinidad latinoamericana que les habla a los franceses de su literatura con una libertad y a veces con un desparpajo que no tienen parangón, pero que, justamente por ello, hacen posible un verdadero diálogo intercultural entre nuestros dos mundos. Ni siquiera Rubén Darío, por mencionar solo a una figura mayor que pasó buena parte de su vida en París, consiguió una escucha semejante ni logró calar de tal manera no solo entre los escritores e intelectuales parisinos sino en los lectores franceses. Porque este es otro aspecto que hace tan excepcional el caso de Mario Vargas Llosa: el peruano fue un autor extremadamente popular y alcanzó a tocar a un público vasto y variopinto, como ningún otro novelista del continente, joven o menos joven, ha logrado reunir en lo que va de este siglo. De ahí la sensación de que, con su muerte, se cierra también el ciclo francés de las letras latinoamericanas y probablemente se abra otro u otros para las nuevas generaciones, más interesadas hoy en lo que ocurre en España o en el ámbito de la lengua inglesa.
Lo hermoso, sin embargo, es que este cierre es asimismo una culminación, pues, con él, se realiza al fin el sueño de una pasión compartida en la vieja historia de nuestras afinidades electivas. El propio Vargas Llosa supo decirlo cuando asentó un testimonio de su gratitud al publicarse los dos volúmenes de su obra en la Biblioteca de la Pléiade, en 2016. Acaso menos formales, pero más verdaderas, más emotivas y hasta algo huachafas son las palabras de agradecimiento que, cuarenta años antes, escribió al final del tercer ensayo de La orgía perpetua y que hoy me gustaría releer para concluir, como si el peruano se refiriera a la vez a su enamorada Emma Bovary y a su amada Francia: “Sé que, en el territorio en que prodiga su belleza, nadie, fuera del oficial de sanidad, Rodolphe y Léon, gozará de ella, y que en este donde me hallo a nadie podrá dar más de lo que a mí me ha dado.” ~