AllĆ” en la Costa Chica siempre se han matado. Y es por temporadas pero se matan por cualquier cosa. El lugar comĆŗn de verse feo en una cantina; el robo de una mujer; la direcciĆ³n del caudal de un riachuelo; o la acalorada sensaciĆ³n de que “esta noche soy su padre, cabrones”. Me cuentan que el machete y la escopeta son las armas predilectas. La cĆ³lera prefiere el machete: aquellos lances de titanes, los dedos volando y ese crujido de la clavĆcula cuando el metal la parte luego de un golpe vertical. La escopeta es para las venganzas, para el plan un poco mĆ”s estudiado. No falla. Aunque el tirador sea poco experimentado acertarĆ”. Luego, tambiĆ©n, para el remate se usa el machete. Pocos cortan cabezas porque es difĆcil, y ya para cuando el otro cayĆ³ al suelo el cansancio duele en todos los mĆŗsculos. MĆ”s comĆŗn es dejarlos sin brazo, sobre todo si quien da el golpe es un tipo fuerte y estĆ” extremadamente enojado. Fue noticia de una semana, la matanza de los jĆ³venes de aquella huerta pero nada mĆ”s. Vinieron los federales y se los llevaron sin dar explicaciones. Los rumores decĆan que unos les robaban a los otros. Y ya. QuĆ© mĆ”s contar, la anĆ©cdota se desgasta rĆ”pido. En los bailes ocurre mĆ”s. Pero si uno va tranquilo sin ver a las mujeres de los otros, y alejĆ”ndose de donde hay tres borrachos gritando, todo estĆ” bien.
Pero, me cuentan, lo de 1957 fue distinto. Todos conocĆan a los Bernardino. Familia de maestros que no se metĆa con nadie. Un dĆa amanecieron muertos allĆ” en su casa de la esquina. A todos los mataron con machete. Las dos niƱas menores no tenĆan cabeza y esa era su Ćŗnica herida. A la madre la tasajearon feo, como si la hubieran tenido en uno de esos maderos para cortar marranos. Al padre le fue peor, sĆ³lo quedĆ³ en el patio como un torso. HabĆa una pierna por allĆ”, cerca del tamarindo, y los brazos, cosa curiosa, estaban en la cocina.
El Ćŗnico que faltaba era Pedro Bernardino, el casi niƱo casi hombre que se habĆa ido al monte una noche antes a cuidar a las seis vacas que tenĆan. Para no meterse en problemas con los vecinos, el padre lo habĆa mandado allĆ” al Camalote, donde, ademĆ”s de una parcelita, tenĆan cerca un riachuelo.
Me cuentan que despuĆ©s de la matanza sĆ³lo volvieron a ver a Pedro aquella vez que entrĆ³ a la tienda de abarrotes. DecĆan que todo ese tiempo habĆa estado escondido en el monte. Y que sĆ³lo salĆa en las madrugadas a cobrar venganza. Uno veĆa a ese flacucho, me cuentan, con el sombrero muy grande, los pantalones detenidos sĆ³lo por un cinturĆ³n gastado, esa expresiĆ³n congelada en el tiempo, y era difĆcil creer que ya hubiera matado a 14 de aquella otra familia. La mitad eran mujeres, otros ancianos, y sĆ³lo cuatro eran, probablemente, los verdaderos asesinos. Me cuentan que parecĆa como si cada muerto lo fuera acercando a quien lo dejĆ³ huĆ©rfano. AsĆ llevaban un mes y, cuentan, que la policĆa de la regiĆ³n andaba despreocupada sin buscarlo. NingĆŗn vecino se angustiĆ³ tampoco porque el jovencito sangriento anduviera suelto. De alguna forma todos sentĆan que ese asunto era cosa de ellos y punto. Pero nadie podrĆa asegurar que la policĆa (tres gendarmes con carabina) no lo buscaba por miedo o por respeto.
Me cuentan que, como se acostumbraba, aquella tienda de abarrotes, tenĆa un mostrador de una pieza construido a partir de un Ć”rbol enorme. SĆ³lo habĆa ropa, abarrotes, combustibles (petrĆ³leo, gasolina), municiones, a modo de una lĆnea de producciĆ³n que transporta todo lo que necesario para el dĆa a dĆa.
La niƱa de diez aƱos, hija del abarrotero, fue quien primero lo vio entrar. Sin saberlo, le gustĆ³ el porte del jovenzuelo. La camisa raĆda pero fajada; la pistola, pero sobre todo la dureza de la quijada, y la forma en que llevaba en la mano derecha la escopeta vieja de su padre. Pedro Bernardino, con una voz seca y cansada, sin dudarlo, le pidiĆ³ carne seca, azĆŗcar, sal, manteca: todo en porciones para uno. La niƱa solĆa atender los pedidos si su padre, como ahora, estaba en la trastienda, pero se puso nerviosa cuando empezĆ³ a meter todo en un costal. Sin embargo, las maneras cuidadas del joven le dieron algo de confianza. Y tambiĆ©n ese silencio elegante y respetuoso. Pedro no la mirĆ³ mientras buscaba las cosas. Y eso tambiĆ©n le gustĆ³. Cuando estaba por terminar, el padre entrĆ³ y reconociĆ³ al instante al joven. CubriĆ³ sus nervios sonriendo y ayudĆ”ndole a su hija. Sin miedo, pero con un apresuramiento desacostumbrado le dijo cuĆ”nto era y Pedro pagĆ³.
Ya en la calle, antes de subirse al caballo el joven volviĆ³ la vista y observĆ³ que uno de aquella familia platicaba despreocupado a unos trescientos metros. Lo reconociĆ³ por la risotada y el caballo negro.
GuardĆ³ con cuidado los suministros en la bolsa de la grupa de su caballo, revisĆ³ su pistola y la escopeta.
Entonces empezĆ³ a caminar como si fuera de madrugada y todos durmieran y Ć©l fuera el Ćŗnico espĆritu despierto sobre la faz de la tierra.
AsĆ, con esa confianza.
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